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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (43)

Los desposeídos (43)

Ni aun en aquel valle de lágrimas post-alcohólico sentía culpa alguna; todo aquello había quedado atrás; cómo actuaría ahora, eso era lo que importaba. Si él mismo se había encerrado en una cárcel, ¿cómo podría considerarse un hombre libre?

No iba a hacer física para los políticos. Eso era claro, ahora.

Si dejaba de trabajar, ¿le permitirían volver a Anarres?

En este momento, respiró hondamente y levantó la cabeza, mirando sin ver, más allá de las ventanas, el paisaje verde iluminado por el sol. Era la primera vez que se permitía pensar en el regreso como una posibilidad genuina. El pensamiento amenazaba romper todas las compuertas, para inundarlo con una nostalgia imperiosa. Hablar en právico, hablar con los amigos, ver a Takver, a Pilun, a Sadik, tocar el polvo de Anarres...

No le permitirían volver. No había pagado el peaje. Tampoco podía permitírselo: darse ya por vencido y escapar.

Sentado frente al escritorio, a la luz radiante del sol matinal, golpeó las manos contra el borde del escritorio, con fuerza y deliberación, dos, tres veces; tenía el rostro sereno, pensativo.

—¿A dónde voy? —dijo en voz alta.

Llamaron a la puerta. Efor entró con la bandeja del desayuno y los periódicos de la mañana.

—Vine a las seis como de costumbre, pero usted se estaba recuperando —observó, mientras depositaba la bandeja con admirable destreza.

—Anoche me emborraché —dijo Shevek.

—Hermoso mientras dura —dijo Efor—. ¿Nada más, señor? —y salió con la misma destreza, inclinándose ante Pae, que entraba en el cuarto.

—¡No tenía intención de interrumpirle el desayuno! Salía de la capilla, pensé en darme una vuelta.

—Siéntese. Tome un poco de chocolate. —Shevek se sentía incapaz de tragar un bocado a menos que Pae aceptara comer con él. Pae tomó una rosquilla de miel y la desmigajó en un platillo. Shevek aún se sentía un poco destemplado, pero atacó el desayuno con energía. A Pae parecía resultarle más difícil que de costumbre iniciar la conversación.

—¿Todavía sigue recibiendo esta basura? —preguntó al fin en un tono divertido, tocando los periódicos doblados que Efor había dejado sobre la mesa.

—Efor me los trae.

—¿Ah, sí?

—Yo le pedí que lo hiciera —dijo Shevek, mirando a Pae, una mirada exploratoria de una fracción de segundo—. Amplían mi comprensión del país. Me interesan las clases bajas de Urras. La mayor parte de los anarresti descendemos de las clases bajas.

—Sí, por supuesto —dijo el hombre más joven, con aire respetuoso y aquiescente. Comió un trocho de rosquilla de miel—. Creo que me gustaría tomar unos sorbos de chocolate, después de todo —dijo, y sacudió la campanilla que estaba en la bandeja. Efor apareció en la puerta—. Otra taza —dijo Pae, sin volverse—. Bueno, señor, teníamos intenciones de llevarlo otra vez de gira, ahora que el tiempo se pone bueno, y hacerle conocer mejor el país. Hasta una visita al extranjero, quizá. Pero esta guerra maldita ha puesto fin a todos esos planes, me temo.

Shevek miró los titulares del periódico que coronaba la pila: CHOQUES ENTRE IO Y THU CERCA DE LA CAPITAL BENBILI.

—Hay noticias más recientes en el telefax —dijo Pae—. Hemos liberado la capital. El general Havevert volverá a la presidencia.

—¿Entonces la guerra ha terminado?

—No mientras Thu aún retenga las dos provincias orientales.

—Ya veo. Entonces el ejército de ustedes y el de Thu combatirán en Benbili. ¿No aquí?

—No, no. Sería una completa locura que ellos nos invadieran, o nosotros a ellos. ¡Ya hemos dejado atrás esa barbarie que llevaba la guerra al corazón del mundo civilizado! El equilibrio de poderes se mantiene mediante esta especie de acción policial. Sin embargo, oficialmente estamos en guerra. De modo que todas las viejas y tediosas restricciones entrarán en vigor, me temo.

—¿Restricciones?

