×

Мы используем cookie-файлы, чтобы сделать работу LingQ лучше. Находясь на нашем сайте, вы соглашаетесь на наши правила обработки файлов «cookie».


image

Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (41)

Los desposeídos (41)

Lo único que finalmente le quedó por nacer fue desenrollar la ropa de cama, acostarse a solas y dormir, dormir con pesadillas y sin consuelo.

Temprano por la mañana golpeó Bunub. La atendió en la puerta, sin hacerse a un lado para que pudiera pasar. Bunub era la vecina del fondo del corredor, una mujer de cincuenta años, que trabajaba de mecánica en la fábrica de motores para vehículos aéreos. Takver siempre la había encontrado divertida, pero a Shevek lo enfurecía. Ante todo, codiciaba el cuarto de ellos. Lo había solicitado la primera vez que quedara vacante, decía, pero la animosidad de la encargada de la manzana le había impedido conseguirlo. El de ella no tenía la ventana rinconera, el objeto de su envidia incurable. Sin embargo, era un cuarto doble, y ella vivía sola, lo que era egoísta de parte de ella, dada la escasez de viviendas; pero Shevek nunca hubiera perdido el tiempo en discusiones si ella no lo hubiera obligado tratando de excusarse. Ella explicaba y explicaba. Tenía un compañero, un compañero para toda la vida, «igual que vosotros dos» (sonrisa boba). Pero ¿dónde estaba el compañero? Por alguna razón siempre se lo mencionaba en tiempo pasado. Mientras tanto el cuarto doble quedaba perfectamente justificado por la procesión de hombres que cruzaba la puerta de Bunub, un hombre diferente cada noche, como si Bunub fuese una ardorosa muchacha de diecisiete. Takver observaba el desfile con admiración. Bunub iba a verla y le hablaba de los hombres, y se quejaba, se quejaba. No tener un cuarto en la esquina era sólo uno de los innumerables motivos de resentimiento de Bunub. Tenía una mente insidiosa además de envidiosa, capaz de ver el mal en todas las cosas, y tomárselo a pecho. La fábrica donde trabajaba era un ponzoñoso montón de incompetencia, favoritismo y sabotaje. Las asambleas sindicales eran un verdadero manicomio de insinuaciones pérfidas, todas contra ella. El organismo social íntegro estaba dedicado a la persecución de Bunub. Todo esto nacía reír a Takver, a veces a mandíbula batiente, en la cara misma de Bunub.

—¡Oh, Bunub, eres tan cómica! —jadeaba, y la mujer, el pelo gris, la boca fina, los ojos bajos, sonreía débilmente, no ofendida, en absoluto, y continuaba con aquella monstruosa retahíla. Shevek sabía que Takver hacía bien en reírse de ella, pero él no podía reírse.

—Es terrible. —Bunub se escurrió por delante de Shevek y se encaminó en línea recta a la mesa, a leer la carta de Takver. La tomó. Shevek se la arrancó de la mano con una celeridad tranquila para la cual Bunub no estaba preparada—. Sencillamente terrible. Ni siquiera una década de preaviso. Simplemente: ¡Ven aquí! ¡Ahora! Y dicen que somos gente libre, se supone que somos gente libre. ¡Bonita burla! Destruir de esa manera una sociedad feliz. Eso es lo que hicieron, sabes. Están en contra de las parejas, puedes verlo todo el tiempo, mandan a los compañeros a sitios diferentes, a propósito. Eso fue lo que hicieron conmigo y con Lebeks, la misma cosa. Nunca más volveremos a estar juntos. No con toda la Divtrab alineada contra nosotros. Y ahí está la cunita, vacía. ¡Pobre criaturita! ¡Lo que ha llorado estas cuatro décadas, de día y de noche! Me tenía despierta horas y horas. La escasez, por supuesto; Takver no tenía bastante leche. ¡Mandar a una madre lactante allá, a un puesto a centenares de millas, te imaginas! No creo que puedas reunirte allá con ella, ¿dónde fue que la mandaron?

—Al Noreste. Quiero ir a desayunar, Bunub. Tengo hambre.

—¿No es típico que lo hicieran mientras no estabas?

—¿Que hicieran qué mientras no estaba?

