Los desposeídos (9)
Pero para la mayoría de las mujeres la única relación con un hombre es tener. Poseer o ser poseída.
—¿Piensas que en eso son distintas de los hombres?
—Lo sé. Lo que un hombre quiere es libertad. Lo que quiere una mujer es propiedad. Sólo te dejará partir si te puede canjear por otra cosa. Todas las mujeres son propietarias.
—Es abominable decir una cosa semejante de la mitad del género humano —dijo Shevek, preguntándose si el hombre tendría razón. Beshum se había lamentado amargamente cuando lo destinaron otra vez al Noroeste, se había enfurecido y había llorado, tratando de hacerle decir a Shevek que no podía vivir sin ella, e insistiendo en que ella no podía vivir sin él, y en que tendrían que ser compañeros, como sí ella pudiera quedarse con un hombre todo un año.
En el idioma que Shevek hablaba, el único que conocía, no existían expresiones coloquiales posesivas para el acto sexual. En právico no significaba absolutamente nada que un hombre dijese que había «tenido» a una mujer. La palabra de significado más aproximado y que también se empleaba secundariamente como una maldición, era especifica: significaba violar. El verbo usual se conjugaba únicamente con un sujeto plural, y sólo era posible traducirlo a una palabra neutra como copular. Significaba un acto realizado por dos personas, no algo que hacía o tenía una persona. Ninguno de esos referentes verbales podía expresar, ni mejor ni peor que cualquier otro, la totalidad de la experiencia, y aunque Shevek era consciente del área que quedaba fuera, no sabía muy bien en qué consistía. Era indudable que él mismo se había sentido dueño de Beshum, había tenido la impresión de poseerla, en algunas de esas noches estrelladas en la llanura. Y también Beshum había creído poseerlo. Pero se habían equivocado, los dos; y Beshum, a pesar de su sentimentalismo, lo sabía; por último se había despedido de él con un beso y una sonrisa, y lo había dejado partir. Beshum nunca lo había poseído. En aquel primer estallido de pasión sexual adulta, era el cuerpo de Shevek el que los había poseído, a él, y a ella. Pero eso era cosa del pasado. Ya nunca más (pensaba Shevek, a los dieciocho años, sentado a medianoche con un compañero de ruta en el paradero de camiones de ganga de estaño, frente a un vaso de una empalagosa bebida frutal, mientras esperaba incorporarse a alguna caravana que lo llevara al norte), ya nunca más volvería a ocurrir. Aún podían ocurrirle muchas cosas, pero ya no lo tomarían desprevenido por segunda vez, ya no volverían a abatirlo, a derrotarlo. La derrota, la rendición tenía sus propios éxtasis. Quizá Beshum misma no buscara otra cosa. ¿Y por qué habría de buscarla? Ella, libre, lo había liberado.
—No estoy de acuerdo, ¿sabes? —le dijo al carilargo Vokep, un químico agrícola que viajaba a Abbenay—. Creo que la mayoría de los hombres tienen que aprender a ser anarquistas. Las mujeres no necesitan aprender.
Vokep meneó torvamente la cabeza.
—Es por los críos —dijo—. El hecho de tener bebés. Las convierte a todas en propietarias. No te quieren soltar. —Suspiró.— Toca y huye, hermano, ésta es la norma. Nunca dejes que se apoderen de ti.
Shevek bebió el zumo de fruta y sonrió.
—No lo permitiré—dijo.
