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2º del BI, Diarios de motocicleta 9: POR EL CAMINO DE LOS SIETE LAGOS

9: POR EL CAMINO DE LOS SIETE LAGOS

DECIDIMOS IR A BARILOCHE por la ruta denominada de los siete lagos, pues éste es el número de ellos que bordea antes de llegar a la ciudad. Y siempre con el paso tranquilo de la Poderosa hicimos los primeros kilómetros sin tener otro disgusto que accidentes mecánicos de menor importancia hasta que, acosados por la noche, hicimos el viejo cuento del farol roto en una caída para dormir en la casita del caminero, "rebusque" útil porque el frío se sintió esa noche con inusitada aspereza. Tan fuerte era el "tornillo" que pronto cayó un visitante a pedir alguna manta prestada, restada, porque él y su mujer acampaban en la orilla del lago y se estaban helando. Fuimos a tomar unos mates en compañía de la estoica pareja que en una carpa de montaña y con el escaso bagaje que cupiera en sus mochilas vivían en los lagos desde un tiempo atrás. Nos acomplejaron.

Reiniciamos la marcha bordeando lagos de diferentes tamaños, rodeados de bosques antiquísimos; el perfume de la naturaleza nos acariciaba las fosas nasales; pero ocurre un hecho curioso: se produce un empalagamiento de lago y bosque y casita solitaria con jardín cuidado. La mirada superficial tendida sobre el paisaje capta apenas su uniformidad aburrida sin llegar a ahondar en el espíritu mismo del monte, para lo cual se necesita estar varios días en el lugar.

Al final, llegamos a la punta norte del lago Nahuel Huapi y dormimos en su orilla, contentos y ahitos después del asado enorme que habíamos consumido. Pero al reiniciar la marcha, notamos una pinchadura en la rueda trasera y allí se inició una tediosa lucha con la cámara: cada vez que emparchábamos mordíamos en otro lado la goma, hasta acabar los parches y obligarnos a esperar la noche en el sitio en que amaneciéramos. Un casero austríaco que había sido corredor de motos en su juventud, luchando entre sus deseos de ayudar a colegas en desgracia y su miedo a la patrona, nos dio albergue en un galpón abandonado. En su media lengua nos contó que por la región había un tigre chileno.

—¡Y los tigres chilenos son bravos! Atacan al hombre sin ningún miedo y tienen una enorme melena rubia.

Cuando fuimos a cerrar la puerta nos encontramos que sólo la parte inferior cerraba, era como un box de caballos. El revólver fue puesto a mi cabecera por si el león chileno, cuya sombra ocupaba nuestros cerebros, decidía hacernos una intempestiva visita de medianoche.

Estaba clareando ya cuando me despertó el ruido de unas garras que arañaban la puerta. Alberto a mi lado era todo silencio aprensivo. Yo tenía la mano crispada sobre el revólver gatillado, mientras dos ojos fosforescentes me miraban, recortados en las sombras de los árboles. Como impulsados por un resorte felino se lanzaron hacia adelante, mientras el bulto negro del cuerpo se escurría sobre la puerta. Fue algo instintivo donde rotos los frenos de la inteligencia, el instinto de conservación apretó el gatillo: el trueno golpeó un momento contra las paredes y encontró el agujero con la linterna encendida, llamándonos desesperadamente: pero nuestro silencio tímido sabía su razón de ser y adivinaba ya los gritos estentóreos del casero y los histéricos gemidos de su mujer echada sobre el cadáver de Boby, perro antipático y gruñón.

Alberto fue a Angostura para arreglar la cubierta y yo debía pasar la noche al raso ya que él volvía y me era imposible pedir albergue en la casa donde éramos asesinos. Un caminero me lo dio, cerca de la moto y me acosté en la cocina con un amigo suyo. A medianoche sentí ruido de lluvia y fui a levantarme para tapar la moto con una lona, pero antes, molesto por el pellón que tenía de almohada, decidí darme unos bombazos con el insuflador y así lo hice, en momentos en que el compañero de pieza se despertaba, al sentir el soplido pegó un respingo y quedó silencioso. Yo adivinaba su cuerpo, tieso bajo las mantas empuñando un cuchillo, sin respirar siquiera. Con la experiencia de la noche anterior decidí quedarme quieto por miedo a la puñalada, no fuera que el espejismo fuera un contagio de la zona.

Llegamos al anochecer del día siguiente a San Carlos de Bariloche y nos alojamos en la Gendarmería Nacional a la espera de que saliera la Modesta Victoria hacia la frontera chilena.

