XV
—Pero ¿qué has hecho, chiquilla? —preguntó doña Ermelinda a su sobrina.
—¿Qué he hecho? Lo que usted, si es que tiene vergüenza, habría hecho en mi caso; estoy de ello segura. ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!
—Mira, chiquilla, es siempre mucho mejor que quieran comprarla a una que no es el que quieran venderla, no lo dudes.
—¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!
—Pero si no es eso, Eugenia, si no es eso. Lo ha hecho por generosidad, por heroísmo...
—No quiero héroes. Es decir, los que procuran serlo. Cuando el heroísmo viene por sí, naturalmente, ¡bueno! ; pero ¿por cálculo? ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí, a mí! Le digo a usted, tía, que me la ha de pagar. Me la ha de pagar ese...
—¿Ese... qué? ¡Vamos, acaba!
—Ese... panoli desaborido. Y para mí como si no existiera. ¡Como que no existe!
—Pero qué tonterías estás diciendo...
—¿Es que cree usted tía, que ese tío...?
—¿Quién, Fermín?
—No, ese... ese del canario, ¿tiene algo dentro?
—Tendrá por lo menos sus entrañas...
—Pero ¿usted cree que tiene entrañas? ¡Quiá! ¡Si es hueco, como si lo viera, hueco!
—Pero ven acá, chiquilla, hablemos fríamente y no digas ni hagas tonterías. Olvida eso. Yo creo que debes aceptarle...
—Pero si no le quiero, tía...
—Y tú ¿qué sabes lo que es querer? Careces de experiencia. Tú sabrás lo que es una fusa o una corchea, pero lo que es querer...
—Me parece, tía, que está usted hablando por hablar...
—¿Qué sabes tú lo que es querer, chiquilla?
—Pero si quiero a otro...
—¿A otro? ¿A ese gandul de Mauricio, a quien se le pasea el alma por el cuerpo? ¿A eso le llamas querer?, ¿a eso le llamas otro? Augusto es tu salvación y sólo Augusto. ¡Tan fino, tan rico, tan bueno...!
—Pues por eso no le quiero, porque es tan bueno como usted dice... No me gustan los hombres buenos.
—Ni a mí, hija, ni a mí, pero...
—¿Pero qué?
—Que hay que casarse con ellos. Para eso han nacido y son buenos, para maridos.
—Pero si no le quiero, ¿cómo he de casarme con él?
—¿Cómo? ¡Casándote! ¿No me casé yo con tu tío...?
—Pero, tía...
—Sí, ahora creo que sí, me parece que sí; pero cuando me casé no sé si le quería. Mira, eso del amor es una cosa de libros, algo que se ha inventado no más que para hablar y escribir de ello. Tonterías de poetas. Lo positivo es el matrimonio. El Código civil no habla del amor y sí del matrimonio. Todo eso del amor no es más que música...
—¿Música?
—Música, sí. Y ya sabes que la música apenas sirve sino para vivir de enseñarla, y que si no te aprovechas de una ocasión como esta que se te presenta vas a tardar en salir de tu purgatorio...
—Y ¿qué? ¿Les pido yo a ustedes algo? ¿No me gano por mí mi vida? ¿Les soy gravosa?
—No te sulfures así, polvorilla, ni digas esas cosas, porque vamos a reñir de veras. Nadie te habla de eso. Y todo lo que te digo y aconsejo es por tu bien.
—Sí, por mi bien... por mi bien... Por mi bien ha hecho el señor don Augusto Pérez esa hombrada, por mi bien... ¡Una hombrada, sí, una hombrada! ¡Quererme comprar...! ¡Quererme comprar a mí... a mí! ¡Una hombrada, lo dicho, una hombrada... una cosa de hombre! Los hombres, tía, ya lo voy viendo, son unos groseros, unos brutos, carecen de delicadeza. No saben hacer ni un favor sin ofender...
—¿Todos?
—¡Todos, sí todos! Los que son de veras hombres se entiende.
—¡Ah!
—Sí, porque los otros, los que no son groseros y brutos y egoístas, no son hombres.
—Pues ¿qué son?
—¡Qué sé yo... maricas!
—¡Vaya unas teorías, chiquilla!
—En esta casa hay que contagiarse.
—Pero eso no se lo has oído nunca a tu tío.
—No, se me ha ocurrido a mí observando a los hombres.
—¿También a tu tío?
—Mi tío no es un hombre... de esos.
—Entonces es un marica, ¿eh?, un marica. ¡Vamos, habla!
—No, no, no, tampoco. Mi tío es... vamos... mi tío... No me acostumbro del todo a que sea algo así... vamos... de carne y hueso.
—Pues ¿qué, qué crees de tu tío?
—Que no es más que... no sé cómo decirlo... que no es más que mi tío. Vamos, así como si no existiese de verdad.
—Eso te creerás tú, chiquilla. Pero yo te digo que tu tío existe, ¡vaya si existe!
—Brutos, todos brutos, brutos todos. ¿No sabe usted lo que ese bárbaro de Martín Rubio le dijo al pobre don Emeterio a los pocos días de quedarse este viudo?