—Clasificación de los trabajos de investigación en el Colegio de la Ciencia Noble, para empezar. Nada serio, en realidad, sólo un sello de goma del gobierno. Y a veces una demora en la publicación de un trabajo, ¡cuando los de arriba lo consideran peligroso porque no lo entienden!... Y los viajes un poco limitados, especialmente para usted y los otros extranjeros que están aquí, me temo. Mientras dure el estado de guerra, no podrá salir de los límites de la Universidad, creo, sin autorización del Rector. Pero no se preocupe. Yo puedo sacarlo de aquí cuando usted quiera sin necesidad de tanto engorro.

—Usted tiene las llaves —dijo Shevek, con una sonrisa ingenua.

—Oh, soy todo un especialista en la materia. Me encanta burlar las reglamentaciones y engañar a las autoridades. Tal vez sea un anarquista nato, ¿en? ¿Dónde diablos anda ese viejo imbécil a quien mandé en busca de una taza?

—Ha de haber bajado a las cocinas.

—No tiene que tardar medio día para eso. Bueno, no esperaré. No quiero quitarle el resto de la mañana. A propósito, ¿vio el último Boletín de la Fundación de Investigaciones del Espacio? Reproducen los planos de Reumere para el ansible.

—¿Qué es el ansible?

—Es lo que él llama un dispositivo de comunicación instantánea. Dice que si los temporalistas, es decir, usted, resuelven las ecuaciones tiempo-inercia, los ingenieros, es decir, él, podrán construir la maldita cosa, probarla, y así demostrar incidentalmente la validez de la teoría en unos pocos meses, o semanas.

—Los ingenieros son ellos mismos la prueba de la reversibilidad causal. Ya lo ve, Reumere ha fabricado el efecto antes de que yo le proporcione la causa. —Shevek sonrió otra vez, algo menos ingenuamente. Cuando Pae salió cerrando la puerta, Shevek se incorporó—. ¡Aprovechado inmundo y mentiroso! —dijo en právico, blanco de rabia, con los puños cerrados para que las manos no aferraran algún objeto y lo arrojaran contra Pae.

Efor entró trayendo una taza y un platillo en una bandeja. Se detuvo en seco, con aire atemorizado.

—Está bien, Efor. No quiso... No quería la taza. Puede llevarse todo ahora.

—Muy bien, señor.

—Escuche. No quisiera visitas, por un tiempo. ¿Puede retenerlos afuera?

—Fácil, señor. ¿Alguien en especial?

—Sí, él. Cualquiera. Diga que estoy trabajando.

—Eso le alegrará, señor —dijo Efor, la malicia fundiéndose por un instante con las arrugas; y luego, con respetuosa familiaridad—: Nadie que usted no quiera pasará sobre mí. —Y por último, con formal corrección—: Gracias, señor, y buenos días.

La comida, y la adrenalina, habían disipado la parálisis de Shevek. Caminaba por la habitación de arriba abajo, irritable y desasosegado. Necesitaba actuar. Había pasado casi un año sin hacer nada, excepto ponerse en ridículo. Era tiempo de que hiciera algo.

Bien, ¿qué había venido a hacer aquí?

A hacer física. A ratificar, con su talento, los derechos de cualquier ciudadano de cualquier sociedad: el derecho a trabajar, a que lo mantengan mientras él trabaja, y a compartir el producto con todos aquellos que quieran compartirlo. Los derechos de un odoniano y de un ser humano.

Sus anfitriones benévolos y protectores le permitían trabajar, y lo mantenían mientras trabajaba, eso era cierto. El problema asomaba en el tercer paso. Pero él no lo había dado aún. No había concluido su trabajo. No podía compartir lo que no tenía.

Volvió al escritorio, se sentó, y sacó del menos accesible y menos útil de los bolsillos del ceñido y elegante pantalón un par de hojas de papel repletas de anotaciones. Las estiró con los dedos y las miró. Se le ocurrió que se estaba pareciendo a Sabul, escribiendo con letra muy pequeña, en abreviaturas y en pedazos de papel. Ahora sabía por qué Sabul hacía eso: Sabul era posesivo y solapado. Un psicópata en Anarres era un comportamiento racional en Urras.

Volvió a sentarse, inmóvil, la cabeza gacha, estudiando los dos trocitos de papel en que había anotado ciertos puntos esenciales de la Teoría Temporal General.

