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La familia de Pascual Duarte - Cela, XII

XII

¡Estoy hasta los huesos de tu cuerpo!

—¡De tu carne de hombre que no aguanta los tiempos!

—¡Ni aguanta el sol de estío!

—¡Ni los fríos de diciembre!

—¡Para esto crié yo mis pechos, duros como el pedernal!

—¡Para esto crié yo mi boca, fresca como la pavía!

—¡Para esto te di yo dos hijos, que ni el andar de la caballería ni el mal aire en la noche supieron aguantar!

Estaba como loca, como poseída por todos los demonios, alborotada y fiera como un gato montés... Yo aguantaba callado la gran verdad.

—¡Eres como tu hermano!

...la puñalada a traición que mi mujer gozaba en asestarme...

Para nada nos vale el apretar el paso al vernos sorprendidos en el medio de la llanura por la tormenta. Nos mojamos lo mismo y nos fatigamos mucho más. Las centellas nos azaran, el ruido de los truenos nos destempla y nuestra sangre, como incomodada, nos golpea las sienes y la garganta.

—¡Ay, si tu padre Esteban viera tu poco arranque!

—¡Tu sangre que se vierte en la tierra al tocarla!

—¡Esa mujer que tienes!

¿Había de seguir? Muchas veces brilló el sol para todos; pero su luz, que ciega a los albinos, no les llega a los negros para pestañear.

—¡No siga!

Mi madre no podía reprochar mi dolor, el dolor que en mi pecho dejara el hijo muerto, la criatura que en sus once meses fue talmente un lucero.

Se lo dije bien claro; todo lo claro que se puede hablar.

—El fuego ha de quemarnos a los dos, madre.

—¿Qué fuego?

—Ese fuego con el que usted está jugando... Mi madre puso un gesto como extraño.

—¿Qué es lo que quieres ver?

—Que tenemos los hombres un corazón muy recio.

—Que para nada os sirve...

—¡Nos sirve para todo!

No entendía; mi madre no entendía. Me miraba, me hablaba... ¡Ay, si no me mirara!

—¿Ves los lobos que tiran por el monte, el gavilán que vuela hasta las nubes, la víbora que espera entre las piedras?

—¡Pues peor que todos juntos es el hombre!

—¿Por qué me dices esto?

—¡Por nada! Pensé decirle:

—¡Porque os he de matar!

Pero la voz se me trabó en la lengua.

Y me quedé yo solo con la hermana, la desgraciada, la deshonrada, aquella que manchaba el mirar de las mujeres decentes.

—¿Has oído?

—Sí.

—¡Nunca lo hubiera creído!

—Ni yo...

—Nunca había pensado que era un hombre maldito.

—No lo eres...

El aire se alzó sobre el monte, aquel mal aire traidor que anduvo en los olivos, que llegará hasta el mar atravesando criaturas... Chirriaba en la ventana con su quejido.

La Rosario estaba como llorosa.

—¿Por qué dices que eres un hombre maldito?

—No soy yo quien lo dice.

—Son esas dos mujeres...

La llama del candil subía y bajaba como la respiración; en la cocina olía a acetileno, que tiene un olor acre y agradable que se hunde hasta los nervios, que nos excita las carnes, estas pobres y condenadas carnes mías a las que tanta falta hacía por aquella fecha alguna excitación.

Mi hermana estaba pálida; la vida que llevaba dejaba su señal cruel por las ojeras. Yo la quería con ternura, con la misma ternura con la que ella me quería a mí.

—Rosario, hermana mía...

—Pascual...

—Triste es el tiempo que a los dos nos aguarda.

—Todo se arreglará...

—¡Dios lo haga!

Mi madre volvía a intervenir.

—Mal arreglo le veo.

Y mi mujer, ruin como las culebras, sonreía su maldad.

—¡Bien triste es esperar que sea Dios quien lo arregle!

Dios está en lo más alto y es como un águila con su mirar; no se le escapa detalle.

—¡Y si Dios lo arreglase!

—No nos querrá tan bien...

Se mata sin pensar, bien probado lo tengo; a veces, sin querer. Se odia, se odia intensamente, ferozmente, y se abre la navaja, y con ella bien abierta se llega, descalzo, hasta la cama donde duerme el enemigo. Es de noche, pero por la ventana entra el claror de la luna; se ve bien. Sobre la cama está echado el muerto, el que va a ser el muerto. Uno lo mira; lo oye respirar; no se mueve, está quieto como si nada fuera a pasar. Como la alcoba es vieja, los muebles nos asustan con su crujir que puede despertarlo, que a lo mejor había de precipitar las puñaladas. El enemigo levanta un poco el embozo y se da la vuelta: sigue dormido. Su cuerpo abulta mucho; la ropa engaña. Uno se acerca cautelosamente; lo toca con la mano con cuidado. Está dormido, bien dormido; ni se había de enterar...

Pero no se puede matar así; es de asesinos. Y uno piensa volver sobre sus pasos, desandar lo ya andado... No; no es posible. Todo está muy pensado; es un instante, un corto instante y después...

Pero tampoco es posible volverse atrás. El día llegará y en el día no podríamos aguantar su mirada, esa mirada que en nosotros se clavará aún sin creerlo.

Habrá que huir; que huir lejos del pueblo, donde nadie nos conozca, donde podamos empezar a odiar con odios nuevos. El odio tarda años en incubar; uno ya no es un niño y cuando el odio crezca y nos ahogue los pulsos, nuestra vida se irá. El corazón no albergará más hiel y ya estos brazos, sin fuerza, caerán...

