Capítulo 5. En el penal
El Fuerte de Santa Mónica era la prisión para los revolucionarios.
Contaban las leyendas de época española que dentro había aguas
venenosas, mazmorras con cadenas y aparatos de tortura. Todas las
tardes fusilaban a varios revolucionarios sin juicio, por orden secreta
del tirano.
Nachito y el estudiante entran por la puerta del penal entre los
soldados. Los recibe el Alcaide, el Coronel Irineo Castañón. Tiene
una pata de palo que suena mucho cuando pasea por la cárcel. Es uno
de los más crueles asesinos de la tiranía:
—¡Tenemos aquí a gente educada! —les dice con gesto de burla.
Nachito se ríe de la broma e intenta explicarse:
—Ha habido un error, mi Coronelito.
—A mí no me importa. Lo cuentan en el juicio. Por ahora no los
encerramos, pueden pasear por el fuerte.
Un soldado mulato los acompaña al patio de las murallas. El
fuerte estaba delante del océano y podían oír el ruido de las olas. En
el cielo volaban los buitres. Nachito, suspirando, leía en los muros las
inscripciones de los presos. El estudiante liaba un cigarro. Algunos
presos solitarios paseaban. Un viejo estaba sentado al borde de las
almenas, cosiendo una manta. Nachito y el estudiante se acercan y se asoman a mirar el mar con la luz de la mañana. Ven que las
olas balancean muchos cadáveres con los vientres inflados. Nachito
se asusta y da un salto hacia atrás. El viejo que cosía la manta les dice:
—¡Los tiburones ya se aburren de tanta carne revolucionaria, y el
maldito Banderas no tiene suficiente!
—¿Son náufragos? —pregunta Nachito.
El viejo de la manta lo mira con desprecio:
—Son los compañeros que han fusilado.
—¿No se les entierra? —dice el estudiante.
—¡Qué va! Se los tiraba al mar. Ahora tienen que enterrar a los
que estamos esperando nuestro turno.
—¿Está condenado a muerte, mi viejo?
—La fiera de Banderas no conoce otra sentencia. ¡Yo no tengo
miedo! ¡Abajo el Tirano!
Algunos prisioneros, gritando, suben hasta las almenas. El Doctor
Alfredo Sánchez Ocaña, famoso líder revolucionario, hace un
discurso de homenaje a los héroes de la libertad. Los soldados les dan
empujones con los fusiles y los obligan a marcharse de allí. Una barca
estaba recogiendo los cadáveres. Contaron siete. Nachito grita:
—¡Estoy perdido! ¡Voy a morir inocente! ¡Me condenan las
apariencias!
Y el viejo le contesta, con cara de burla:
—¿No eres revolucionario? Vas a tener una muerte de hombre
honrado y no lo mereces.
—¡Habla muy bien el Doctor Sánchez Ocaña! ¡Me gustan sus
ideas! —dice el estudiante, con triste pasión.
Y el viejo de la manta comenta lentamente:
—No hace falta venir a la cárcel para saberlo. Usted tampoco es
revolucionario.
—Y me arrepiento. Si no muero y salgo de aquí, voy a luchar
contra el tirano —declara el joven.
El calabozo número tres era una gran sala de altas ventanas con rejas.
Olía muy mal, a alcohol, sudor y tabaco. Colgaban de las paredes, a
uno y otro lado, las hamacas de los presos. El Alcaide había juntado
a los presos políticos con los condenados por robar, engañar, asesinar.
La luz polvorienta y alta de las rejas caía por los sucios muros.
Iluminaba las caras preocupadas y tristes de los encarcelados. El
Doctor Sánchez Ocaña, estaba haciendo otra vez un discurso contra
la tiranía. Un preso leía tendido en su hamaca un libro que trataba
de fugas famosas. Don Roque Cepeda le preguntó desde la hamaca
vecina:
—Lee usted con mucho interés. ¿Sueña con fugarse?
—¡Sí, para fastidiar al Coronelito Pata de Palo! —Cierra el libro
con un suspiro—: No hay que pensarlo. Seguro a usted y a mí nos
fusilan esta tarde.
Don Roque niega con la cabeza:
—No, yo debo ver el triunfo de la revolución. Después no me
importa morir. Ese es mi destino y el destino siempre se cumple.
Don Roque era muy religioso y creía en la salvación de los
hombres. Tenía fe en el futuro. El preso le dice:
—Somos muy distintos. Usted espera que una fuerza desconocida
le abra las rejas. Yo hago planes para fugarme y trabajo en ello sin
confiar en el destino.
—Los revolucionarios debe luchar también con su espíritu. Y
confiar que el cielo les puede ayudar —contesta Don Roque.
—Yo no tengo espíritu religioso. Para mí todo acaba con la muerte,
hoy fusilados o mañana de otra forma.
—La revolución tiene sentido para salvar a los hombres. No solo
su carne, también su espíritu. Tienen que salvarse en la vida eterna.
