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La familia de Pascual Duarte - Cela, X

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Por seguro se lo digo que —aunque después, al enfriarme, pensara lo contrario— en aquel momento no otra cosa me pasó por el magín que la idea de que el aborto de Lola pudiera habérsele ocurrido tenerlo de soltera. ¡Cuánta bilis y cuánto resquemor y veneno me hubiera ahorrado!

A consecuencia de aquel desgraciado accidente me quedé como anonadado y hundido en las más negras imaginaciones y hasta que reaccioné hubieron de pasar no menos de doce largos meses en los cuales, como evadido del espíritu, andaba por el pueblo. Al año, o poco menos, de haberse malogrado lo que hubiera de venir, quedó Lola de nuevo encinta y pude ver con alegría que idénticas ansias y los mismos desasosiegos que la vez primera me acometían: el tiempo pasaba demasiado despacio para lo de prisa que quisiera yo verlo pasar, y un humor endiablado me acompañaba como una sombra dondequiera que fuese.

Me torné huraño y montaraz, aprensivo y hosco, y como ni mi mujer ni mi madre entendieran gran cosa de caracteres, estábamos todos en un constante vilo por ver dónde saltaba la bronca. Era una tensión que nos destrozaba, pero que parecía como si la cultivásemos gozosos; todo nos parecía alusivo, todo malintencionado, todo de segunda intención. ¡Fueron unos meses de un agobio como no puede usted ni figurarse!

La idea de que mi mujer pudiera volver a abortar era algo que me sacaba de quicio; los amigos me notaban extraño, y la Chispa —que por entonces viva andaba aún— parecía que me miraba menos cariñosa.

Yo la hablaba, como siempre.

—¿Qué tienes?

Y ella me miraba como suplicante, moviendo el rabillo muy de prisa, casi gimiendo y poniéndome unos ojos que destrozaban el corazón. A ella también se le habían ahogado las crías en el vientre. En su inocencia, ¡quién sabe si no conocería la mucha pena que su desgracia me produjera!, eran tres los perrillos que vivos no llegaron a nacer; los tres igualitos, los tres pegajosos como la almíbar, los tres grises y medio sarnosos como ratas. Abrió un hoyo entre los cantuesos y allí los metió. Cuando al salir al monte detrás de los conejos parábamos un rato por templar el aliento, ella, con ese aire doliente de las hembras sin hijos, se acercaba hasta el hoyo por olerlo.

Cuando, entrado ya el octavo mes, la cosa marchaba como sobre carriles; cuando, gracias a los consejos de la señora Engracia, el embarazo de mi mujer iba camino de convertirse en un modelo de embarazo y cuando, por el mucho tiempo pasado y por el poco que faltaba ya por pasar, todo podía hacer suponer que lo prudente sería alejar el cuidado, tales ansias me entraban, y tales prisas, que por seguro tuve desde entonces el no loquear en la vida si de aquel berenjenal salía con razón.

Hacia los días señalados por la señora Engracia, y como si la Lola fuera un reló, de precisa como andaba, vino al mundo, y con una sencillez y una felicidad que a mí ya me tenían extrañado, mi nuevo hijo, mejor dicho, mi primer hijo, a quien en la pila del bautismo pusimos por nombre Pascual, como su padre, un servidor. Yo hubiera querido ponerle Eduardo, por haber nacido en el día del santo y ser la costumbre de la tierra; pero mi mujer, que por entonces andaba cariñosa como nunca, insistió en ponerle el nombre que yo llevaba, cosa para la que poco tiempo gastó en convencerme, dada la mucha ilusión que me hacía. Mentira me parece, pero por bien cierto le aseguro que lo tengo, el que por entonces la misma ilusión que a un muchacho con botas nuevas me hicieron los accesos de cariño de mi mujer; se los agradecía de todo corazón, se lo juro.