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9: POR EL CAMINO DE LOS SIETE LAGOS

DECIDIMOS IR A BARILOCHE por la ruta denominada de los siete lagos, pues éste es el número de ellos que bordea antes de llegar a la ciudad. Y siempre con el paso tranquilo de la Poderosa hicimos los primeros kilómetros sin tener otro disgusto que accidentes mecánicos de menor importancia hasta que, acosados por la noche, hicimos el viejo cuento del farol roto en una caída para dormir en la casita del caminero, "rebusque" útil porque el frío se sintió esa noche con inusitada aspereza. Tan fuerte era el "tornillo" que pronto cayó un visitante a pedir alguna manta prestada, restada, porque él y su mujer acampaban en la orilla del lago y se estaban helando. Fuimos a tomar unos mates en compañía de la estoica pareja que en una carpa de montaña y con el escaso bagaje que cupiera en sus mochilas vivían en los lagos desde un tiempo atrás. Nos acomplejaron.

Reiniciamos la marcha bordeando lagos de diferentes tamaños, rodeados de bosques antiquísimos; el perfume de la naturaleza nos acariciaba las fosas nasales; pero ocurre un hecho curioso: se produce un empalagamiento de lago y bosque y casita solitaria con jardín cuidado. La mirada superficial tendida sobre el paisaje capta apenas su uniformidad aburrida sin llegar a ahondar en el espíritu mismo del monte, para lo cual se necesita estar varios días en el lugar.

Al final, llegamos a la punta norte del lago Nahuel Huapi y dormimos en su orilla, contentos y ahitos después del asado enorme que habíamos consumido. Pero al reiniciar la marcha, notamos una pinchadura en la rueda trasera y allí se inició una tediosa lucha con la cámara: cada vez que emparchábamos mordíamos en otro lado la goma, hasta acabar los parches y obligarnos a esperar la noche en el sitio en que amaneciéramos. Un casero austríaco que había sido corredor de motos en su juventud, luchando entre sus deseos de ayudar a colegas en desgracia y su miedo a la patrona, nos dio albergue en un galpón abandonado. En su media lengua nos contó que por la región había un tigre chileno.

—¡Y los tigres chilenos son bravos! Atacan al hombre sin ningún miedo y tienen una enorme melena rubia.

Cuando fuimos a cerrar la puerta nos encontramos que sólo la parte inferior cerraba, era como un box de caballos. El revólver fue puesto a mi cabecera por si el león chileno, cuya sombra ocupaba nuestros cerebros, decidía hacernos una intempestiva visita de medianoche.

Estaba clareando ya cuando me despertó el ruido de unas garras que arañaban la puerta. Alberto a mi lado era todo silencio aprensivo. Yo tenía la mano crispada sobre el revólver gatillado, mientras dos ojos fosforescentes me miraban, recortados en las sombras de los árboles. Como impulsados por un resorte felino se lanzaron hacia adelante, mientras el bulto negro del cuerpo se escurría sobre la puerta. Fue algo instintivo donde rotos los frenos de la inteligencia, el instinto de conservación apretó el gatillo: el trueno golpeó un momento contra las paredes y encontró el agujero con la linterna encendida, llamándonos desesperadamente: pero nuestro silencio tímido sabía su razón de ser y adivinaba ya los gritos estentóreos del casero y los histéricos gemidos de su mujer echada sobre el cadáver de Boby, perro antipático y gruñón.

Alberto fue a Angostura para arreglar la cubierta y yo debía pasar la noche al raso ya que él volvía y me era imposible pedir albergue en la casa donde éramos asesinos. Un caminero me lo dio, cerca de la moto y me acosté en la cocina con un amigo suyo. A medianoche sentí ruido de lluvia y fui a levantarme para tapar la moto con una lona, pero antes, molesto por el pellón que tenía de almohada, decidí darme unos bombazos con el insuflador y así lo hice, en momentos en que el compañero de pieza se despertaba, al sentir el soplido pegó un respingo y quedó silencioso. Yo adivinaba su cuerpo, tieso bajo las mantas empuñando un cuchillo, sin respirar siquiera. Con la experiencia de la noche anterior decidí quedarme quieto por miedo a la puñalada, no fuera que el espejismo fuera un contagio de la zona.

Llegamos al anochecer del día siguiente a San Carlos de Bariloche y nos alojamos en la Gendarmería Nacional a la espera de que saliera la Modesta Victoria hacia la frontera chilena.