V
Cruzaba las nubes, águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de presa en la niebla solar, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparo del pecho forjado en tempestádes; en derredor, el silencio que hacen los rumores remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del cielo, dos estrellas mellizas derramando bálsamo invisible. Desgarró el silencio un chillido estridente que decía: «¡La Correspondencia!...» Y vislumbró Augusto la luz de un nuevo día.
«¿Sueño o vivo? —se preguntó embozándose en la manta—. ¿Soy águila o soy hombre? ¿Qué dirá el papel ese? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día consigo? ¿Se habrá tragado esta noche un terremoto a Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig? ¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, pues, un rato más.» Y diose media vuelta en la cama.
¡La Correspondencia!... ¡El vinagrero! Y luego un coche, y después un automóvil, y unos chiquillos después.
«¡Imposible! —volvió a decirse Augusto—. Esto es la vida que vuelve. Y con ella el amor... ¿Y qué es el amor? ¿No es acaso la destilación de todo esto? ¿No es el jugo del aburrimiento? Pensemos en Eugenia; la hora es propicia.»
Y cerró los ojos con el propósito de pensar en Eugenia. ¿Pensar?
Pero este pensamiento se le fue diluyendo, derritiéndosele, y al poco rato no era sino una polca. Es que un piano de manubrio se había parado al pie de la ventana de su cuarto y estaba sonando. Y el alma de Augusto repercutía notas, no pensaba.
«La esencia del mundo es musical —se dijo Augusto cuando murió la última nota del organillo—. Y mi Eugenia, ¿no es musical también? Toda ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí que la divina mañana, virginidad del día, me trae un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las matemáticas; la expresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización; entendámonos.»
Le interrumpió un golpecito a la puerta.
—¡Adelante!
—¿Llamaba, señorito? —dijo Domingo.
—¡Sí... el desayuno!
Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora.
«El amor aviva y anticipa el apetito —siguió diciéndose Augusto—. ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!»
Se levantó a tomar el desayuno.
—¿Qué tal tiempo hace, Domingo?
—Como siempre, señorito.
—Vamos, sí, ni bueno ni malo.
—¡Eso!
Era la teoría del criado, quien también se las tenía.
Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico.
Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla —se dijo—, si yo la había visto, si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata...! ¡Madre mía, ampárame!» Y al pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, la saludó aún más con los ojos que con el sombrero.
Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar con la portera.
«Es ella, sí, es ella —siguió diciéndose—, es ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo; aconséjame desde el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia...!»
Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: «El amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos.»
Le volvió a la realidad —¿a la realidad?— la sonrisa de Margarita.
—¿Y qué, no hay novedad? —le preguntó Augusto.
—Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto.
—¿No le preguntó nada al entregársela?
—Nada.
—¿Y hoy?
—Hoy, sí. Me preguntó por sus señas de usted, y si le conocía, y quién era. Me dijo que el señorito no se había acordado de poner la dirección de su casa. Y luego me dio un encargo...
—¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile.
—Me dijo que si volvía por acá le dijese que estaba comprometida, que tiene novio.
—¿Que tiene novio?
—Ya se lo dije yo, señorito.
—No importa, ¡lucharemos!
—Bueno, lucharemos.
—¿Me promete usted su ayuda, Margarita?
—Claro que sí.
—¡Pues venceremos!
Y se retiró. Fuese a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura, a oír cantar a los pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanle también como ruiseñores recuerdos alados de la infancia.
Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbre derretida y dulce sobre todas sus demás memorias.
De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido de incomprensión ante el misterio de la muerte.
Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su madre, y sin atreverse a volver la cara ni apartarla de la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con los ojos devoradores del coco.
Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la casa fue derritiendo los negrores.
Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Las butacas abrían, con intimidad de abuelos hechos niños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el cenicero con la ceniza del último puro que apuró su padre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del padre y de la madre, la viuda ya, hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una pierna cruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota, y ella, que era bajita, de pie a su lado y apoyando la mano, una mano fina que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse como paloma, en el hombro de su marido.
Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre de negro, con una sonrisa, que era el poso de las lágrimas de los primeros días de viudez, siempre en la boca y en torno de los ojos escudriñadores. «Tengo que vivir para ti, para ti solo —le decía por las noches, antes de acostarse—, Augusto.» Y este llevaba a sus sueños nocturnos un beso húmedo aún en lágrimas.