Ella, como era de natural recio y vigoroso, a los dos días del parto estaba tan nueva como si nada hubiera pasado. La figura que formaba, toda desmelenada dándole de mamar a la criatura, fue una de las cosas que más me impresionaron en la vida; aquello sólo me compensaba con creces los muchos cientos de malos ratos pasados.

Yo me pasaba largas horas sentado a los pies de la cama. Lola me decía, muy bajo, como ruborizada:

—Ya te he dado uno...

—Sí.

—Y bien hermoso...

—Gracias a Dios.

Ahora hay que tener cuidado con él.

—Sí, ahora es cuando hay que tener cuidado.

—De los cerdos...

El recuerdo de mi pobre hermano Mario me asaltaba; si yo tuviera un hijo con la desgracia de Mario, lo ahogaría para privarle de sufrir.

—Sí; de los cerdos...

—Y de las fiebres también.

—Sí.

—Y de las insolaciones...

—Sí; también de las insolaciones...

El pensar que aquel tierno pedazo de carne que era mi hijo, a tales peligros había de estar sujeto, me ponía las carnes de gallina.

—Le pondremos vacuna.

—Cuando sea mayorcito...

—Y lo llevaremos siempre calzado, porque no se corte los pies.

—Y cuando tenga siete añitos lo mandaremos a la escuela...

—Y yo le enseñaré a cazar...

Lola se reía, ¡era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué no decirlo?, viéndola a ella, hermosa como pocas, con un hijo en el brazo como una santa María.

—¡Haremos de él un hombre de provecho!

¡Qué ajenos estábamos los dos a que Dios —que todo lo dispone para la buena marcha de los universos— nos lo había de quitar! Nuestra ilusión, todo nuestro bien, nuestra fortuna entera, que era nuestro hijo, habíamos de acabar perdiéndolo aun antes de poder probar a encarrilarlo. ¡Misterios de los afectos, que se tíos van cuando más falta nos hacen!

Sin encontrar una causa que lo justificase, aquel gozar en la contemplación del niño me daba muy mala espina. Siempre tuve muy buen ojo para la desgracia —no sé si para mi bien o si para mi mal— y aquel presentimiento, como todos, fue a confirmarse al rodar de los meses como para seguir redondeando mi desdicha, esa desdicha que nunca parecía acabar de redondearse.

Mi mujer seguía hablándome del hijo.

—Bien se nos cría..., parece un rollito de manteca.

Y aquel hablar y más hablar de la criatura hacía que poco a poco se me fuera volviendo odiosa; nos iba a abandonar, a dejar hundidos en la desesperanza más ruin, a deshabitarnos como esos cortijos arruinados de los que se apoderan las zarzas y las ortigas, los sapos y los lagartos, y yo lo sabía, estaba seguro de ello, sugestionado de su fatalidad, cierto de que más tarde o más temprano tenía que suceder, y esa certeza de no poder oponerme a lo que el instinto me decía, me ponía los genios en una tensión que me los forzaba.

Yo algunas veces me quedaba mirando como un inocente para Pascualillo, y los ojos a los pocos minutos se me ponían arrasados por las lágrimas; le hablaba.

—Pascual, hijo...

Y él me miraba con sus redondos ojos y me sonreía. Mi mujer volvía a intervenir.

—Pascual, bien se nos cría el niño.

—Bien, Lola. ¡Ojalá siga así!

—¿Por qué lo dices?

—Ya ves. ¡Las criaturas son tan delicadas!

—¡Hombre, no seas mal pensado!

—No; mal pensado, no... ¡Hemos de tener mucho cuidado!

—Mucho.

—Y evitar que se nos resfríe.

—Sí... ¡Podría ser su muerte!

—Los niños mueren de resfriado...

—¡Algún mal aire!

La conversación iba muriendo poco a poco, como los pájaros o como las flores, con la misma dulzura y lentitud con las que, poco a poco también, mueren los niños, los niños atravesados por algún mal aire traidor...

—Estoy como espantada, Pascual.

—¿De qué?