XII XII XII

¡Estoy hasta los huesos de tu cuerpo!

—¡De tu carne de hombre que no aguanta los tiempos!

—¡Ni aguanta el sol de estío!

—¡Ni los fríos de diciembre!

—¡Para esto crié yo mis pechos, duros como el pedernal!

—¡Para esto crié yo mi boca, fresca como la pavía!

—¡Para esto te di yo dos hijos, que ni el andar de la caballería ni el mal aire en la noche supieron aguantar!

Estaba como loca, como poseída por todos los demonios, alborotada y fiera como un gato montés... Yo aguantaba callado la gran verdad.

—¡Eres como tu hermano!

...la puñalada a traición que mi mujer gozaba en asestarme...

Para nada nos vale el apretar el paso al vernos sorprendidos en el medio de la llanura por la tormenta. Nos mojamos lo mismo y nos fatigamos mucho más. Las centellas nos azaran, el ruido de los truenos nos destempla y nuestra sangre, como incomodada, nos golpea las sienes y la garganta.

—¡Ay, si tu padre Esteban viera tu poco arranque!

—¡Tu sangre que se vierte en la tierra al tocarla!

—¡Esa mujer que tienes!

¿Había de seguir? Muchas veces brilló el sol para todos; pero su luz, que ciega a los albinos, no les llega a los negros para pestañear. Many times the sun shone for all; but its light, which blinds the albinos, does not reach the blacks to blink.

—¡No siga!

Mi madre no podía reprochar mi dolor, el dolor que en mi pecho dejara el hijo muerto, la criatura que en sus once meses fue talmente un lucero.

Se lo dije bien claro; todo lo claro que se puede hablar.

—El fuego ha de quemarnos a los dos, madre.

—¿Qué fuego?

—Ese fuego con el que usted está jugando... Mi madre puso un gesto como extraño.

—¿Qué es lo que quieres ver?

—Que tenemos los hombres un corazón muy recio.

—Que para nada os sirve...

—¡Nos sirve para todo!

No entendía; mi madre no entendía. Me miraba, me hablaba... ¡Ay, si no me mirara!

—¿Ves los lobos que tiran por el monte, el gavilán que vuela hasta las nubes, la víbora que espera entre las piedras?

—¡Pues peor que todos juntos es el hombre!

—¿Por qué me dices esto?

—¡Por nada! Pensé decirle:

—¡Porque os he de matar!

Pero la voz se me trabó en la lengua.

Y me quedé yo solo con la hermana, la desgraciada, la deshonrada, aquella que manchaba el mirar de las mujeres decentes.

—¿Has oído?

—Sí.

—¡Nunca lo hubiera creído!

—Ni yo...

—Nunca había pensado que era un hombre maldito.

—No lo eres...

El aire se alzó sobre el monte, aquel mal aire traidor que anduvo en los olivos, que llegará hasta el mar atravesando criaturas... Chirriaba en la ventana con su quejido.

La Rosario estaba como llorosa.

—¿Por qué dices que eres un hombre maldito?

—No soy yo quien lo dice.

—Son esas dos mujeres...

La llama del candil subía y bajaba como la respiración; en la cocina olía a acetileno, que tiene un olor acre y agradable que se hunde hasta los nervios, que nos excita las carnes, estas pobres y condenadas carnes mías a las que tanta falta hacía por aquella fecha alguna excitación.

Mi hermana estaba pálida; la vida que llevaba dejaba su señal cruel por las ojeras. Yo la quería con ternura, con la misma ternura con la que ella me quería a mí.

—Rosario, hermana mía...

—Pascual...

—Triste es el tiempo que a los dos nos aguarda.

—Todo se arreglará...

—¡Dios lo haga!

Mi madre volvía a intervenir.

—Mal arreglo le veo.

Y mi mujer, ruin como las culebras, sonreía su maldad.

—¡Bien triste es esperar que sea Dios quien lo arregle!

Dios está en lo más alto y es como un águila con su mirar; no se le escapa detalle.

—¡Y si Dios lo arreglase!

—No nos querrá tan bien...

Se mata sin pensar, bien probado lo tengo; a veces, sin querer. Se odia, se odia intensamente, ferozmente, y se abre la navaja, y con ella bien abierta se llega, descalzo, hasta la cama donde duerme el enemigo. Es de noche, pero por la ventana entra el claror de la luna; se ve bien. Sobre la cama está echado el muerto, el que va a ser el muerto. Uno lo mira; lo oye respirar; no se mueve, está quieto como si nada fuera a pasar. Como la alcoba es vieja, los muebles nos asustan con su crujir que puede despertarlo, que a lo mejor había de precipitar las puñaladas. El enemigo levanta un poco el embozo y se da la vuelta: sigue dormido. Su cuerpo abulta mucho; la ropa engaña. Uno se acerca cautelosamente; lo toca con la mano con cuidado. Está dormido, bien dormido; ni se había de enterar...

Pero no se puede matar así; es de asesinos. Y uno piensa volver sobre sus pasos, desandar lo ya andado... No; no es posible. Todo está muy pensado; es un instante, un corto instante y después...

Pero tampoco es posible volverse atrás. El día llegará y en el día no podríamos aguantar su mirada, esa mirada que en nosotros se clavará aún sin creerlo.

Habrá que huir; que huir lejos del pueblo, donde nadie nos conozca, donde podamos empezar a odiar con odios nuevos. El odio tarda años en incubar; uno ya no es un niño y cuando el odio crezca y nos ahogue los pulsos, nuestra vida se irá. El corazón no albergará más hiel y ya estos brazos, sin fuerza, caerán...