XVIII
—¡Hola, Rosarito! —exclamó Augusto apenas la vio.
—Buenas tardes, don Augusto —y la voz de la muchacha era serena y clara y no menos clara y serena su mirada.
—¿Cómo no has despachado con Liduvina como otras veces en que yo no estoy en casa cuando llegas?
—¡No sé! Me dijo que me esperase. Creí que querría usted decirme algo...
«Pero ¿esto es ingenuidad o qué es?», pensó Augusto y se quedó un momento suspenso. Hubo un instante embarazoso, preñado de un inquieto silencio.
—Lo que quiero, Rosario, es que olvides lo del otro día, que no vuelvas a acordarte de ello, ¿entiendes?
—Bueno, como usted quiera...
—Sí, aquello fue una locura... una locura... no sabía bien lo que me hacía ni lo que decía... como no lo sé ahora... —e iba acercándose a la chica.
Esta le esperaba tranquilamente y como resignada. Augusto se sentó en un sofá, la llamó: ¡ven acá!, la dijo que se sentara, como la otra vez sobre sus rodillas, y la estuvo un buen rato mirando a los ojos. Ella resistió tranquilamente aquella mirada, pero temblaba toda ella como la hoja de un chopo.
—¿Tiemblas, chiquilla...?
—¿Yo? Yo no. Me parece que es usted...
—No tiembles, cálmate.
—No vuelva a hacerme llorar...
—Vamos, sí, que quieres que te vuelva a hacer llorar. Di, ¿tienes novio?
—Pero qué preguntas...
—Dímelo, ¿le tienes?
—¡Novio... así, novio... no!
—Pero ¿es que no se te ha dirigido todavía ningún mozo de tu edad?
—Ya ve usted, don Augusto...
—¿Y qué le has dicho?
—Hay cosas que no se dicen...
—Es verdad. Y vamos, di, ¿os queréis?
—Pero, ¡por Dios, don Augusto...!
—Mira, si es que vas a llorar te dejo.
La chica apoyó la cabeza en el pecho de Augusto, ocultándolo en él, y rompió a llorar procurando ahogar sus sollozos. «Esta chiquilla se me va a desmayar», pensó él mientras le acariciaba la cabellera.
—¡Cálmate!, ¡cálmate!
—¿Y aquella mujer...? —preguntó Rosario sin levantar la cabeza y tragándose sus sollozos.
—Ah, ¿te acuerdas? Pues aquella mujer ha acabado por rechazarme del todo. Nunca la gané, pero ahora la he perdido del todo, ¡del todo!
La chica levantó la frente y le miró cara a cara, como para ver si decía la verdad.
—Es que me quiere engañar... —susurró.
—¿Cómo que te quiero engañar? Ah, ya, ya. Conque esas tenemos, ¿eh? Pues ¿no dices que tenías novio?
—Yo no he dicho nada...
—¡Calma!, ¡calma! —y poniéndola junto a sí en el sofá se levantó él y empezó a pasearse por la estancia.
Pero al volver la vista a ella vio que la pobre muchacha estaba demudada y temblorosa. Comprendió que se encontraba sin amparo, que así, sola frente a él, a cierta distancia, sentada en aquel sofá como un reo ante el fiscal, sentíase desfallecer.
—¡Es verdad! —exclamó—; estamos más protegidos cuanto más cerca.
Volvió a sentarse, volvió a sentarla sobre sí, la ciñó con sus brazos y la apretó a su pecho. La pobrecilla le echó un brazo sobre el hombro, como para apoyarse en él, y volvió a ocultar su cara en el seno de Augusto. Y allí, como oyese el martilleo del corazón de este, se alarmó.
—¿Está usted malo, don Augusto?
—¿Y quién está bueno?
—¿Quiere usted que llame para que le traigan algo?
—No, no, déjalo. Yo sé cuál es mi enfermedad. Y lo que me hace falta es emprender un viaje. —Y después de un silencio—: ¿Me acompañarás en él?
—¡Don Augusto!
—¡Deja el don! ¿Me acompañarás?
—Como usted quiera...
Una niebla invadió la mente de Augusto; la sangre empezó a latirle en las sienes, sintió una opresión en el pecho. Y para libertarse de ello empezó a besar a Rosarito en los ojos, que los tenía que cerrar. De pronto se levantó y dijo dejándola:
—¡Déjame!, ¡déjame!, ¡tengo miedo!