—Don Roque, usted vuela muy alto, y yo camino por el suelo. La
religión no tiene nada que ver con nuestras luchas políticas.
—La idea más importante de la revolución, la salvación del indio,
es un sentimiento cristiano. Todos los hombres somos iguales porque
somos hijos de Dios.
—Don Roque, somos muy buenos amigos, pero no nos
entendemos. Libertad, Igualdad, Fraternidad, eran las grandes ideas
de la Revolución Francesa. ¿No defendían en esa época el ateísmo?
—Eran profundamente religiosos, pero no lo sabían.
—Vale ya, Don Roque, voy a acabar rezando. Mejor seguir leyendo.
Buenas tardes.
En una esquina, bajo la luz de una reja, juegan a las cartas ocho o diez
prisioneros. Apuestan a adivinar la carta que salía. Chucho el Roto
tira los naipes. Es un hombre muy alto y fuerte, famoso por muchos
crímenes. Ha robado caballos, ha asaltado diligencias, ha matado por
amor y celos. Tiene las manos delgadas, la mejilla con la cicatriz de una
cuchillada y le faltan tres dientes. En el juego apostaban por la misma
carta peones y doctores, guerrilleros y profesores. Nachito Veguillas
estaba presente. Aún no jugaba, pero miraba y tocaba la plata en el
bolsillo. Al final tiene un impulso y pone unos soles en la manta.
—Van diez soles por el pendejo monarca.
—La apuesta es doble —le avisa el Roto. Nachito dice que sí con la
cabeza. Sale el rey de bastos. Nachito, ilusionado con la ganancia, cobra
y sigue apostando. Elige cartas que siempre salen y gana una y otra vez.
El preso que está a su lado le mira asombrado. Nachito le dice:
—En nuestra desgraciada situación, ganar o perder es igual. Nos
espera la muerte.
—Todavía estamos vivos y la plata es muy importante. Jugamos
para no pensar en nuestro destino —le contesta el otro.
—¿Su sentencia también es de muerte, hermano?
—¡No se sabe!
—Me da usted esperanzas. Voy a seguir apostando —dice Nachito
y vuelve a ganar. Entonces el otro le propone:
—¿Jugamos juntos? Yo le doy el dinero y usted apuesta.
—De acuerdo. Vamos con la sota.
—¿Le gusta esa carta?
—Es mi manera de jugar. Antes he jugado la carta que me gustaba
y ahora le toca al siete, que no me dice nada.
El Roto barajaba lentamente y cuando elegía una carta, la tenía
un momento con la mano en alto antes de enseñarla. Salió el siete.
Nachito cobra y le dice a su compañero de cárcel:
—¿Ve que salen?
—¡Parece adivinarlas usted! ¡Nunca mi vida he visto tanta suerte!
—Vamos con el caballo.
—Mejor parar. Podemos perderlo todo.
—No, no, seguimos hasta perder.
Nachito quería perder. Seguía jugando porque tenía miedo.
Pensaba que la suerte en las cartas significaba mala suerte en la vida,
y que lo iban a fusilar. Quería perder para salvar la vida, pero sigue
ganando una y otra vez.
Al otro lado del calabozo, algunos prisioneros escuchan el relato de
un soldado indio tuerto. Habla con voz tranquila, sentado en el suelo,
y contaba la última derrota de las tropas revolucionarias
—Yo iba con el grupo de Doroteo Rojas. Una vida perra, sin soltar
el fusil, siempre mojados. Y el día más negro fue el siete de julio: íbamos
cruzando un pantano cuando los federales empezaron a disparar. No
los veíamos porque estaban escondidos detrás de unos árboles. Con gran
esfuerzo salimos de aquel pantano gracias a Dios y pasamos todo el día
caminando. De noche llegamos a un ranchito quemado, y corrimos para
allá. Otra vez nos dispararon los enemigos. Aquí caía una bala y allá caía
otra. Los federales tenían ganas de matarnos y solo se oían las balas y los
gritos de los heridos. El compañero que estaba junto a mí se movía para
un lado y para otro. Le dije que era peor. Luego le dieron en la cabeza
y allí se quedó mirando las estrellas. Y fuimos al amanecer a una sierra,
donde no había ni agua ni maíz, ni nada que comer.
El Doctor Atle, famoso líder revolucionario, lleva encarcelado
muchos meses. Era un hombre joven, con la frente pálida, el pelo
largo. Escuchaba con mucha atención el relato y escribía en un
cuaderno. Luego le pregunta su nombre y su lugar de nacimiento:
—Me llamo Indalecio Santana. Nací en un rancho y allí trabajé desde
niño como peón. Cuando estalló la bola revolucionaria, desertamos
todos los peones de las minas de un traidor gachupín, y nos fuimos con
Doroteo.
