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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (55)

Los desposeídos (55)

—¡En contra de las recomendaciones del Consejo, y de la Federación de la Defensa, y del voto mayoritario de la-Lista!

—Sí —dijo Bedap mirando de arriba abajo al que había hablado pero sin impugnar la interrupción. No había normas cíe procedimiento en las reuniones de la CPD. Algunas veces las interrupciones eran más frecuentes que las mociones. Comparar aquellas asambleas con una conferencia ejecutiva bien organizada era como comparar una loncha de carne cruda con el diagrama de un dispositivo electrónico. Aunque la carne cruda funciona mejor que cualquier dispositivo electrónico en el lugar que le corresponde: el cuerpo de un animal vivo.

Bedap conocía a todos los que se le oponían en el Consejo de Importación y Exportación; hacía tres años que iba a las reuniones y discutía con ellos. Este opositor era nuevo, un hombre joven, sin duda uno de los elegidos por sorteo para integrar la CPD. Bedap lo examinó con una mirada indulgente y prosiguió:

—No resucitemos las viejas discusiones, ¿eh? Propongo una nueva. Hemos recibido un mensaje interesante de un grupo en Urras. Vino por la longitud de onda que usan nuestros contactos ioti, pero no llegó en las horas programadas, era una señal débil. Parece que la enviaron desde un país llamado Benbili, no desde A-Io. El grupo se llama a sí mismo «La Sociedad Odoniana». Se trata al parecer de odonianos posteriores a la Emigración, que sobreviven de alguna manera al margen de las leyes y los gobiernos de Urras. El mensaje venía dirigido a «los hermanos de Anarres». Podéis leerlo en el boletín del Sindicato, es interesante. Preguntan si podríamos permitirles que mandaran gente aquí.

—¿Mandar gente aquí? ¿Dejar que vengan aquí los urrasti? ¿Espías?

—No, como inmigrantes.

—¿Quieren que se abra la inmigración, es eso, Bedap?

—Dicen que el gobierno los persigue, y tienen la esperanza...

—¿De que se reabra la inmigración? ¿A cualquier aprovechado que se llame a sí mismo odoniano?

Sería difícil describir un debate administrativo anarresti; era un proceso que se desarrollaba muy rápidamente, varias personas hablaban a menudo a la vez, pero sin largos parlamentos, matizados por frecuentes sarcasmos, y dejando muchas cosas sin decir; prevalecía el tono emocional, y a menudo intensamente personal; se llegaba a un fin, pero a ninguna conclusión. Era como una discusión entre hermanos, o entre los pensamientos de una mente indecisa.

—Si permitimos que esos supuestos odonianos vengan aquí, ¿cómo se proponen llegar?

La que había hablado era la adversaria que Bedap más temía, una mujer fría e inteligente llamada Rulag. Durante todo el año no había tenido una enemiga más sutil en el Consejo. Bedap miró de reojo a Shevek, que asistía al Consejo por primera vez, tratando de llamarle la atención. Alguien le había dicho a Bedap que Rulag era ingeniera, y había encontrado en ella la claridad y el pragmatismo mentales del ingeniero, sumados al odio del mecánico por las irregularidades y complejidades. Se oponía a cada una de las mociones del Sindicato de Iniciativas, y hasta le negaba el derecho de existir. Los argumentos eran buenos, y Bedap la respetaba. A veces, cuando ella hablaba de la fuerza de Urras, y del peligro de negociar con los fuertes desde una posición de debilidad, Bedap le creía.

Porque había momentos en que Bedap se preguntaba interiormente si él y Shevek, cuando se reunían en el invierno del 68 a discutir la posibilidad de que un científico frustrado imprimiese él mismo sus trabajos y se los comunicara a los físicos de Urras, no habrían puesto en marcha una cadena de acontecimientos que ya nadie podía dominar. Cuando al fin se comunicaron por radio, los urrasti se habían mostrado más ansiosos de lo que ellos esperaban: querían hablar, intercambiar información. En uno y otro mundo se prestaba a los odonianos una atención excesiva y para ellos incómoda. Cuando el enemigo te abraza con entusiasmo y tus conciudadanos te rechazan con encono, es difícil que no te preguntes si no eres, en realidad, un traidor.