—¿Miedo de qué?
La repentina serenidad de la mozuela le asustó más aún.
—Tengo miedo, no sé de quién, de ti, de mí; ¡de lo que sea!, ¡de Liduvina! Mira, vete, vete, pero volverás, ¿no es eso?, ¿volverás?
—Cuando usted quiera.
—Y me acompañarás en mi viaje, ¿no es así?
—Como usted mande...
—¡Vete, vete ahora!
—Y aquella mujer...
Abalanzóse Augusto a la chica, que se había ya puesto en pie, la cogió, la apretó contra su pecho, juntó sus labios secos a los labios de ella y así, sin besarla, se estuvo un rato apretando boca a boca mientras sacudía su cabeza. Y luego soltándola: ¡anda, vete!
Rosario se salió. Y apenas se había salido fue Augusto, y cansado como si acabase de recorrer a pie leguas por entre montañas se echó sobre su cama, apagó la luz, y se quedó monologando:
«La he estado mintiendo y he estado mintiéndome. ¡Siempre es así! Todo es fantasía y no hay más que fantasía. El hombre en cuanto habla miente, y en cuanto se habla a sí mismo, es decir, en cuanto piensa sabiendo que piensa, se miente. No hay más verdad que la vida fisiológica. La palabra, este producto social, se ha hecho para mentir. Le he oído a nuestro filósofo que la verdad es, como la palabra, un producto social, lo que creen todos, y creyéndolo se entienden. Lo que es producto social es la mentira...»
Al sentir unos lametones en la mano exclamó: «Ah, ¿ya estás aquí, Orfeo? Tú como no hablas no mientes, y hasta creo que no te equivocas, que no te mientes. Aunque, como animal doméstico que eres, algo se te habrá pegado del hombre... No hacemos más que mentir y darnos importancia. La palabra se hizo para exagerar nuestras sensaciones e impresiones todas... acaso para creerlas. La palabra y todo género de expresión convencional, como el beso y el abrazo... No hacemos sino representar cada uno su papel. ¡Todos personas, todos caretas, todos cómicos! Nadie sufre ni goza lo que dice y expresa y acaso cree que goza y sufre; si no, no se podría vivir. En el fondo estamos tan tranquilos. Como yo ahora aquí, representando a solas mi comedia, hecho actor y espectador a la vez. No mata más que el dolor físico. La única verdad es el hombre fisiológico, el que no habla, el que no miente...»
Oyó un golpecito a la puerta.
—¿Qué hay?
—¿Es que no va usted a cenar hoy? —preguntó Liduvina.
—Es verdad; espera, que allá voy.
«Y luego dormiré hoy, como los otros días, y dormirá ella. ¿Dormirá Rosarito? ¿No habré turbado la tranquilidad de su espíritu? Y esa naturalidad suya, ¿es inocencia o es malicia? Pero acaso no hay nada más malicioso que la inocencia, o bien, más inocente que la malicia. Sí, sí, ya me suponía yo que en el fondo no hay nada más... más... ¿cómo lo diré?... más cínico que la inocencia. Sí, esa tranquilidad con que se me entregaba, eso que hizo me entrara miedo, miedo, no sé bien de qué, eso no era sino inocencia. Y lo de: “¿Y aquella mujer?”, celos, ¿eh?, ¿celos? Probablemente no nace el amor sino al nacer los celos; son los celos los que nos revelan el amor. Por muy enamorada que esté una mujer de un hombre, o un hombre de una mujer, no se dan cuenta de que lo están, no se dicen a sí mismos que lo están, es decir, no se enamoran de veras sino cuando él ve que ella mira a otro hombre o ella le ve a él mirar a otra mujer. Si no hubiese más que un solo hombre y una sola mujer en el mundo, sin más sociedad, sería imposible que se enamorasen uno de otro. Además de que hace siempre falta la tercera, la Celestina, y la Celestina es la sociedad. ¡El Gran Galeoto! ¡Y qué bien está eso! ¡Sí, el Gran Galeoto! Aunque sólo fuese por el lenguaje. Y por esto es todo eso del amor una mentira más. ¿Y el fisiológico? ¡Bah, eso fisiológico no es amor ni cosa que lo valga! ¡Por eso es verdad! Pero... vamos, Orfeo, vamos a cenar. ¡Esto sí que es verdad!»