Volver al Instituto Regional, poder contemplar una vez más aquellas colinas bajas tachonadas de bronce por las hojas de las matas de holum, visitar los domicilios y dormitorios, las aulas, los talleres y laboratorios, todos los lugares en que había vivido hasta los trece años, era una verdadera felicidad. Para Shevek el retorno siempre sería tan importante como la partida. Partir no era suficiente, o lo era sólo a medias: necesitaba volver. En aquélla tendencia asomaba ya, tal vez, la naturaleza de la inmensa exploración que un día habría de emprender hasta más allá de los confines de lo inteligible. De no haber tenido la profunda certeza de que era posible volver (aun cuando no fuese él quien volviera), y de que en verdad, como en un periplo alrededor del globo, el retorno estaba implícito en la naturaleza misma del viaje, tal vez nunca se hubiera embarcado en aquella larga aventura. Nunca navegarás dos veces por el mismo río, ni volverás jamás al mismo punto de partida. Shevek lo sabía bien, ese principio era la base de su concepción del mundo. Más aún, a partir de él, del reconocimiento de la transitoriedad de todas las cosas, había desarrollado una vasta teoría según la cual la eternidad se manifiesta plenamente en aquello que más cambia, y tu relación con el río, y la relación del río contigo y consigo mismo es a la vez más compleja y menos inquietante que una mera carencia de identidad. Puedes volver al punto de partida, postula la Teoría Temporal General, siempre y cuando comprendas que el punto de partida es un fugar en el que nunca has estado.
Se sentía feliz, por lo tanto, de haber regresado a un lugar bastante parecido a aquel del que había partido o a aquel que había deseado encontrar. Pero tenía la impresión de que sus amigos de allí eran un tanto toscos. Shevek había crecido mucho, en aquel último año. Algunas de las chicas habían crecido a la par de él, o más que él quizá: se habían transformado en mujeres. Sin embargo evitaba cualquier contacto con ellas que no fuera meramente fortuito, porque a decir verdad no deseaba todavía verse metido en una nueva desmesura de sexo, tenía muchas otras cosas que hacer. Observó que las más inteligentes, como Rovab, mantenían una actitud a la vez casual y precavida; en los laboratorios y cuadrillas de trabajo se comportaban como buenas camaradas, pero nada más. Parecían deseosas de completar sus estudios para dedicarse a la investigación o para conseguir un trabajo que les gustase, antes de engendrar un hijo; pero la experimentación sexual con adolescentes ya no las satisfacía. Querían una relación madura, no un vínculo estéril; pero todavía no, no todavía.
Aquellas muchachas eran buenas compañeras, afables e independientes. Los muchachos de la edad de Shevek parecían estancados en un infantilismo que tenía algo de enmohecido y reseco. Eran excesivamente intelectuales. Al parecer no querían comprometerse, ni con el trabajo ni con el sexo. Al oír hablar a Tirin, uno habría imaginado que él mismo había inventado la copulación, pero todas sus relaciones eran con chicas de quince o dieciséis, se apartaba intimidado de las muchachas que tenían su misma edad. Bedap, que nunca había sido sexualmente muy activo, se conformaba con aceptar el homenaje de un chico más joven que sentía por él una pasión idealista homosexual. Parecía no tomar nada en serio; se había vuelto irónico y enigmático. Shevek lo sentía distante. No había amistades duraderas; hasta Tirin estaba demasiado concentrado en sí mismo, y en los últimos tiempos demasiado voluble, para poder reanudar el antiguo vínculo... si Shevek lo hubiese deseado. En realidad, no lo deseaba. Aceptó de todo corazón el aislamiento. Nunca se le ocurrió pensar que la reserva de Bedap y Tirin podía ser una reacción; que su carácter, bondadoso pero ya formidablemente hermético podía crear una atmósfera propia, una atmósfera que sólo alguien de una gran fortaleza o que sintiera por él una profunda devoción sería capaz de soportar. Todo cuanto advirtió fue que ahora, por fin, tenía tiempo de sobra para trabajar.
Allá en el Sudeste, una vez que se hubo habituado al esfuerzo físico incesante, cuando dejó de devanarse los sesos en la confección de mensajes cifrados, y de derrochar semen en sueños húmedos, había empezado a concebir ciertas ideas. Ahora tenía tiempo libre para elaborarlas, para ver si en ellas había algo.
El Decano de Física del Instituto era una mujer llamada Mitis, En ese entonces no era ella quien dirigía los cursos de física, ya que todos los puestos administrativos rotaban año tras año entre los veinte profesores permanentes, pero hacía treinta años que trabajaba allí y era la mente más lúcida del Instituto. Alrededor de Mitis siempre había una especie de claro psicológico, comparable al vacío que rodea la cima de una montaña, y que la ausencia total de autoritarismos y presiones ponía de manifiesto. Hay personas dotadas de una autoridad innata; algunos emperadores tienen trajes nuevos.
