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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (52)

Los desposeídos (52)

—Está bien, puede ser, pero nuestra sociedad, aquí, es una verdadera comunidad, en todo cuanto encarna las ideas de Odo. ¡Fue una mujer quien hizo la Promesa! ¿Qué estás haciendo... regodeándote con sentimientos de culpa? ¿Revoleándote en el estercolero? —La palabra que empleó no fue «estercolero», pues no había estiércol en Anarres; la frase significaba literalmente «envolviéndote sin cesar en una espesa capa de excremento». La flexibilidad y precisión del právico se prestaba para la creación de metáforas vividas, que los inventores de la lengua no habían previsto.

—Bueno, no. ¡Fue maravilloso, tener a Sadik! Pero yo me equivoqué con lo del libro.

—Nos equivocamos los dos. Siempre nos equivocamos juntos. ¿No pensarás en serio que tú lo decidiste por mí?

—En ese caso pienso que sí.

—No. La verdad es que ninguno de los dos decidió nada. Ninguno eligió. Dejamos que Sabul eligiera por nosotros. Nuestro Sabul interno, internalizado: las convenciones, el moralismo, el miedo al ostracismo social, el miedo a ser distintos, ¡el miedo a la libertad! Bueno, nunca más. Aprendo lentamente, pero aprendo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Takver, con un temblor de esperanzada excitación en la voz.

—Ir contigo a Abbenay y allí fundar un sindicato, un sindicato impresor. Editar los Principios, sin cortes. Y todo cuanto queramos. El Bosquejo para una Educación Abierta en las Ciencias de Bedap, que la CPD no quiso publicar. Y la obra de Tirin. Le debo eso. Él me enseñó lo que son las prisiones, y quiénes las construyen. Los que levantan los muros son los prisioneros mismos. Cumpliré la función que me corresponde en el organismo social. Derribaré los muros.

—Van a soplar unas cuantas corrientes de aire —dijo Takver, acurrucada entre las mantas. Se apoyó contra Shevek, y él le rodeó los hombros con un brazo—. Espero que sí —dijo.

Hacía largo rato que Takver se había dormido esa noche, y Shevek continuaba despierto, las manos debajo de la cabeza, mirando la oscuridad, escuchando el silencio. Pensaba en el largo viaje de regreso desde La Polvareda, recordando las llanuras y espejismos del desierto, el conductor del tren, aquel hombre de cabeza morena y calva y ojos cándidos, que había dicho que uno debe trabajar con el tiempo y no contra él.

En esos últimos cuatro años Shevek había aprendido algunas cosas acerca de la voluntad que lo animaba. La frustración de la voluntad le había enseñado a ver la fuerza que había en ella. Ningún imperativo social o ético podía igualársele. Ni siguiera el hambre era capaz de contenerla. Cuanto menos tenía, más absoluta era la necesidad de ser.

Reconocía esa necesidad, en la terminología odoniana, como su «función celular», el concepto analógico que expresaba la individualidad, el trabajo que más conviene a un individuo, y por consiguiente su mejor contribución a la sociedad. Una sociedad sana no sólo permitiría ejercer libremente esa función óptima; la adaptabilidad y la fuerza de un individuo dependían de esas mismas funciones. Esta era una idea fundamental en la Analogía de Odo. Para Shevek, el hecho de que la sociedad odoniana de Anarres no hubiera alcanzado del todo ese ideal, no lo hacía menos responsable; todo lo contrario. Liberados del mito del Estado, la reciprocidad genuina del organismo social y del individuo era evidente. Al individuo se le puede exigir un sacrificio, nunca un compromiso: porque aunque la sociedad dé a todos seguridad y estabilidad, sólo el individuo, la persona, es capaz de una elección ética: la capacidad de cambio, la función esencial de la vida. La sociedad odoniana estaba concebida como una revolución permanente, y una revolución comienza en la mente pensante.

Todo esto, en estos mismos términos, lo había visto Shevek porque tenía una conciencia absolutamente odoniana.

Por lo tanto estaba seguro ahora de que, en términos odonianos, su voluntad radical e ilimitada de crear se justificaba a sí misma. El sentido de la responsabilidad no lo aislaba de sus semejantes, de la sociedad, como había pensado hasta entonces. Lo comprometía con ellos de un modo absoluto.