—¡Mira que si se nos va! —¡Mujer!

—¡Son tan tiernas las criaturas a esta edad!

—Nuestro hijo bien hermoso está, con sus carnes rosadas y su risa siempre en la boca.

—Cierto es, Pascual. ¡Soy tonta!

Y se reía, toda nerviosa, abrazando al hijo contra su pecho.

—¡Oye!

—¡Qué!

—¿De qué murió el hijo de la Carmen?

—¿Y a ti que más te da?

—¡Hombre! Por saber...

—Dicen que murió de moquillo.

—¿Por algún mal aire?

—Parece.

—¡Pobre Carmen, con lo contenta que andaba con el hijo! La misma carita de cielo del padre —decía—, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo. —Contra más ilusión se hace una, parece como si más apuro hubiese por hacérnoslo perder...

—Sí.

—Debería saberse cuánto había de durarnos cada hijo, que lo llevasen escrito en la frente...

—¡Calla!

—¿Por qué?

—¡No puedo oírte!

Un golpe de azada en la cabeza no me hubiera dejado en aquel momento más aplanado que las palabras de Lola.

—¿Has oído?

—¡Qué!

—La ventana.

—¿La ventana?

—Sí; chirría como si quisiera atravesarla algún aire...

El chirriar de la ventana, mecida por el aire, se fue a confundir con una queja.

—¿Duerme el niño?

—Sí.

—Parece como que sueña.

—No lo oigo.

—Y que se lamenta como si tuviera algún mal...

—¡Aprensiones!

—¡Dios te oiga! Me dejaría sacar los ojos...

En la alcoba, el quejido del niño semejaba el llanto de las encinas pasadas por el viento.

—¡Se queja!

Lola se fue a ver qué le pasaba; yo me quedé en la cocina fumando un pitillo, ese pitillo que siempre me cogen fumando los momentos de apuro.

Pocos días duró. Cuando lo devolvimos a la tierra, once meses tenía; once meses de vida y de cuidados a los que algún mal aire traidor echó por el suelo...

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Por seguro se lo digo que —aunque después, al enfriarme, pensara lo contrario— en aquel momento no otra cosa me pasó por el magín que la idea de que el aborto de Lola pudiera habérsele ocurrido tenerlo de soltera. ¡Cuánta bilis y cuánto resquemor y veneno me hubiera ahorrado!

A consecuencia de aquel desgraciado accidente me quedé como anonadado y hundido en las más negras imaginaciones y hasta que reaccioné hubieron de pasar no menos de doce largos meses en los cuales, como evadido del espíritu, andaba por el pueblo. Al año, o poco menos, de haberse malogrado lo que hubiera de venir, quedó Lola de nuevo encinta y pude ver con alegría que idénticas ansias y los mismos desasosiegos que la vez primera me acometían: el tiempo pasaba demasiado despacio para lo de prisa que quisiera yo verlo pasar, y un humor endiablado me acompañaba como una sombra dondequiera que fuese.

Me torné huraño y montaraz, aprensivo y hosco, y como ni mi mujer ni mi madre entendieran gran cosa de caracteres, estábamos todos en un constante vilo por ver dónde saltaba la bronca. Era una tensión que nos destrozaba, pero que parecía como si la cultivásemos gozosos; todo nos parecía alusivo, todo malintencionado, todo de segunda intención. ¡Fueron unos meses de un agobio como no puede usted ni figurarse!

La idea de que mi mujer pudiera volver a abortar era algo que me sacaba de quicio; los amigos me notaban extraño, y la Chispa —que por entonces viva andaba aún— parecía que me miraba menos cariñosa.

Yo la hablaba, como siempre.

—¿Qué tienes?