—Supongo que llegarían en uno de los cargueros —replicó—. Como buenos odonianos, viajarán con quien acepte traerlos. Si el gobierno de allí o el Consejo de Gobiernos Mundiales lo permitiese. ¿Lo permitirían? ¿Los arquistas ayudarían a los anarquistas? Me gustaría averiguarlo. Si invitásemos a un grupo pequeño, seis u ocho, de esa gente, ¿qué pasaría?

—Una curiosidad laudable —dijo Rulag—. Conoceríamos mejor el peligro, sin duda, si estuviéramos mejor enterados de cómo están las cosas en Urras. Pero lo peligroso es averiguarlo. —La mujer se levantó para indicar que quería hablar más extensamente, no sólo un par de frases. Bedap tuvo un sobresalto y volvió a mirar a Shevek, que estaba sentado junto a él—. Ojo con ésta —le advirtió en voz baja. Shevek no contestó, pero por lo general era reservado y tímido en las asambleas, y nunca intervenía a menos que algo lo conmoviese, en cuyo caso era un orador sorprendentemente bueno. Seguía sentado mirándose las manos. Pero cuando Rulag empezó a hablar, Bedap notó que si bien se dirigía a él, no dejaba de mirar a Shevek.

—Tu Sindicato de Iniciativas —dijo, poniendo énfasis en el adjetivo— se ha permitido construir un transmisor, emitir y recibir mensajes, y publicar las comunicaciones. Habéis hecho todo esto en contra de la opinión de la mayoría de la CPD, y las protestas crecientes de la Fraternidad. No ha habido aún represalias contra tu equipo ni contra ti, principalmente, creo, porque nosotros como odonianos no estamos acostumbrados a la idea de que alguien adopte una conducta perjudicial para los demás y la mantenga a pesar de las advertencias y de las protestas. Es un hecho insólito. En realidad, sois los primeros que os comportáis como los críticos arquistas siempre pronosticaron que se comportarían los miembros de una sociedad sin leyes: con una irresponsabilidad total por el bienestar de la sociedad. No entraré una vez más en los pormenores de los males que ya habéis causado, al revelar información científica a un enemigo poderoso, la confesión de nuestra debilidad, implícita en cada una de vuestras transmisiones a Urras. Pero ahora, suponiendo que nos hemos acostumbrado a todo eso, estáis proponiendo algo mucho peor. ¿Cuál es la diferencia, diréis, entre hablar con unos pocos urrasti por onda corta y hablar también con unos pocos aquí en Abbenay? ¿Cuál es la diferencia? ¿Cuál es la diferencia entre una puerta cerrada y una puerta abierta? Abramos la puerta... eso es lo que está diciendo, sabéis, ammari. Abramos la puerta, ¡dejemos venir a los urrasti! Seis u ocho seudo-odonianos ioti en el próximo carguero. Sesenta u ochenta aprovechados ioti en el siguiente, a vigilarnos y ver de qué manera pueden repartirnos como una propiedad entre las naciones de Urras. Y en el viaje siguiente serán seiscientas u ochocientas naves de guerra: cañones, soldados, una fuerza de ocupación. El final de Anarres, el final de la Promesa. Nuestra esperanza reside, ha residido durante ciento setenta años, en las Cláusulas del Convenio de Colonización, entonces, o siempre. Nada de contactos. Renunciar ahora a ese principio es decir a los tiranos que un día conocieron la derrota: ¡El experimento ha fracasado, venid y esclavizadnos de nuevo!

—No, no es eso —dijo Bedap rápidamente—. El mensaje es inequívoco. El experimento ha triunfado, somos fuertes ahora y podemos enfrentarnos como iguales.

El debate prosiguió así: un rápido martilleo de mociones. No duró mucho. No hubo votación, como de costumbre. Casi todos los presentes estaban resueltamente a favor de atenerse a las Cláusulas del Convenio de Colonización, y tan pronto como esto quedó claro, Bedap dijo:

—Está bien, doy por terminado el asunto. Nadie vendrá aquí en el Fuerte Kuieo ni en el Alerta, En la cuestión de traer urrasti a Anarres, las aspiraciones del Sindicato tienen que ceder lógicamente a la opinión de la sociedad en conjunto; solicitamos vuestro consejo, y nos atendremos a él. Pero hay otro aspecto de la misma cuestión. ¿Shevek?

—Bueno, está la cuestión —dijo Shevek— de mandar un anarresti a Urras.