Durante los tres días siguientes estuvo sentado al escritorio, mirando los dos trocitos de papel.

A ratos se levantaba y caminaba por la habitación, o escribía algunas notas, o utilizaba la computadora de mesa, o le pedía a Efor que le trajese algo de comer, o se echaba en la cama y dormía. Luego volvía al escritorio y allí seguía, inmóvil.

Al anochecer del tercer día estaba sentado, para variar, en el banco de mármol junto a la chimenea. Se había sentado en él la primera noche que había entrado en esta habitación, en esta celda encantadora, y por lo general se sentaba allí cuando tenía visitas. No tenía visitas en ese momento, pero estaba pensando en Saio Pae.

Como todos los buscadores de poder, Pae era un hombre de una miopía mental asombrosa. Había una calidad trivial, abortiva en su mente: carecía de profundidad, de afecto, de imaginación. La mente de Pae era en realidad un instrumento primitivo. Sin embargo, había tenido un potencial real, y aunque deformada, no estaba perdida del todo. Pae era un físico muy inteligente, o para decirlo mejor, era muy inteligente para la física. No había hecho nada original, pero su sentido de la oportunidad, su olfato para saber de dónde podía sacar el mejor provecho, lo conducían paso a paso por el terreno más prometedor. Tenía una intuición infalible para saber qué había que hacer, como la tenía Shevek, y Shevek la respetaba en Pae tanto como en sí mismo, pues es un atributo singularmente importante en alguien que se dedica a la ciencia. Era Pae quien le había dado a Shevek la obra traducida del terrano, el simposio sobre las Teorías de la Relatividad, las ideas que en los últimos tiempos lo ocupaban cada vez más. ¿Sería posible que hubiese venido a Urras sólo para conocer a Salo Pae, su enemigo? ¿Que hubiese venido a buscarlo, sabiendo que de ese enemigo podría recibir lo que no le habían dado sus hermanos y amigos, lo que ningún anarresti podía darle: el conocimiento de lo extraño, lo exótico, lo nuevo?

Olvidó a Pae. Pensó en aquel libro. No lograba explicarse con claridad qué era, exactamente, lo que le había parecido tan estimulante. Al fin y al cabo la física que había en él era en su mayor parte obsoleta; los métodos engorrosos, la actitud terrana a veces profundamente desagradable. Los terrarios habían sido imperialistas del intelecto, celosos constructores de muros. Hasta Ainsetain, el creador de la teoría, se había obligado a advenir que su física sólo trataba del mundo material, y no había por qué suponer que involucraba el pensamiento metafísico, el filosófico, o el ético. Lo cual, desde luego, era superficialmente cierto; y sin embargo había utilizado el número, el puente entre lo racional y lo percibido, entre la psique y la materia. «El número incontrovertible», como lo habían llamado los antiguos fundadores de la Ciencia Noble. Emplear las matemáticas en este sentido era emplear el modo que precedía y conducía a todos los otros modos. Ainsetain lo había sabido; con admirable cautela había opinado que su física describía posiblemente la realidad misma.

Extrañeza y familiaridad: en cada movimiento del pensamiento del terrano Shevek descubría esta combinación, una combinación intrigante, y atrayente: pues también Ainsetain había buscado una teoría unificada del campo. Luego de explicar la fuerza de la gravedad como una función de la geometría del espacio-tiempo, había intentado extender la síntesis e incluir en ella las fuerzas electromagnéticas. No lo había logrado. En vida de él, y durante numerosos decenios después de su muerte, los físicos terranos hicieron a un lado los esfuerzos y los fracasos de Ainsetain, y se dedicaron a las magníficas incoherencias de la teoría del quantum, de elevado rendimiento tecnológico, concentrándose tan exclusivamente en los modos tecnológicos que al fin llegaron a un punto muerto, a un catastrófico fracaso de la imaginación. Y sin embargo, la intuición primera había sido cierta: en aquel entonces el progreso se había apoyado en la indeterminación que el viejo Ainsetain se había negado a aceptar. Y esa negativa también había sido igualmente correcta, a la larga. Sólo que él no había tenido los instrumentos de prueba necesarios: las variables Saeba y las teorías de la velocidad infinita y las causas coexistentes.