Y ella me miraba como suplicante, moviendo el rabillo muy de prisa, casi gimiendo y poniéndome unos ojos que destrozaban el corazón. A ella también se le habían ahogado las crías en el vientre. En su inocencia, ¡quién sabe si no conocería la mucha pena que su desgracia me produjera!, eran tres los perrillos que vivos no llegaron a nacer; los tres igualitos, los tres pegajosos como la almíbar, los tres grises y medio sarnosos como ratas. Abrió un hoyo entre los cantuesos y allí los metió. Cuando al salir al monte detrás de los conejos parábamos un rato por templar el aliento, ella, con ese aire doliente de las hembras sin hijos, se acercaba hasta el hoyo por olerlo.

Cuando, entrado ya el octavo mes, la cosa marchaba como sobre carriles; cuando, gracias a los consejos de la señora Engracia, el embarazo de mi mujer iba camino de convertirse en un modelo de embarazo y cuando, por el mucho tiempo pasado y por el poco que faltaba ya por pasar, todo podía hacer suponer que lo prudente sería alejar el cuidado, tales ansias me entraban, y tales prisas, que por seguro tuve desde entonces el no loquear en la vida si de aquel berenjenal salía con razón.

Hacia los días señalados por la señora Engracia, y como si la Lola fuera un reló, de precisa como andaba, vino al mundo, y con una sencillez y una felicidad que a mí ya me tenían extrañado, mi nuevo hijo, mejor dicho, mi primer hijo, a quien en la pila del bautismo pusimos por nombre Pascual, como su padre, un servidor. Yo hubiera querido ponerle Eduardo, por haber nacido en el día del santo y ser la costumbre de la tierra; pero mi mujer, que por entonces andaba cariñosa como nunca, insistió en ponerle el nombre que yo llevaba, cosa para la que poco tiempo gastó en convencerme, dada la mucha ilusión que me hacía. Mentira me parece, pero por bien cierto le aseguro que lo tengo, el que por entonces la misma ilusión que a un muchacho con botas nuevas me hicieron los accesos de cariño de mi mujer; se los agradecía de todo corazón, se lo juro.

Ella, como era de natural recio y vigoroso, a los dos días del parto estaba tan nueva como si nada hubiera pasado. La figura que formaba, toda desmelenada dándole de mamar a la criatura, fue una de las cosas que más me impresionaron en la vida; aquello sólo me compensaba con creces los muchos cientos de malos ratos pasados.

Yo me pasaba largas horas sentado a los pies de la cama. Lola me decía, muy bajo, como ruborizada:

—Ya te he dado uno...

—Sí.

—Y bien hermoso...

—Gracias a Dios.

Ahora hay que tener cuidado con él.

—Sí, ahora es cuando hay que tener cuidado.

—De los cerdos...

El recuerdo de mi pobre hermano Mario me asaltaba; si yo tuviera un hijo con la desgracia de Mario, lo ahogaría para privarle de sufrir.

—Sí; de los cerdos...

—Y de las fiebres también.

—Sí.

—Y de las insolaciones...

—Sí; también de las insolaciones...

El pensar que aquel tierno pedazo de carne que era mi hijo, a tales peligros había de estar sujeto, me ponía las carnes de gallina.

—Le pondremos vacuna.

—Cuando sea mayorcito...

—Y lo llevaremos siempre calzado, porque no se corte los pies.

—Y cuando tenga siete añitos lo mandaremos a la escuela...

—Y yo le enseñaré a cazar...

Lola se reía, ¡era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué no decirlo?, viéndola a ella, hermosa como pocas, con un hijo en el brazo como una santa María.

—¡Haremos de él un hombre de provecho!

¡Qué ajenos estábamos los dos a que Dios —que todo lo dispone para la buena marcha de los universos— nos lo había de quitar! Nuestra ilusión, todo nuestro bien, nuestra fortuna entera, que era nuestro hijo, habíamos de acabar perdiéndolo aun antes de poder probar a encarrilarlo. ¡Misterios de los afectos, que se tíos van cuando más falta nos hacen!