—Mandarla lejos... destruir la pareja. —Bunub leía ahora la nota de Sabul, que había desarrugado cuidadosamente—. ¡Ellos saben cuándo tienen que intervenir! Me imagino que dejarás el cuarto, ¿no? No te permitirán quedarte con uno doble. Takver hablaba de volver pronto, pero me di cuenta de que quería darse ánimos. ¡Libertad, dicen que somos libres, bonita burla! Llevados y traídos de aquí para allá...

—Oh, maldita sea, Bunub, si Takver no hubiese querido el puesto, lo habría rechazado. Sabes que nos amenaza una hambruna.

—Bueno. Me preguntaba si ella no estaba deseando un cambio. Suele ocurrir después que viene un bebé. Pensé hace tiempo que tendríais que haber llevado ese bebé a un parvulario. Los niños se interponen entre los compañeros. Los atan. Es natural, como tú dices, que ella haya estado deseando un cambio, y se haya apresurado a aceptarlo cuando lo consiguió.

—Yo no dije eso. Voy a desayunar. —Shevek salió a grandes pasos, con cinco o seis puntos sensibles en carne viva que Bunub había tocado certeramente. Lo horrible de aquella mujer era que expresaba todos los temores de él, los más ruines. Ahora se había quedado en la habitación, probablemente para planificar la mudanza.

Se había despenado tarde, y llegó al comedor justo antes que cerraran las puertas. Famélico todavía del viaje, tomó una doble ración de potaje y de pan. El muchacho que atendía las mesas lo miró con desaprobación. Nadie en estos tiempos se servía porciones dobles. Shevek le devolvió la mirada y no dijo nada. Había pasado unas ochentas horas con dos tazones de sopa y un kilo de pan, y tenía derecho a resarcirse, pero maldición, no iba a dar explicaciones. La existencia se justifica por sí misma, la necesidad es el derecho. Él era un odoniano, la culpa la dejaba para los aprovechados.

Se sentó en una mesa a solas, pero Desar se le unió inmediatamente, sonriendo, mirándolo o mirando al lado de él con sus desconcertantes ojos estrábicos.

—Larga ausencia—dijo Desar.

—Leva agrícola. Seis décadas. ¿Cómo anduvieron las cosas aquí?

—Escaseando.

—Escasearán todavía más —dijo Shevek, pero sin verdadera convicción, pues estaba comiendo, y el sabor del potaje era maravilloso. ¡Frustración, angustia, hambruna! le decía el cerebro, asiento de la inteligencia; pero el cerebelo, acurrucado con impenitente ferocidad en la oscuridad profunda del cráneo, reclamaba: ¡Comida ahora! ¡Comida ahora! ¡Bueno, bueno!

—¿Viste a Sabul?

—No.

Llegué tarde anoche. —Miró a Desar y dijo con fingida indiferencia—: Takver consiguió un puesto en la lucha contra la hambruna; tuvo que marcharse hace cuatro días.

Desar asintió con genuina indiferencia.

—Eso oí. ¿Supiste de la reorganización del Instituto?

—No.

¿Qué sucede?

El matemático extendió sobre la mesa las manos largas, delicadas, y se las miró. Era poco suelto de lengua y telegráfico; en realidad, tartamudeaba; pero Shevek nunca había llegado a saber si era una tartamudez verbal o moral. Así como siempre había simpatizado con Desar, sin saber por qué, siempre había momentos en que lo encontraba profundamente desagradable, también sin saber por qué. Este era uno de esos momentos. Había un algo de taimado en la expresión de la boca de Desar, en sus ojos bajos, como en los ojos bajos de Bunub.

—Un corte drástico. Sólo quedó el equipo funcional. Echaron a Shipeg. —Shipeg era un matemático notoriamente estúpido que siempre conseguía, adulando una y otra vez a los estudiantes, procurarse en cada término un curso que ellos mismos solicitaban—. Lo enviaron afuera. Un instituto regional.

—Hará menos daño escardando holum —dijo Shevek. Ahora que se había alimentado pensaba que quizá la sequía, en última instancia, podía favorecer de algún modo al organismo social. Las prioridades volvían a ser claras. Eliminadas las inepcias, los puntos débiles, los focos enfermos, los órganos perezosos funcionarían otra vez a un ritmo normal, el cuerpo político perdería grasa.