Hubo exclamaciones y preguntas. Shevek no levantó la voz, que no era mucho más que un murmullo, pero insistió:

—No significaría ningún perjuicio ni ninguna amenaza para nadie que viva en Anarres. Y parece ser parte del derecho del individuo: una prueba de ese derecho, en realidad. Las Cláusulas del Convenio de Colonización no lo prohíben. Prohibirlo ahora sería de parte de la CPD una actitud autoritaria, limitar el derecho del individuo odoniano a llevar a cabo cualquier cosa que no dañe a los demás.

Rulag adelantó el cuerpo en la silla. Sonreía un poco.

—Cualquiera puede irse de Anarres —dijo. Los ojos claros miraban alternativamente a Shevek y a Bedap—. Puede irse cuando quiera, si los cargueros del propietariado quieren llevarlo. No puede volver.

—¿Quién dice que no puede? —inquirió Bedap.

—La cláusula que estipula el Cierre de la Colonización. Nadie está autorizado a alejarse de las naves cargueras más allá de los límites del Puerto de Anarres.

—Bueno, pero eso regía seguramente para los urrasti, no para los anarresti —dijo un viejo consejero, Ferdaz, que gustaba de meter el remo aun cuando desviara la barca del curso que él deseaba.

—Una persona que viene de Urras es un urrasti —dijo Rulag.

—¡Legalismos, legalismos! ¿A qué viene toda esta retórica? —dijo una mujer tranquila, pesada, llamada Trepil.

—¡Retórica! —vociferó, el miembro nuevo, el joven. Tenía acento de Levante del Norte y una voz profunda, vibrante—. Si no te gusta la retórica, escucha esto. Si hay algunos aquí que no estén contentos en Anarres, que se vayan. Yo los ayudaré. Yo los llevaré al Puerto, ¡hasta los meteré en la nave a puntapiés! Pero si tratan de volver a husmear, habrá algunos de nosotros allí, esperándolos. Algunos odonianos verdaderos. Y no nos van a encontrar sonrientes y diciendo: «Bienvenidos a casa, hermanos». Se encontrarán con los dientes atravesados en las gargantas y las pelotas hundidas a patadas en las barrigas. ¿Lo entendéis? ¿Es bastante claro para vosotros?

—Claro, no; vulgar, sí. Vulgar como una ventosidad —dijo Bedap—. La claridad es una función del pensamiento. Tendrías que aprender un poco de odonianismo antes de hablar aquí.

—¡Tú no eres digno de mencionar el nombre de Odo! —vociferó el hombre joven—. Vosotros sois unos traidores, ¡tú y todo tu Sindicato! Hay en toda Anarres gente que os vigila. ¿Crees que no sabemos que a Shevek lo han invitado a ir a Urras a que vaya a vender la ciencia anarresti a los aprovechados? ¿Crees que no sabemos que todos vosotros, banda de llorones, estaríais encantados de ir allí y vivir en la riqueza y dejar que el propietariado os dé palmaditas en la espalda? ¡Podéis iros! ¡No perderemos nada! Pero si tratáis de volver, ¡sabréis lo que es la justicia!

Estaba de pie y se inclinaba sobre la mesa, gritando directamente en la cara de Bedap. Bedap lo miró y dijo:

—No es justicia lo que quieres decir, sino castigo. ¿Crees que son lo mismo?

—Lo que quiere decir es violencia —dijo Rulag—. Y si hay violencia, tú la habrás provocado. Tú y tu sindicato. Y la habréis merecido.

Un hombre delgado, menudo, de edad mediana sentado junto a Trepil empezó a hablar, al principio en voz tan queda, tan enronquecida por la tos del polvo, que pocos alcanzaron a oírlo. Era el delegado visitante de un sindicato minero del Sudoeste, que no tenía por que opinar en este asunto.

—...lo que los hombres merecen —estaba diciendo—. Porque cada uno de nosotros lo merece todo, todos los lujos que alguna vez estuvieron acumulados en las tumbas de los reyes muertos, y cada uno de nosotros no merece nada, ni un bocado de pan cuando tiene hambre. ¿Acaso no hemos comido cuando otros sufrían hambre? ¿Nos castigaréis por eso? ¿Nos premiaréis por la virtud de pasar hambre mientras otros comían? Ningún hombre gana el castigo, ningún hombre gana la recompensa. Libera tu mente de la idea demerecer, la idea de obtener y empezarás a ser capaz de pensar.