Sin encontrar una causa que lo justificase, aquel gozar en la contemplación del niño me daba muy mala espina. Siempre tuve muy buen ojo para la desgracia —no sé si para mi bien o si para mi mal— y aquel presentimiento, como todos, fue a confirmarse al rodar de los meses como para seguir redondeando mi desdicha, esa desdicha que nunca parecía acabar de redondearse.

Mi mujer seguía hablándome del hijo.

—Bien se nos cría..., parece un rollito de manteca.

Y aquel hablar y más hablar de la criatura hacía que poco a poco se me fuera volviendo odiosa; nos iba a abandonar, a dejar hundidos en la desesperanza más ruin, a deshabitarnos como esos cortijos arruinados de los que se apoderan las zarzas y las ortigas, los sapos y los lagartos, y yo lo sabía, estaba seguro de ello, sugestionado de su fatalidad, cierto de que más tarde o más temprano tenía que suceder, y esa certeza de no poder oponerme a lo que el instinto me decía, me ponía los genios en una tensión que me los forzaba.

Yo algunas veces me quedaba mirando como un inocente para Pascualillo, y los ojos a los pocos minutos se me ponían arrasados por las lágrimas; le hablaba.

—Pascual, hijo...

Y él me miraba con sus redondos ojos y me sonreía. Mi mujer volvía a intervenir.

—Pascual, bien se nos cría el niño.

—Bien, Lola. ¡Ojalá siga así!

—¿Por qué lo dices?

—Ya ves. ¡Las criaturas son tan delicadas!

—¡Hombre, no seas mal pensado!

—No; mal pensado, no... ¡Hemos de tener mucho cuidado!

—Mucho.

—Y evitar que se nos resfríe.

—Sí... ¡Podría ser su muerte!

—Los niños mueren de resfriado...

—¡Algún mal aire!

La conversación iba muriendo poco a poco, como los pájaros o como las flores, con la misma dulzura y lentitud con las que, poco a poco también, mueren los niños, los niños atravesados por algún mal aire traidor...

—Estoy como espantada, Pascual.

—¿De qué?

—¡Mira que si se nos va! —¡Mujer!

—¡Son tan tiernas las criaturas a esta edad!

—Nuestro hijo bien hermoso está, con sus carnes rosadas y su risa siempre en la boca.

—Cierto es, Pascual. ¡Soy tonta!

Y se reía, toda nerviosa, abrazando al hijo contra su pecho.

—¡Oye!

—¡Qué!

—¿De qué murió el hijo de la Carmen?

—¿Y a ti que más te da?

—¡Hombre! Por saber...

—Dicen que murió de moquillo.

—¿Por algún mal aire?

—Parece.

—¡Pobre Carmen, con lo contenta que andaba con el hijo! La misma carita de cielo del padre —decía—, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo. —Contra más ilusión se hace una, parece como si más apuro hubiese por hacérnoslo perder...

—Sí.

—Debería saberse cuánto había de durarnos cada hijo, que lo llevasen escrito en la frente...

—¡Calla!

—¿Por qué?

—¡No puedo oírte!

Un golpe de azada en la cabeza no me hubiera dejado en aquel momento más aplanado que las palabras de Lola.

—¿Has oído?

—¡Qué!

—La ventana.

—¿La ventana?

—Sí; chirría como si quisiera atravesarla algún aire...

El chirriar de la ventana, mecida por el aire, se fue a confundir con una queja.

—¿Duerme el niño?

—Sí.

—Parece como que sueña.

—No lo oigo.

—Y que se lamenta como si tuviera algún mal...

—¡Aprensiones!

—¡Dios te oiga! Me dejaría sacar los ojos...

En la alcoba, el quejido del niño semejaba el llanto de las encinas pasadas por el viento.

—¡Se queja!

Lola se fue a ver qué le pasaba; yo me quedé en la cocina fumando un pitillo, ese pitillo que siempre me cogen fumando los momentos de apuro.

Pocos días duró. Cuando lo devolvimos a la tierra, once meses tenía; once meses de vida y de cuidados a los que algún mal aire traidor echó por el suelo...