En el palacio de Santos Banderas, están afeitando al tirano. El Mayor
del Valle le cuenta los últimos arrestos.
—Ha detenido a nuestro Licenciadito Veguillas. Mayor del Valle,
merece usted una condecoración.
El Mayor nunca sabe si el general dice las cosas en broma o en
serio. Le tiene miedo, igual que todos. Antes de entrar ha tomado
cuatro copas de aguardiente para atreverse a hablar. Bandera no
dice nada más. Pide con un gesto al criado que siga con el afeitado.
Don Cruz, el criado, es un negro ya viejo, con el pelo rizado gris.
Nació como esclavo, y tiene la mirada húmeda y triste de los perros
castigados.
—¿Cómo están las navajas, mi jefecito?
—Me hacen daño. No están bien afiladas.
—Mi jefecito, hace mucho que no va a la guerra y tiene la piel muy
delicada.
Banderas le habla otra vez al Mayor:
—Siento la huida del Coronel de la Gándara. ¡He perdido un amigo!
Iba a indultarle y nuestro Licenciadito ha estropeado el asunto.
Mayor del Valle, quiero interrogar a ese soplón. ¿Y el estudiante por
qué razón está preso?
—Puede haber ayudado a escapar al Coronel —dice el Mayor del
Valle.
—¿Tiene contactos con los revolucionarios? Hay que pedir informes
a la policía, Mayor. Teniente Morcillo, le ordeno capturar al Coronel
Domiciano de la Gándara. Hay que darse prisa. Si no capturamos al
Coronelito hoy, mañana lo tenemos con el ejército rebelde. Teniente
Valdivia, vamos a recibir a las personas que quieren verme.
Entra Doña Rosita Pintado, la madre del estudiante y se tira a los
pies del Tirano.
—¡Generalito, no es justicia arrestar a mi chamaco!
—Arriba, Doña Rosita, este palacio no es un teatro. ¿Cómo fue
ese arresto?
—El Mayor del Valle venía siguiendo a un fugado.
—¿Y por qué eligió el Coronel de la Gándara su casa, Doña Rosita?
—¡Sin razón, mi Generalito! Entró de la calle y salió por la ventana
sin decir nada. Es el destino.
—Pues esperemos el destino del niño. Si es inocente, nada le va a
pasar. Lo veremos en el juicio. Mi señora Doña Rosita, un gusto verla.
Nos vamos al penal.
El tirano y sus ayudantes iban a la cárcel. Por las calles, los indios
lo saludaban inclinando la cabeza. Banderas pensaba que parecían
humildes, pero eran unos rebeldes y que tenía que vigilarlos bien.
Cuando pasa por el Casino español, salieron todos los gachupines a
aplaudirle. Ya en el fuerte, le recibe el Coronel Irineo Castañón
—¿Qué calabozo ocupa Don Roque Cepeda?
—El número tres.
—¿Han tratado bien a ese señor tan noble y a sus compañeros?
Son adversarios políticos, pero merecen respeto. La fuerza de las
leyes solo es para los rebeldes armados. Vamos a ver al candidato para
presidente de la República. Coronel Castañón, detrás de usted.
El Coronel Irineo marcaba el paso. ¡Tac! ¡Tac! Por los pasillos
resonaba el ritmo de su pata de palo: ¡Tac! ¡Tac!
—¡Calabozo número tres!
Tirano Banderas, en la puerta, saluda quitándose el sombrero y
busca a Don Roque Cepeda. Todos los presos lo están mirando en
silencio. Por fin lo encuentra y empieza a hablar con él:
—Mi Señor Don Roque, me he enterado de su arresto. Lo siento
mucho. No sabía nada. Le respeto como adversario político y rival en
las elecciones, pero dentro de las leyes. Solo los aventureros rebeldes
están fuera de la ley. Contra ellos cae toda la furia de mis soldados. No
contra usted que es un patriota. Quiero hablar un día con usted sobre
su idea de dar derechos a los indígenas. Ahora solo quiero presentarle
mis excusas por el error policial.
Don Roque Cepeda sonríe y responde:
—Señor General, le digo lo que pienso. Parece usted la Serpiente
del Génesis, antes de engañar a Adán y Eva.
Tirano Banderas no mueve un músculo de la cara:
—Mi Señor Don Roque, lamento que me insulte. Quería darle la
mano, pero usted no me cree sincero, adiós.
De una hamaca sale el Licenciado Veguillas y llama al general.
—Mi Generalito, estoy aquí por equivocación.
Bandera le pega un patada y Veguillas cae rodando hasta la puerta
del calabozo.
—Licenciadito. Va a venir usted conmigo. Tenemos que hablar
ahora, porque luego ya no podemos. Seguro que el juez le condena a
muerte. Licenciadito, ¿por qué ha sido tan pendejo? ¿Quién le llevó a
contar las órdenes presidenciales? ¿Qué cómplices tiene? Su conducta
es intolerable.