Los desposeídos (55)

—¡En contra de las recomendaciones del Consejo, y de la Federación de la Defensa, y del voto mayoritario de la-Lista!

—Sí —dijo Bedap mirando de arriba abajo al que había hablado pero sin impugnar la interrupción. No había normas cíe procedimiento en las reuniones de la CPD. Algunas veces las interrupciones eran más frecuentes que las mociones. Comparar aquellas asambleas con una conferencia ejecutiva bien organizada era como comparar una loncha de carne cruda con el diagrama de un dispositivo electrónico. Aunque la carne cruda funciona mejor que cualquier dispositivo electrónico en el lugar que le corresponde: el cuerpo de un animal vivo.

Bedap conocía a todos los que se le oponían en el Consejo de Importación y Exportación; hacía tres años que iba a las reuniones y discutía con ellos. Este opositor era nuevo, un hombre joven, sin duda uno de los elegidos por sorteo para integrar la CPD. Bedap lo examinó con una mirada indulgente y prosiguió:

—No resucitemos las viejas discusiones, ¿eh? Propongo una nueva. Hemos recibido un mensaje interesante de un grupo en Urras. Vino por la longitud de onda que usan nuestros contactos ioti, pero no llegó en las horas programadas, era una señal débil. Parece que la enviaron desde un país llamado Benbili, no desde A-Io. El grupo se llama a sí mismo «La Sociedad Odoniana». Se trata al parecer de odonianos posteriores a la Emigración, que sobreviven de alguna manera al margen de las leyes y los gobiernos de Urras. El mensaje venía dirigido a «los hermanos de Anarres». Podéis leerlo en el boletín del Sindicato, es interesante. Preguntan si podríamos permitirles que mandaran gente aquí.

—¿Mandar gente aquí? ¿Dejar que vengan aquí los urrasti? ¿Espías?

—No, como inmigrantes.

—¿Quieren que se abra la inmigración, es eso, Bedap?

—Dicen que el gobierno los persigue, y tienen la esperanza...

—¿De que se reabra la inmigración? ¿A cualquier aprovechado que se llame a sí mismo odoniano?

Sería difícil describir un debate administrativo anarresti; era un proceso que se desarrollaba muy rápidamente, varias personas hablaban a menudo a la vez, pero sin largos parlamentos, matizados por frecuentes sarcasmos, y dejando muchas cosas sin decir; prevalecía el tono emocional, y a menudo intensamente personal; se llegaba a un fin, pero a ninguna conclusión. Era como una discusión entre hermanos, o entre los pensamientos de una mente indecisa.

—Si permitimos que esos supuestos odonianos vengan aquí, ¿cómo se proponen llegar?

La que había hablado era la adversaria que Bedap más temía, una mujer fría e inteligente llamada Rulag. Durante todo el año no había tenido una enemiga más sutil en el Consejo. Bedap miró de reojo a Shevek, que asistía al Consejo por primera vez, tratando de llamarle la atención. Alguien le había dicho a Bedap que Rulag era ingeniera, y había encontrado en ella la claridad y el pragmatismo mentales del ingeniero, sumados al odio del mecánico por las irregularidades y complejidades. Se oponía a cada una de las mociones del Sindicato de Iniciativas, y hasta le negaba el derecho de existir. Los argumentos eran buenos, y Bedap la respetaba. A veces, cuando ella hablaba de la fuerza de Urras, y del peligro de negociar con los fuertes desde una posición de debilidad, Bedap le creía.

Porque había momentos en que Bedap se preguntaba interiormente si él y Shevek, cuando se reunían en el invierno del 68 a discutir la posibilidad de que un científico frustrado imprimiese él mismo sus trabajos y se los comunicara a los físicos de Urras, no habrían puesto en marcha una cadena de acontecimientos que ya nadie podía dominar. Cuando al fin se comunicaron por radio, los urrasti se habían mostrado más ansiosos de lo que ellos esperaban: querían hablar, intercambiar información. En uno y otro mundo se prestaba a los odonianos una atención excesiva y para ellos incómoda. Cuando el enemigo te abraza con entusiasmo y tus conciudadanos te rechazan con encono, es difícil que no te preguntes si no eres, en realidad, un traidor.