—No lo he oído, creo.
—Pues verá usted; fue cuando la epidemia aquella, ya sabe usted. Todo el mundo estaba alarmadísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa en una porción de días y hasta tomaba el agua hervida. Todos huían los unos de los otros, y si se veía a alguien de luto reciente era como si estuviese apestado. Pues bien; a los cinco o seis días de haber enviudado el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto por supuesto, y se encontró de manos a boca con ese bárbaro de Martín. Este, al verle de luto, se mantuvo a cierta prudente distancia de él, como temiendo el contagio, y le dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?, ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí —le contestó el pobre don Emeterio—, acabo de perder a mi pobre mujer...» «¡Lástima! Y ¿cómo, cómo ha sido eso?» «De sobreparto», le dijo don Emeterio. «¡Ah, menos mal!, le contestó el bárbaro de Martín, y entonces se le acercó a darle la mano. ¡Habráse visto caballería mayor...! ¡Una hombrada! Le digo a usted que son unos brutos, nada más que unos brutos.
—Y es mejor que sean unos brutos que no unos holgazanes, como, por ejemplo, ese zanguango de Mauricio, que te tiene, yo no sé por qué, sorbido el seso... Porque según mis informes, y son de buena tinta, te lo aseguro, maldito si el muy bausán está de veras enamorado de ti...
—¡Pero lo estoy yo de él y basta!
—Y ¿te parece que ese... tu novio quiero decir... es de veras hombre? Si fuese hombre, hace tiempo que habría buscado salida y trabajo.
—Pues si no es hombre, quiero yo hacerle tal. Es verdad, tiene el defecto que usted dice, tía, pero acaso es por eso por lo que le quiero. Y ahora, después de la hombrada de don Augusto... ¡quererme comprar a mí, a mí!... después de eso estoy decidida a jugarme el todo por el todo casándome con Mauricio.
—Y ¿de qué vais a vivir, desgraciada?
—¡De lo que yo gane! Trabajaré, y más que ahora. Aceptaré lecciones que he rechazado. Así como así, he renunciado ya a esa casa, se la he regalado a don Augusto. Era un capricho, nada más que un capricho. Es la casa en que nací. Y ahora, libre ya de esa pesadilla de la casa y de su hipoteca, me pondré a trabajar con más ahínco. Y Mauricio, viéndome trabajar para los dos, no tendrá más remedio que buscar trabajo y trabajar él. Es decir, si tiene vergüenza...
—¿Y si no la tiene?
—Pues si no la tiene... ¡dependerá de mí!
—Sí, ¡el marido de la pianista!
—Y aunque así sea. Será mío, mío, y cuanto más de mí dependa, más mío.
—Sí, tuyo... pero como puede serlo un perro. Y eso se llama comprar un hombre.
—¿No ha querido un hombre, con su capital, comprarme? Pues ¿qué de extraño tiene que yo, una mujer, quiera, con mi trabajo, comprar un hombre?
—Todo esto que estás diciendo, chiquilla, se parece mucho a eso que tu tío llama feminismo.
—No sé, ni me importa saberlo. Pero le digo a usted, tía, que todavía no ha nacido el hombre que me pueda comprar a mí. ¿A mí?, ¿a mí?, ¿comprarme a mí?
En este punto de la conversación entró la criada a anunciar que don Augusto esperaba a la señora.
—¿Él? ¡Vete! Yo no quiero verle. Dile que le he dicho ya mi última palabra.
—Reflexiona un poco, chiquilla, cálmate; no lo tomes así. Tú no has sabido interpretar las intenciones de don Augusto.
Cuando Augusto se encontró ante doña Ermelinda empezó a darle sus excusas. Estaba, según decía, profundamente afectado; Eugenia no había sabido interpretar sus verdaderas intenciones. Él, por su parte, había cancelado formalmente la hipoteca de la casa y esta aparecía legalmente libre de semejante carga y en poder de su dueña. Y si ella se obstinaba en no recibir las rentas, él, por su parte, tampoco podía hacerlo; de manera que aquello se perdería sin provecho para nadie, o mejor dicho, iría depositándose a nombre de su dueña. Además, él renunciaba a sus pretensiones a la mano de Eugenia y sólo quería que esta fuese feliz; hasta se hallaba dispuesto a buscar una buena colocación a Mauricio para que no tuviese que vivir de las rentas de su mujer.
—¡Tiene usted un corazón de oro! —exclamó doña Ermelinda.
—Ahora sólo falta, señora, que convenza a su sobrina de cuáles han sido mis verdaderas intenciones, y que si lo de deshipotecar la casa fue una impertinencia me la perdone. Pero me parece que no es cosa ya de volver atrás. Si ella quiere seré yo padrino de la boda. Y luego emprenderé un largo y lejano viaje.
Doña Ermelinda llamó a la criada, a la que dijo que llamase a Eugenia, pues don Augusto deseaba hablar con ella. «La señorita acaba de salir», contestó la criada.