Los desposeídos (43)

Ni aun en aquel valle de lágrimas post-alcohólico sentía culpa alguna; todo aquello había quedado atrás; cómo actuaría ahora, eso era lo que importaba. Si él mismo se había encerrado en una cárcel, ¿cómo podría considerarse un hombre libre?

No iba a hacer física para los políticos. Eso era claro, ahora.

Si dejaba de trabajar, ¿le permitirían volver a Anarres?

En este momento, respiró hondamente y levantó la cabeza, mirando sin ver, más allá de las ventanas, el paisaje verde iluminado por el sol. Era la primera vez que se permitía pensar en el regreso como una posibilidad genuina. El pensamiento amenazaba romper todas las compuertas, para inundarlo con una nostalgia imperiosa. Hablar en právico, hablar con los amigos, ver a Takver, a Pilun, a Sadik, tocar el polvo de Anarres...

No le permitirían volver. No había pagado el peaje. Tampoco podía permitírselo: darse ya por vencido y escapar.

Sentado frente al escritorio, a la luz radiante del sol matinal, golpeó las manos contra el borde del escritorio, con fuerza y deliberación, dos, tres veces; tenía el rostro sereno, pensativo.

—¿A dónde voy? —dijo en voz alta.

Llamaron a la puerta. Efor entró con la bandeja del desayuno y los periódicos de la mañana.

—Vine a las seis como de costumbre, pero usted se estaba recuperando —observó, mientras depositaba la bandeja con admirable destreza.

—Anoche me emborraché —dijo Shevek.

—Hermoso mientras dura —dijo Efor—. ¿Nada más, señor? —y salió con la misma destreza, inclinándose ante Pae, que entraba en el cuarto.

—¡No tenía intención de interrumpirle el desayuno! Salía de la capilla, pensé en darme una vuelta.

—Siéntese. Tome un poco de chocolate. —Shevek se sentía incapaz de tragar un bocado a menos que Pae aceptara comer con él. Pae tomó una rosquilla de miel y la desmigajó en un platillo. Shevek aún se sentía un poco destemplado, pero atacó el desayuno con energía. A Pae parecía resultarle más difícil que de costumbre iniciar la conversación.

—¿Todavía sigue recibiendo esta basura? —preguntó al fin en un tono divertido, tocando los periódicos doblados que Efor había dejado sobre la mesa.

—Efor me los trae.

—¿Ah, sí?

—Yo le pedí que lo hiciera —dijo Shevek, mirando a Pae, una mirada exploratoria de una fracción de segundo—. Amplían mi comprensión del país. Me interesan las clases bajas de Urras. La mayor parte de los anarresti descendemos de las clases bajas.

—Sí, por supuesto —dijo el hombre más joven, con aire respetuoso y aquiescente. Comió un trocho de rosquilla de miel—. Creo que me gustaría tomar unos sorbos de chocolate, después de todo —dijo, y sacudió la campanilla que estaba en la bandeja. Efor apareció en la puerta—. Otra taza —dijo Pae, sin volverse—. Bueno, señor, teníamos intenciones de llevarlo otra vez de gira, ahora que el tiempo se pone bueno, y hacerle conocer mejor el país. Hasta una visita al extranjero, quizá. Pero esta guerra maldita ha puesto fin a todos esos planes, me temo.

Shevek miró los titulares del periódico que coronaba la pila: CHOQUES ENTRE IO Y THU CERCA DE LA CAPITAL BENBILI.

—Hay noticias más recientes en el telefax —dijo Pae—. Hemos liberado la capital. El general Havevert volverá a la presidencia.

—¿Entonces la guerra ha terminado?

—No mientras Thu aún retenga las dos provincias orientales.

—Ya veo. Entonces el ejército de ustedes y el de Thu combatirán en Benbili. ¿No aquí?

—No, no. Sería una completa locura que ellos nos invadieran, o nosotros a ellos. ¡Ya hemos dejado atrás esa barbarie que llevaba la guerra al corazón del mundo civilizado! El equilibrio de poderes se mantiene mediante esta especie de acción policial. Sin embargo, oficialmente estamos en guerra. De modo que todas las viejas y tediosas restricciones entrarán en vigor, me temo.

—¿Restricciones?