Como un sueño dulce se les iba la vida.
Por las noches le leía su madre algo, unas veces la vida del Santo, otras una novela de Julio Verne o algún cuento candoroso y sencillo. Y algunas veces hasta se reía, con una risa silenciosa y dulce que trascendía a lágrimas lejanas.
Luego entró al Instituto y por las noches era su madre quien le tomaba las lecciones. Y estudió para tomárselas. Estudió todos aquellos nombres raros de la historia universal, y solía decirle sonriendo: «Pero ¡cuántas barbaridades han podido hacer los hombres, Dios mío!» Estudió matemáticas, y en esto fue en lo que más sobresalió aqueIla dulce madre. «Si mi madre llega a dedicarse a las matemáticas...», se decía Augusto. Y recordaba el interés con que seguía el desarrollo de una ecuación de segundo grado. Estudió psicología, y esto era lo que más se le resistía. «Pero ¡qué ganas de complicar las cosas!», solía decir a esto. Estudió física y química a historia natural. De la historia natural lo que no le gustaba era aquellos motajos raros que se les da en ella a los animales y las plantas. La fisiología le causaba horror, y renunció a tomar sus lecciones a su hijo. Sólo con ver aquellas láminas que representaban el corazón o los pulmones al desnudo presentábasele la sanguinosa muerte de su marido. «Todo esto es muy feo, hijo mío —le decía—; no estudies médico. Lo mejor es no saber cómo se tienen las cosas de dentro.»
Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en brazos, le miró al bozo, y rompiendo en lágrimas exclamó: «¡Si viviese tu padre...!» Después le hizo sentarse sobre sus rodillas, de lo que él, un chicarrón ya, se sentía avergonzado, y así le tuvo, en silencio, mirando al cenicero de su difunto.
Y luego vino su carrera, sus amistades universitarias, y la melancolía de la pobre madre al ver que su hijo ensayaba las alas. «Yo para ti, yo para ti —solía decirle—, y tú, ¡quién sabe para qué otra!... Así es el mundo, hijo.» El día en que se recibió de licenciado en Derecho, su madre, al llegar él a casa, le tomó y besó la mano de una manera cómicamente grave, y luego, abrazándole, díjole al oído: «¡Tu padre te bendiga, hijo mío!»
Su madre jamás se acostaba hasta que él lo hubiese hecho, y le dejaba con un beso en la cama. No pudo, pues, nunca trasnochar. Y era su madre lo primero que veía al despertarse. Y en la mesa, de lo que él no comía, tampoco ella.
Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en silencio, bajo el cielo, pensando ella en su difunto y él pensando en lo que primero pasaba a sus ojos. Y ella le decía siempre las mismas cosas, cosas cotidianas, muy antiguas y siempre nuevas. Muchas de ellas empezaban así: «Cuando te cases...»
Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera linda, su madre miraba a Augusto con el rabillo del ojo.
Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se inmovilizaban. Soltó la mano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de aquellos años iguales.
Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el gorjear de los pájaros, pensando en Eugenia. Y Eugenia tenía novio. «Lo que temo, hijo mío —solía decirle su madre—, es cuando te encuentres con la primera espina en el camino de tu vida.» ¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!
«Si viviera mi madre encontraría solución a esto —se dijo Augusto—, que no es, después de todo, más difícil que una ecuación de segundo grado. Y no es, en el fondo, más que una ecuación de segundo grado.»
Unos débiles quejidos, como de un pobre animal, interrumpieron su soliloquio. Escudriñó con los ojos y acabó por descubrir, entre la verdura de un matorral, un pobre cachorrillo de perro que parecía buscar camino en tierra. «¡Pobrecillo! —se dijo—. Lo han dejado recién nacido a que muera; les faltó valor para matarlo.» Y lo recogió.
El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y volvióse a casa pensando: «Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lindo, muy lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano...!»
—Trae leche, Domingo; pero tráela pronto —le dijo al criado no bien este le hubo abierto la puerta.
—¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito?
—No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado.
—Vamos, sí, es expósito.
—Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.
Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué.
Y Orfeo fue en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretos de su amor a Eugenia.
«Mira, Orfeo -le decía silenciosamente—, tenemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre... Pero ya verás, ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?»
Fue melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella noche.