También sentía que un hombre con este sentido de responsabilidad acerca de algo, estaba obligado a aplicarlo en todas las cosas. Era un error verse a sí mismo como un vehículo y nada más que eso, sacrificar a esa idea cualquier otra obligación.

Ese era el espíritu de sacrificio de que había hablado Takver, el que ella había conocido durante el embarazo; lo había confesado con algo de espanto, de repulsión, pues también ella era odoniana, y no admitía que alguien separase los medios de los fines. Para ella como para él, no había fines. Había procesos: todo era proceso. Uno podía ir en una dirección promisoria o equivocada, pero uno no se ponía en marcha con la esperanza de no detenerse jamás en ninguna parte. Entendidas de esta manera, todas las responsabilidades y compromisos ganaban en sustancia y en duración.

Así su compromiso mutuo con Takver, la relación entre ellos, había permanecido enteramente viva durante los cuatro años de ausencia. Los dos habían sufrido, intensamente, pero a ninguno se le hubiera ocurrido sustraerse al sufrimiento negando el compromiso.

Porque en última instancia, pensó ahora, acostado al calor del sueño de Takver, era la felicidad lo que ambos buscaban, la plenitud del ser. Al sustraerse al sufrimiento, uno se sustrae también a la felicidad posible. El placer uno puede conseguirlo, o los placeres, pero no le servirá de nada. No sabrá lo que es el retorno al hogar.

Takver suspiró levemente en sueños, como si aprobara, y se dio vuelta, persiguiendo algún sueño apacible.

La realización, reflexionó Shevek, es una función del tiempo. La búsqueda de placer es circular, repetitiva, atemporal. La variedad que persigue el espectador, el cazador de emociones, el sexualmente promiscuo, siempre concluye en el mismo lugar. Tiene un final. Llega al final y tiene que volver a empezar. No es un viaje y un retorno, sino un ciclo cerrado, un claustro, una celda.

Fuera del claustro está el paisaje del tiempo, en el que es posible, con suerte y coraje, construir los frágiles, provisorios e improbables caminos y ciudades de la fidelidad; un paisaje habitable para seres humanos.

Ningún acto es verdaderamente humano hasta que ocurre dentro del paisaje del pasado y el futuro. La lealtad, que consolida la continuidad del pasado y el futuro, unificando el tiempo en una totalidad, es la raíz de la fortaleza humana; no se obtiene ningún bien si se prescinde de ella.

Así, recordando los últimos cuatro años, Shevek los vio no como desperdiciados, sino como una parte del edificio que él y Takver estaban construyendo con sus vidas. Lo bueno de trabajar con el tiempo, y no contra él, pensó, es que nunca es tiempo perdido. Hasta el dolor cuenta.

Capítulo 11

Rodarred, la antigua capital de la Provincia de Avan, era una ciudad puntiaguda: un bosque de pinos, y por encima de las copas de los pinos, un bosque de torres más etéreas. Las calles eran oscuras y estrechas, mohosas, y a menudo veladas por la bruma a la sombra de los árboles. Sólo desde los siete puentes del otro lado del río se alcanzaban a ver las cúpulas de las torres. Algunas tenían centenares de pies de altura, otras parecían brotes raquíticos, como casas comunes desgargoladas. Algunas eran de piedra, otras de porcelana, mosaico, láminas de vidrio de color, revestidas de cobre, estaño, oro, ornamentadas de manera inverosímil, sutiles, rutilantes. En aquellas calles alucinatorias y encantadoras estaba instalado, y desde hacía trescientos años, el Consejo Urrasti de Gobiernos Mundiales. Numerosas embajadas y consulados ante el CGM y ante el gobierno de A-Io también se apiñaban en Rodarred, a sólo una hora de viaje desde Nio Esseia, la sede del gobierno nacional.

La Embajada Terrana ante el CGM estaba alojada en el Castillo de la Ribera, un edificio agazapado entre el camino de Nio y el río, y que proyectaba hacia arriba una sola torre achaparrada, de tejado cuadrangular y troneras laterales, semejantes a ojos entornados. Los muros habían soportado durante cuatrocientos años los embates de las armas y los vientos. Los árboles se amontonaban, oscuros, del lado de la orilla, y tendido entre ellos un puente levadizo cruzaba un foso. El puente levadizo estaba bajo, y los portones abiertos. El foso, el río, la hierba verde, los muros ennegrecidos, la bandera que flameaba en lo alto de la torre, todo centelleó brumosamente cuando el sol irrumpió entre la neblina que flotaba sobre el río, y las campanas de todas las torres de Rodarred tañeron en la larga, aberrante y armoniosa tarea de dar las siete.