—Supongo que llegarían en uno de los cargueros —replicó—. Como buenos odonianos, viajarán con quien acepte traerlos. Si el gobierno de allí o el Consejo de Gobiernos Mundiales lo permitiese. ¿Lo permitirían? ¿Los arquistas ayudarían a los anarquistas? Me gustaría averiguarlo. Si invitásemos a un grupo pequeño, seis u ocho, de esa gente, ¿qué pasaría?

—Una curiosidad laudable —dijo Rulag—. Conoceríamos mejor el peligro, sin duda, si estuviéramos mejor enterados de cómo están las cosas en Urras. Pero lo peligroso es averiguarlo. —La mujer se levantó para indicar que quería hablar más extensamente, no sólo un par de frases. Bedap tuvo un sobresalto y volvió a mirar a Shevek, que estaba sentado junto a él—. Ojo con ésta —le advirtió en voz baja. Shevek no contestó, pero por lo general era reservado y tímido en las asambleas, y nunca intervenía a menos que algo lo conmoviese, en cuyo caso era un orador sorprendentemente bueno. Seguía sentado mirándose las manos. Pero cuando Rulag empezó a hablar, Bedap notó que si bien se dirigía a él, no dejaba de mirar a Shevek.

—Tu Sindicato de Iniciativas —dijo, poniendo énfasis en el adjetivo— se ha permitido construir un transmisor, emitir y recibir mensajes, y publicar las comunicaciones. Habéis hecho todo esto en contra de la opinión de la mayoría de la CPD, y las protestas crecientes de la Fraternidad. No ha habido aún represalias contra tu equipo ni contra ti, principalmente, creo, porque nosotros como odonianos no estamos acostumbrados a la idea de que alguien adopte una conducta perjudicial para los demás y la mantenga a pesar de las advertencias y de las protestas. Es un hecho insólito. En realidad, sois los primeros que os comportáis como los críticos arquistas siempre pronosticaron que se comportarían los miembros de una sociedad sin leyes: con una irresponsabilidad total por el bienestar de la sociedad. No entraré una vez más en los pormenores de los males que ya habéis causado, al revelar información científica a un enemigo poderoso, la confesión de nuestra debilidad, implícita en cada una de vuestras transmisiones a Urras. Pero ahora, suponiendo que nos hemos acostumbrado a todo eso, estáis proponiendo algo mucho peor. ¿Cuál es la diferencia, diréis, entre hablar con unos pocos urrasti por onda corta y hablar también con unos pocos aquí en Abbenay? ¿Cuál es la diferencia? ¿Cuál es la diferencia entre una puerta cerrada y una puerta abierta? Abramos la puerta... eso es lo que está diciendo, sabéis, ammari. Abramos la puerta, ¡dejemos venir a los urrasti! Seis u ocho seudo-odonianos ioti en el próximo carguero. Sesenta u ochenta aprovechados ioti en el siguiente, a vigilarnos y ver de qué manera pueden repartirnos como una propiedad entre las naciones de Urras. Y en el viaje siguiente serán seiscientas u ochocientas naves de guerra: cañones, soldados, una fuerza de ocupación. El final de Anarres, el final de la Promesa. Nuestra esperanza reside, ha residido durante ciento setenta años, en las Cláusulas del Convenio de Colonización, entonces, o siempre. Nada de contactos. Renunciar ahora a ese principio es decir a los tiranos que un día conocieron la derrota: ¡El experimento ha fracasado, venid y esclavizadnos de nuevo!

—No, no es eso —dijo Bedap rápidamente—. El mensaje es inequívoco. El experimento ha triunfado, somos fuertes ahora y podemos enfrentarnos como iguales.

El debate prosiguió así: un rápido martilleo de mociones. No duró mucho. No hubo votación, como de costumbre. Casi todos los presentes estaban resueltamente a favor de atenerse a las Cláusulas del Convenio de Colonización, y tan pronto como esto quedó claro, Bedap dijo:

—Está bien, doy por terminado el asunto. Nadie vendrá aquí en el Fuerte Kuieo ni en el Alerta, En la cuestión de traer urrasti a Anarres, las aspiraciones del Sindicato tienen que ceder lógicamente a la opinión de la sociedad en conjunto; solicitamos vuestro consejo, y nos atendremos a él. Pero hay otro aspecto de la misma cuestión. ¿Shevek?

—Bueno, está la cuestión —dijo Shevek— de mandar un anarresti a Urras.