—Clasificación de los trabajos de investigación en el Colegio de la Ciencia Noble, para empezar. Nada serio, en realidad, sólo un sello de goma del gobierno. Y a veces una demora en la publicación de un trabajo, ¡cuando los de arriba lo consideran peligroso porque no lo entienden!... Y los viajes un poco limitados, especialmente para usted y los otros extranjeros que están aquí, me temo. Mientras dure el estado de guerra, no podrá salir de los límites de la Universidad, creo, sin autorización del Rector. Pero no se preocupe. Yo puedo sacarlo de aquí cuando usted quiera sin necesidad de tanto engorro.

—Usted tiene las llaves —dijo Shevek, con una sonrisa ingenua.

—Oh, soy todo un especialista en la materia. Me encanta burlar las reglamentaciones y engañar a las autoridades. Tal vez sea un anarquista nato, ¿en? ¿Dónde diablos anda ese viejo imbécil a quien mandé en busca de una taza?

—Ha de haber bajado a las cocinas.

—No tiene que tardar medio día para eso. Bueno, no esperaré. No quiero quitarle el resto de la mañana. A propósito, ¿vio el último Boletín de la Fundación de Investigaciones del Espacio? Reproducen los planos de Reumere para el ansible.

—¿Qué es el ansible?

—Es lo que él llama un dispositivo de comunicación instantánea. Dice que si los temporalistas, es decir, usted, resuelven las ecuaciones tiempo-inercia, los ingenieros, es decir, él, podrán construir la maldita cosa, probarla, y así demostrar incidentalmente la validez de la teoría en unos pocos meses, o semanas.

—Los ingenieros son ellos mismos la prueba de la reversibilidad causal. Ya lo ve, Reumere ha fabricado el efecto antes de que yo le proporcione la causa. —Shevek sonrió otra vez, algo menos ingenuamente. Cuando Pae salió cerrando la puerta, Shevek se incorporó—. ¡Aprovechado inmundo y mentiroso! —dijo en právico, blanco de rabia, con los puños cerrados para que las manos no aferraran algún objeto y lo arrojaran contra Pae.

Efor entró trayendo una taza y un platillo en una bandeja. Se detuvo en seco, con aire atemorizado.

—Está bien, Efor. No quiso... No quería la taza. Puede llevarse todo ahora.

—Muy bien, señor.

—Escuche. No quisiera visitas, por un tiempo. ¿Puede retenerlos afuera?

—Fácil, señor. ¿Alguien en especial?

—Sí, él. Cualquiera. Diga que estoy trabajando.

—Eso le alegrará, señor —dijo Efor, la malicia fundiéndose por un instante con las arrugas; y luego, con respetuosa familiaridad—: Nadie que usted no quiera pasará sobre mí. —Y por último, con formal corrección—: Gracias, señor, y buenos días.

La comida, y la adrenalina, habían disipado la parálisis de Shevek. Caminaba por la habitación de arriba abajo, irritable y desasosegado. Necesitaba actuar. Había pasado casi un año sin hacer nada, excepto ponerse en ridículo. Era tiempo de que hiciera algo.

Bien, ¿qué había venido a hacer aquí?

A hacer física. A ratificar, con su talento, los derechos de cualquier ciudadano de cualquier sociedad: el derecho a trabajar, a que lo mantengan mientras él trabaja, y a compartir el producto con todos aquellos que quieran compartirlo. Los derechos de un odoniano y de un ser humano.

Sus anfitriones benévolos y protectores le permitían trabajar, y lo mantenían mientras trabajaba, eso era cierto. El problema asomaba en el tercer paso. Pero él no lo había dado aún. No había concluido su trabajo. No podía compartir lo que no tenía.

Volvió al escritorio, se sentó, y sacó del menos accesible y menos útil de los bolsillos del ceñido y elegante pantalón un par de hojas de papel repletas de anotaciones. Las estiró con los dedos y las miró. Se le ocurrió que se estaba pareciendo a Sabul, escribiendo con letra muy pequeña, en abreviaturas y en pedazos de papel. Ahora sabía por qué Sabul hacía eso: Sabul era posesivo y solapado. Un psicópata en Anarres era un comportamiento racional en Urras.

Volvió a sentarse, inmóvil, la cabeza gacha, estudiando los dos trocitos de papel en que había anotado ciertos puntos esenciales de la Teoría Temporal General.