Detrás del muy moderno escritorio en la sala de recepción del castillo, un funcionario estaba ocupado en un tremendo bostezo.

—No abrimos hasta las ocho —dijo con voz hueca.

—Quiero ver al Embajador.

—El Embajador está tomando el desayuno. Tendrá que concertar una entrevista. —El empleado se frotó los ojos acuosos y por primera vez vio con claridad al visitante. Lo miró perplejo, movió varias veces la mandíbula, y dijo—: ¿Quién es usted? ¿Dónde...? ¿Qué desea?

—Quiero ver al Embajador.

—Un momento —dijo el empleado en el más puro acento iótico, sin dejar de mirarlo, y estiró la mano hacia un teléfono.

Un automóvil se había detenido a la entrada del puente levadizo, en la puerta de la embajada, y varios hombres se apeaban ahora, los galones metálicos de las chaquetas negras resplandecientes a la luz del sol. Otros dos nombres acababan de entrar en el vestíbulo desde el cuerpo principal del edificio, conversando: hombres de aspecto extraño, vestidos con ropas extrañas. Shevek se movió de prisa alrededor del escritorio, hacía ellos, tratando de correr.

—¡Ayúdenme! —dijo.

Los hombres lo miraron, alarmados. Uno retrocedió, arrugando el ceño. El otro miró más allá de Shevek hacia el grupo uniformado que acababa de entrar en la embajada.

—Aquí dentro —dijo con frialdad, tomó el brazo de Shevek y se encerró con él en una pequeña oficina lateral, con dos pasos y un movimiento de la mano, tan preciso como un bailarín—. ¿ Qué pasa? ¿ Es usted de Nio Esseia?

—Quiero ver al Embajador.

—¿Es usted uno de los huelguistas?

—Shevek. Mi nombre es Shevek. De Anarres.

Los ojos del extraño relampaguearon, brillantes, inteligentes, en la cara de color negro azabache.

—¡Mi dios! —dijo el terrano en un murmullo, y en seguida en iótico—: ¿Está usted pidiendo asilo?

—No sé. Yo...

—Venga conmigo, doctor Shevek. Lo llevaré a un lugar donde podrá sentarse.

Hubo salones, escalinatas, la mano del hombre negro en el brazo de Shevek.

Alguien trató de sacarle el gabán. Shevek se defendió, temiendo que le buscasen la libreta de notas en el bolsillo de la camisa. Alguien habló con tono autoritario en una lengua extranjera. Otra voz le dijo:

—Cálmese. Trata de averiguar si está usted herido. Tiene el gabán ensangrentado.

—Otro hombre —dijo Shevek—. La sangre de otro hombre.

Logró incorporarse, aunque la cabeza le daba vueltas. Estaba sobre un diván, en una habitación espaciosa, soleada; aparentemente se había desmayado. Un par de hombres y una mujer lo observaban de cerca. Los miró sin comprender.

—Está usted en la Embajada de Terra, doctor Shevek, en suelo terrano. Perfectamente a salvo. Puede quedarse todo el tiempo que quiera.

La tez de la mujer era pardo-amarillenta, como tierra ferruginosa, y completamente lampiña, excepto en el cráneo. Las facciones eran extrañas e infantiles, la boca pequeña, la nariz de puente bajo, los ojos de párpados pesados y alargados, las mejillas y la barbilla redondeadas, con almohadillas de grasa. Toda la figura era redondeada, flexible, infantil.

—Aquí está a salvo —repitió ella.

Él trató de hablar, pero no pudo. Uno de los hombres le puso una mano en el pecho empujándolo con gentileza, diciendo:

—Acuéstese, acuéstese.

Shevek volvió a acostarse, pero murmuró:

—Quiero ver al Embajador.

—Yo soy el Embajador. Mi nombre es Keng. Nos alegra que haya acudido a nosotros. Aquí está seguro. Descanse ahora, por favor, doctor Shevek, más tarde hablaremos. No hay ninguna prisa. —La voz tenía una calidad extraña, cadenciosa, pero era grave y aterciopelada, como la voz de Takver.

—Takver —dijo Shevek en su propio idioma—, no sé qué hacer.