—Le mandé a Sabul, en Abbenay, el trabajo que escribiste sobre frecuencia relativa —le dijo a Shevek, con su tono habitual, brusco y afable—. ¿Quieres ver la respuesta?
Empujó por encima de la mesa un trocito de papel deshilachado, arrancado evidentemente de una hoja más grande. En él, garrapateada en caracteres diminutos, una ecuación:
ts -(R) =0
Shevek apoyó las manos sobre la mesa y estudió larga y concienzudamente el papelito. Tenía los ojos claros, y la luz de la ventana los inundaba de tanta claridad que parecían transparentes como el agua. Shevek tenía diecinueve años, Mitis cincuenta y cinco. Lo miraba con piedad y admiración.
—Esto es lo que falta —dijo Shevek. La mano buscó a tientas un lápiz sobre la mesa. Empezó a trazar signos en un trozo de papel. A medida que escribía, se le encendía el rostro incoloro, plateado por el vello cono y fino, y las orejas se le ponían rojas.
Mitis se desplazó en silencio por detrás de la mesa y se sentó. Tenía trastornos circulatorios en las piernas y necesitaba sentarse. El movimiento, sin embargo, importunó a Shevek. Alzó los ojos con una fría expresión de fastidio.
—Podré terminarlo dentro de un par de días.
—Sabul quiere ver los resultados.
Hubo una pausa. El rostro de Shevek había recobrado su color natural. Quería a Mitis entrañablemente, y volvía a sentir la presencia de ella.
—¿Por qué le mandaste el trabajo a Sabul? —le preguntó—. ¡Con tamaño agujero! —Sonrió; el placer de reparar mentalmente el agujero lo entusiasmaba.
—Pensé que él podría ver en qué te equivocaste. Yo no pude. Además, quería que viera lo que estás buscando... Querrá que vayas allá, a Abbenay, sabes.
El joven no respondió.
—¿Quieres ir?
—Todavía no.
—Lo suponía. Pero tendrás que ir. Por los libros, y por las mentes que allá podrás conocer. ¡ No vas a derrochar tu inteligencia en un desierto! —Mitis hablaba con una pasión súbita.— Tienes la obligación de buscar lo mejor, Shevek. No te dejes atrapar por un igualitarismo equívoco. Trabajarás con Sabul, él es bueno, te hará trabajar duro. Pero tendrás la libertad de buscar el camino que deseas. Quédate aquí otro período, y luego márchate. Y ten cuidado, en Abbenay. Cuida tu libertad. El poder es algo inherente a todo centro. Irás al centro. Yo no conozco bien a Sabul; no sé nada en contra de él; pero ten presente una cosa: serás su hombre.
En právico las formas singulares del posesivo eran empleadas principalmente para dar énfasis; el idioma común las evitaba. Los niños pequeños podían decir «mi madre», pero pronto aprendían a decir «la madre». Nunca decían «mi mano me duele», sino «me duele la mano», y así sucesivamente; nadie decía en právico «esto es mío y aquello es tuyo»; decían «yo uso esto y tú usas aquello». La afirmación de Mitis, «Serás su hombre» le sonaba extraña. Shevek la miró, sin comprender.
—Ahora tienes trabajo —dijo Mitis. Los ojos negros le relampaguearon, como de cólera.
—¡Hazlo! —Y se marchó, porque un grupo la estaba esperando en el laboratorio. Confundido, Shevek volvió a estudiar el trozo de papel garrapateado. Pensó que lo que Mitis le había querido decir era que se diese prisa y corrigiera las ecuaciones. Sólo mucho tiempo después comprendió lo que había tratado de decirle.
La víspera de su partida para Abbenay los compañeros de estudio le ofrecieron una fiesta de despedida. Las fiestas eran frecuentes, a menudo con pretextos triviales, pero a Shevek lo sorprendió el entusiasmo con que habían organizado ésta, y se preguntaba por qué. Como nadie influía en él, no se imaginaba que él pudiera influir en los otros; no pensaba que pudieran quererlo.
Era evidente que muchos habían reservado para la fiesta sus raciones de alimentos de varios días.