Hubo exclamaciones y preguntas. Shevek no levantó la voz, que no era mucho más que un murmullo, pero insistió:

—No significaría ningún perjuicio ni ninguna amenaza para nadie que viva en Anarres. Y parece ser parte del derecho del individuo: una prueba de ese derecho, en realidad. Las Cláusulas del Convenio de Colonización no lo prohíben. Prohibirlo ahora sería de parte de la CPD una actitud autoritaria, limitar el derecho del individuo odoniano a llevar a cabo cualquier cosa que no dañe a los demás.

Rulag adelantó el cuerpo en la silla. Sonreía un poco.

—Cualquiera puede irse de Anarres —dijo. Los ojos claros miraban alternativamente a Shevek y a Bedap—. Puede irse cuando quiera, si los cargueros del propietariado quieren llevarlo. No puede volver.

—¿Quién dice que no puede? —inquirió Bedap.

—La cláusula que estipula el Cierre de la Colonización. Nadie está autorizado a alejarse de las naves cargueras más allá de los límites del Puerto de Anarres.

—Bueno, pero eso regía seguramente para los urrasti, no para los anarresti —dijo un viejo consejero, Ferdaz, que gustaba de meter el remo aun cuando desviara la barca del curso que él deseaba.

—Una persona que viene de Urras es un urrasti —dijo Rulag.

—¡Legalismos, legalismos! ¿A qué viene toda esta retórica? —dijo una mujer tranquila, pesada, llamada Trepil.

—¡Retórica! —vociferó, el miembro nuevo, el joven. Tenía acento de Levante del Norte y una voz profunda, vibrante—. Si no te gusta la retórica, escucha esto. Si hay algunos aquí que no estén contentos en Anarres, que se vayan. Yo los ayudaré. Yo los llevaré al Puerto, ¡hasta los meteré en la nave a puntapiés! Pero si tratan de volver a husmear, habrá algunos de nosotros allí, esperándolos. Algunos odonianos verdaderos. Y no nos van a encontrar sonrientes y diciendo: «Bienvenidos a casa, hermanos». Se encontrarán con los dientes atravesados en las gargantas y las pelotas hundidas a patadas en las barrigas. ¿Lo entendéis? ¿Es bastante claro para vosotros?

—Claro, no; vulgar, sí. Vulgar como una ventosidad —dijo Bedap—. La claridad es una función del pensamiento. Tendrías que aprender un poco de odonianismo antes de hablar aquí.

—¡Tú no eres digno de mencionar el nombre de Odo! —vociferó el hombre joven—. Vosotros sois unos traidores, ¡tú y todo tu Sindicato! Hay en toda Anarres gente que os vigila. ¿Crees que no sabemos que a Shevek lo han invitado a ir a Urras a que vaya a vender la ciencia anarresti a los aprovechados? ¿Crees que no sabemos que todos vosotros, banda de llorones, estaríais encantados de ir allí y vivir en la riqueza y dejar que el propietariado os dé palmaditas en la espalda? ¡Podéis iros! ¡No perderemos nada! Pero si tratáis de volver, ¡sabréis lo que es la justicia!

Estaba de pie y se inclinaba sobre la mesa, gritando directamente en la cara de Bedap. Bedap lo miró y dijo:

—No es justicia lo que quieres decir, sino castigo. ¿Crees que son lo mismo?

—Lo que quiere decir es violencia —dijo Rulag—. Y si hay violencia, tú la habrás provocado. Tú y tu sindicato. Y la habréis merecido.

Un hombre delgado, menudo, de edad mediana sentado junto a Trepil empezó a hablar, al principio en voz tan queda, tan enronquecida por la tos del polvo, que pocos alcanzaron a oírlo. Era el delegado visitante de un sindicato minero del Sudoeste, que no tenía por que opinar en este asunto.

—...lo que los hombres merecen —estaba diciendo—. Porque cada uno de nosotros lo merece todo, todos los lujos que alguna vez estuvieron acumulados en las tumbas de los reyes muertos, y cada uno de nosotros no merece nada, ni un bocado de pan cuando tiene hambre. ¿Acaso no hemos comido cuando otros sufrían hambre? ¿Nos castigaréis por eso? ¿Nos premiaréis por la virtud de pasar hambre mientras otros comían? Ningún hombre gana el castigo, ningún hombre gana la recompensa. Libera tu mente de la idea demerecer, la idea de obtener y empezarás a ser capaz de pensar.