Los desposeídos (52)

—Está bien, puede ser, pero nuestra sociedad, aquí, es una verdadera comunidad, en todo cuanto encarna las ideas de Odo. ¡Fue una mujer quien hizo la Promesa! ¿Qué estás haciendo... regodeándote con sentimientos de culpa? ¿Revoleándote en el estercolero? —La palabra que empleó no fue «estercolero», pues no había estiércol en Anarres; la frase significaba literalmente «envolviéndote sin cesar en una espesa capa de excremento». La flexibilidad y precisión del právico se prestaba para la creación de metáforas vividas, que los inventores de la lengua no habían previsto.

—Bueno, no. ¡Fue maravilloso, tener a Sadik! Pero yo me equivoqué con lo del libro.

—Nos equivocamos los dos. Siempre nos equivocamos juntos. ¿No pensarás en serio que tú lo decidiste por mí?

—En ese caso pienso que sí.

—No. La verdad es que ninguno de los dos decidió nada. Ninguno eligió. Dejamos que Sabul eligiera por nosotros. Nuestro Sabul interno, internalizado: las convenciones, el moralismo, el miedo al ostracismo social, el miedo a ser distintos, ¡el miedo a la libertad! Bueno, nunca más. Aprendo lentamente, pero aprendo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Takver, con un temblor de esperanzada excitación en la voz.

—Ir contigo a Abbenay y allí fundar un sindicato, un sindicato impresor. Editar los Principios, sin cortes. Y todo cuanto queramos. El Bosquejo para una Educación Abierta en las Ciencias de Bedap, que la CPD no quiso publicar. Y la obra de Tirin. Le debo eso. Él me enseñó lo que son las prisiones, y quiénes las construyen. Los que levantan los muros son los prisioneros mismos. Cumpliré la función que me corresponde en el organismo social. Derribaré los muros.

—Van a soplar unas cuantas corrientes de aire —dijo Takver, acurrucada entre las mantas. Se apoyó contra Shevek, y él le rodeó los hombros con un brazo—. Espero que sí —dijo.

Hacía largo rato que Takver se había dormido esa noche, y Shevek continuaba despierto, las manos debajo de la cabeza, mirando la oscuridad, escuchando el silencio. Pensaba en el largo viaje de regreso desde La Polvareda, recordando las llanuras y espejismos del desierto, el conductor del tren, aquel hombre de cabeza morena y calva y ojos cándidos, que había dicho que uno debe trabajar con el tiempo y no contra él.

En esos últimos cuatro años Shevek había aprendido algunas cosas acerca de la voluntad que lo animaba. La frustración de la voluntad le había enseñado a ver la fuerza que había en ella. Ningún imperativo social o ético podía igualársele. Ni siguiera el hambre era capaz de contenerla. Cuanto menos tenía, más absoluta era la necesidad de ser.

Reconocía esa necesidad, en la terminología odoniana, como su «función celular», el concepto analógico que expresaba la individualidad, el trabajo que más conviene a un individuo, y por consiguiente su mejor contribución a la sociedad. Una sociedad sana no sólo permitiría ejercer libremente esa función óptima; la adaptabilidad y la fuerza de un individuo dependían de esas mismas funciones. Esta era una idea fundamental en la Analogía de Odo. Para Shevek, el hecho de que la sociedad odoniana de Anarres no hubiera alcanzado del todo ese ideal, no lo hacía menos responsable; todo lo contrario. Liberados del mito del Estado, la reciprocidad genuina del organismo social y del individuo era evidente. Al individuo se le puede exigir un sacrificio, nunca un compromiso: porque aunque la sociedad dé a todos seguridad y estabilidad, sólo el individuo, la persona, es capaz de una elección ética: la capacidad de cambio, la función esencial de la vida. La sociedad odoniana estaba concebida como una revolución permanente, y una revolución comienza en la mente pensante.

Todo esto, en estos mismos términos, lo había visto Shevek porque tenía una conciencia absolutamente odoniana.

Por lo tanto estaba seguro ahora de que, en términos odonianos, su voluntad radical e ilimitada de crear se justificaba a sí misma. El sentido de la responsabilidad no lo aislaba de sus semejantes, de la sociedad, como había pensado hasta entonces. Lo comprometía con ellos de un modo absoluto.