Durante los tres días siguientes estuvo sentado al escritorio, mirando los dos trocitos de papel.

A ratos se levantaba y caminaba por la habitación, o escribía algunas notas, o utilizaba la computadora de mesa, o le pedía a Efor que le trajese algo de comer, o se echaba en la cama y dormía. Luego volvía al escritorio y allí seguía, inmóvil.

Al anochecer del tercer día estaba sentado, para variar, en el banco de mármol junto a la chimenea. Se había sentado en él la primera noche que había entrado en esta habitación, en esta celda encantadora, y por lo general se sentaba allí cuando tenía visitas. No tenía visitas en ese momento, pero estaba pensando en Saio Pae.

Como todos los buscadores de poder, Pae era un hombre de una miopía mental asombrosa. Había una calidad trivial, abortiva en su mente: carecía de profundidad, de afecto, de imaginación. La mente de Pae era en realidad un instrumento primitivo. Sin embargo, había tenido un potencial real, y aunque deformada, no estaba perdida del todo. Pae era un físico muy inteligente, o para decirlo mejor, era muy inteligente para la física. No había hecho nada original, pero su sentido de la oportunidad, su olfato para saber de dónde podía sacar el mejor provecho, lo conducían paso a paso por el terreno más prometedor. Tenía una intuición infalible para saber qué había que hacer, como la tenía Shevek, y Shevek la respetaba en Pae tanto como en sí mismo, pues es un atributo singularmente importante en alguien que se dedica a la ciencia. Era Pae quien le había dado a Shevek la obra traducida del terrano, el simposio sobre las Teorías de la Relatividad, las ideas que en los últimos tiempos lo ocupaban cada vez más. ¿Sería posible que hubiese venido a Urras sólo para conocer a Salo Pae, su enemigo? ¿Que hubiese venido a buscarlo, sabiendo que de ese enemigo podría recibir lo que no le habían dado sus hermanos y amigos, lo que ningún anarresti podía darle: el conocimiento de lo extraño, lo exótico, lo nuevo?

Olvidó a Pae. Pensó en aquel libro. No lograba explicarse con claridad qué era, exactamente, lo que le había parecido tan estimulante. Al fin y al cabo la física que había en él era en su mayor parte obsoleta; los métodos engorrosos, la actitud terrana a veces profundamente desagradable. Los terrarios habían sido imperialistas del intelecto, celosos constructores de muros. Hasta Ainsetain, el creador de la teoría, se había obligado a advenir que su física sólo trataba del mundo material, y no había por qué suponer que involucraba el pensamiento metafísico, el filosófico, o el ético. Lo cual, desde luego, era superficialmente cierto; y sin embargo había utilizado el número, el puente entre lo racional y lo percibido, entre la psique y la materia. «El número incontrovertible», como lo habían llamado los antiguos fundadores de la Ciencia Noble. Emplear las matemáticas en este sentido era emplear el modo que precedía y conducía a todos los otros modos. Ainsetain lo había sabido; con admirable cautela había opinado que su física describía posiblemente la realidad misma.

Extrañeza y familiaridad: en cada movimiento del pensamiento del terrano Shevek descubría esta combinación, una combinación intrigante, y atrayente: pues también Ainsetain había buscado una teoría unificada del campo. Luego de explicar la fuerza de la gravedad como una función de la geometría del espacio-tiempo, había intentado extender la síntesis e incluir en ella las fuerzas electromagnéticas. No lo había logrado. En vida de él, y durante numerosos decenios después de su muerte, los físicos terranos hicieron a un lado los esfuerzos y los fracasos de Ainsetain, y se dedicaron a las magníficas incoherencias de la teoría del quantum, de elevado rendimiento tecnológico, concentrándose tan exclusivamente en los modos tecnológicos que al fin llegaron a un punto muerto, a un catastrófico fracaso de la imaginación. Y sin embargo, la intuición primera había sido cierta: en aquel entonces el progreso se había apoyado en la indeterminación que el viejo Ainsetain se había negado a aceptar. Y esa negativa también había sido igualmente correcta, a la larga. Sólo que él no había tenido los instrumentos de prueba necesarios: las variables Saeba y las teorías de la velocidad infinita y las causas coexistentes.