También sentía que un hombre con este sentido de responsabilidad acerca de algo, estaba obligado a aplicarlo en todas las cosas. Era un error verse a sí mismo como un vehículo y nada más que eso, sacrificar a esa idea cualquier otra obligación.

Ese era el espíritu de sacrificio de que había hablado Takver, el que ella había conocido durante el embarazo; lo había confesado con algo de espanto, de repulsión, pues también ella era odoniana, y no admitía que alguien separase los medios de los fines. Para ella como para él, no había fines. Había procesos: todo era proceso. Uno podía ir en una dirección promisoria o equivocada, pero uno no se ponía en marcha con la esperanza de no detenerse jamás en ninguna parte. Entendidas de esta manera, todas las responsabilidades y compromisos ganaban en sustancia y en duración.

Así su compromiso mutuo con Takver, la relación entre ellos, había permanecido enteramente viva durante los cuatro años de ausencia. Los dos habían sufrido, intensamente, pero a ninguno se le hubiera ocurrido sustraerse al sufrimiento negando el compromiso.

Porque en última instancia, pensó ahora, acostado al calor del sueño de Takver, era la felicidad lo que ambos buscaban, la plenitud del ser. Al sustraerse al sufrimiento, uno se sustrae también a la felicidad posible. El placer uno puede conseguirlo, o los placeres, pero no le servirá de nada. No sabrá lo que es el retorno al hogar.

Takver suspiró levemente en sueños, como si aprobara, y se dio vuelta, persiguiendo algún sueño apacible.

La realización, reflexionó Shevek, es una función del tiempo. La búsqueda de placer es circular, repetitiva, atemporal. La variedad que persigue el espectador, el cazador de emociones, el sexualmente promiscuo, siempre concluye en el mismo lugar. Tiene un final. Llega al final y tiene que volver a empezar. No es un viaje y un retorno, sino un ciclo cerrado, un claustro, una celda.

Fuera del claustro está el paisaje del tiempo, en el que es posible, con suerte y coraje, construir los frágiles, provisorios e improbables caminos y ciudades de la fidelidad; un paisaje habitable para seres humanos.

Ningún acto es verdaderamente humano hasta que ocurre dentro del paisaje del pasado y el futuro. La lealtad, que consolida la continuidad del pasado y el futuro, unificando el tiempo en una totalidad, es la raíz de la fortaleza humana; no se obtiene ningún bien si se prescinde de ella.

Así, recordando los últimos cuatro años, Shevek los vio no como desperdiciados, sino como una parte del edificio que él y Takver estaban construyendo con sus vidas. Lo bueno de trabajar con el tiempo, y no contra él, pensó, es que nunca es tiempo perdido. Hasta el dolor cuenta.

Capítulo 11

Rodarred, la antigua capital de la Provincia de Avan, era una ciudad puntiaguda: un bosque de pinos, y por encima de las copas de los pinos, un bosque de torres más etéreas. Las calles eran oscuras y estrechas, mohosas, y a menudo veladas por la bruma a la sombra de los árboles. Sólo desde los siete puentes del otro lado del río se alcanzaban a ver las cúpulas de las torres. Algunas tenían centenares de pies de altura, otras parecían brotes raquíticos, como casas comunes desgargoladas. Algunas eran de piedra, otras de porcelana, mosaico, láminas de vidrio de color, revestidas de cobre, estaño, oro, ornamentadas de manera inverosímil, sutiles, rutilantes. En aquellas calles alucinatorias y encantadoras estaba instalado, y desde hacía trescientos años, el Consejo Urrasti de Gobiernos Mundiales. Numerosas embajadas y consulados ante el CGM y ante el gobierno de A-Io también se apiñaban en Rodarred, a sólo una hora de viaje desde Nio Esseia, la sede del gobierno nacional.

La Embajada Terrana ante el CGM estaba alojada en el Castillo de la Ribera, un edificio agazapado entre el camino de Nio y el río, y que proyectaba hacia arriba una sola torre achaparrada, de tejado cuadrangular y troneras laterales, semejantes a ojos entornados. Los muros habían soportado durante cuatrocientos años los embates de las armas y los vientos. Los árboles se amontonaban, oscuros, del lado de la orilla, y tendido entre ellos un puente levadizo cruzaba un foso. El puente levadizo estaba bajo, y los portones abiertos. El foso, el río, la hierba verde, los muros ennegrecidos, la bandera que flameaba en lo alto de la torre, todo centelleó brumosamente cuando el sol irrumpió entre la neblina que flotaba sobre el río, y las campanas de todas las torres de Rodarred tañeron en la larga, aberrante y armoniosa tarea de dar las siete.

Detrás del muy moderno escritorio en la sala de recepción del castillo, un funcionario estaba ocupado en un tremendo bostezo.

—No abrimos hasta las ocho —dijo con voz hueca.

—Quiero ver al Embajador.

—El Embajador está tomando el desayuno. Tendrá que concertar una entrevista. —El empleado se frotó los ojos acuosos y por primera vez vio con claridad al visitante. Lo miró perplejo, movió varias veces la mandíbula, y dijo—: ¿Quién es usted? ¿Dónde...? ¿Qué desea?

—Quiero ver al Embajador.

—Un momento —dijo el empleado en el más puro acento iótico, sin dejar de mirarlo, y estiró la mano hacia un teléfono.

Un automóvil se había detenido a la entrada del puente levadizo, en la puerta de la embajada, y varios hombres se apeaban ahora, los galones metálicos de las chaquetas negras resplandecientes a la luz del sol. Otros dos nombres acababan de entrar en el vestíbulo desde el cuerpo principal del edificio, conversando: hombres de aspecto extraño, vestidos con ropas extrañas. Shevek se movió de prisa alrededor del escritorio, hacía ellos, tratando de correr.

—¡Ayúdenme! —dijo.

Los hombres lo miraron, alarmados. Uno retrocedió, arrugando el ceño. El otro miró más allá de Shevek hacia el grupo uniformado que acababa de entrar en la embajada.

—Aquí dentro —dijo con frialdad, tomó el brazo de Shevek y se encerró con él en una pequeña oficina lateral, con dos pasos y un movimiento de la mano, tan preciso como un bailarín—. ¿ Qué pasa? ¿ Es usted de Nio Esseia?

—Quiero ver al Embajador.

—¿Es usted uno de los huelguistas?

—Shevek. Mi nombre es Shevek. De Anarres.

Los ojos del extraño relampaguearon, brillantes, inteligentes, en la cara de color negro azabache.

—¡Mi dios! —dijo el terrano en un murmullo, y en seguida en iótico—: ¿Está usted pidiendo asilo?

—No sé. Yo...

—Venga conmigo, doctor Shevek. Lo llevaré a un lugar donde podrá sentarse.

Hubo salones, escalinatas, la mano del hombre negro en el brazo de Shevek.

Alguien trató de sacarle el gabán. Shevek se defendió, temiendo que le buscasen la libreta de notas en el bolsillo de la camisa. Alguien habló con tono autoritario en una lengua extranjera. Otra voz le dijo:

—Cálmese. Trata de averiguar si está usted herido. Tiene el gabán ensangrentado.

—Otro hombre —dijo Shevek—. La sangre de otro hombre.

Logró incorporarse, aunque la cabeza le daba vueltas. Estaba sobre un diván, en una habitación espaciosa, soleada; aparentemente se había desmayado. Un par de hombres y una mujer lo observaban de cerca. Los miró sin comprender.

—Está usted en la Embajada de Terra, doctor Shevek, en suelo terrano. Perfectamente a salvo. Puede quedarse todo el tiempo que quiera.

La tez de la mujer era pardo-amarillenta, como tierra ferruginosa, y completamente lampiña, excepto en el cráneo. Las facciones eran extrañas e infantiles, la boca pequeña, la nariz de puente bajo, los ojos de párpados pesados y alargados, las mejillas y la barbilla redondeadas, con almohadillas de grasa. Toda la figura era redondeada, flexible, infantil.

—Aquí está a salvo —repitió ella.

Él trató de hablar, pero no pudo. Uno de los hombres le puso una mano en el pecho empujándolo con gentileza, diciendo:

—Acuéstese, acuéstese.

Shevek volvió a acostarse, pero murmuró:

—Quiero ver al Embajador.

—Yo soy el Embajador. Mi nombre es Keng. Nos alegra que haya acudido a nosotros. Aquí está seguro. Descanse ahora, por favor, doctor Shevek, más tarde hablaremos. No hay ninguna prisa. —La voz tenía una calidad extraña, cadenciosa, pero era grave y aterciopelada, como la voz de Takver.

—Takver —dijo Shevek en su propio idioma—, no sé qué hacer.