—Hablé por ti, en la Asamblea —dijo Desar, alzando los ojos pero sin encontrar, porque no podía, los ojos de Shevek. Mientras Desar hablaba, aún antes de comprender lo que él quería decirle, Shevek supo que estaba mintiendo. Lo supo con absoluta certeza. Desar no había hablado por él, había hablado contra él.

Ahora comprendía por qué a veces lo detestaba: reconocía que en Desar había a veces malicia pura, algo que hasta entonces se había negado a admitir. Que Desar también lo quería y que trataba de dominarlo era igualmente claro y, para Shevek, igualmente detestable. Los senderos tortuosos de la posesividad, los laberintos del amor / odio no tenían sentido para él. Arrogante, intolerante, pasaba a través de esos muros sin detenerse. No volvió a hablar con el matemático, terminó el desayuno y cruzó la plazoleta en la mañana luminosa de principios de otoño, alejándose hacia el Gabinete de Física.

Fue al cuarto trasero que todo el mundo llamaba «la oficina de Sabul», la habitación en que se habían encontrado por primera vez, cuando Sabul le entregara la gramática y el diccionario ióticos. Sabul alzó los ojos detrás del escritorio, y los volvió a bajar, absorto en sus papeles, el científico infatigable, abstraído-; luego permitió que la presencia de Shevek se le filtrase en el sobrecargado cerebro; y en seguida, de pronto, se mostró efusivo, efusivo con Shevek. Parecía enflaquecido y más viejo, y cuando se levantó encorvó los hombros más que de costumbre, en una postura que era quizá conciliadora.

—¡Tiempos malos! —dije—. ¿Eh? ¡Tiempos difíciles!

—Habrá peores —replicó Shevek con volubilidad—. ¿Cómo andan las cosas por aquí?

—Mal, mal. —Sabul meneó la cabeza encanecida—. Estos son malos tiempos para la ciencia pura, para el intelectual.

—¿Hubo alguno bueno?

Sabul soltó una risita forzada.

—¿Llegó algo para nosotros en los embarques de Urras, este verano? —dijo Shevek, mientras hacía sitio en el banco. Se sentó y cruzó las piernas. Delgado, la tez clara y curtida por el sol de Levante del Sur, que le había plateado la fina pelusa del rostro, era una figura sólida y joven, al lado de Sabul. Los dos se daban cuenta del contraste.

—Nada de interés.

—¿Ningún comentario sobre los Principios?

—No.

—El tono era agrio, más parecido al tono habitual de Sabul.

—¿Ninguna carta?

—No.

—Eso es raro.

—¿Qué tiene de raro? ¿Qué esperabas, una cátedra en la Universidad de Ieu Eun? ¿El Premio Seo Oen?

—Esperaba reseñas y réplicas. Ha habido tiempo suficiente. —Dijo esto mientras Sabul decía—: Aún no ha habido tiempo para reseñas.

Una pausa.

—Tendrás que comprender, Shevek, que la convicción de que estás en la verdad no es suficiente. Trabajaste duro en ese libro, lo sé. Y yo trabajé duro escribiéndolo, tratando de aclarar que no era sólo un ataque irresponsable a la teoría secuencial, que tenía aspectos positivos. Pero si otros físicos no dan valor a tu trabajo, entonces es hora de que revises tu propia escala de valores y ver dónde está la discrepancia. Si para otra gente no significa nada, ¿de qué sirve? ¿Qué función cumple?

—Soy un físico, no un analista de funciones —dijo Shevek con amabilidad.

—Todo odoniano tiene que ser un analista de funciones. Tú has cumplido treinta años, ¿no? A esa edad un hombre tendría que conocer no sólo su función celular sino también su función orgánica, el papel óptimo que podría corresponderle en el organismo social. Quizá tú no hayas tenido que pensarlo, no tanto como la mayoría de la gente...

—No.

Desde los diez o doce años he sabido qué clase de trabajo tenía que hacer.

—Lo que un niño piensa que le gusta hacer no es siempre lo que la sociedad necesita.

—Tengo treinta años, como tú dices. Un niño un poco viejo.

—Has llegado a esa edad en un ambiente excepcional, siempre protegido, amparado. Primero el Instituto Regional de Poniente del Norte...

—Y un proyecto de replantación forestal, y proyectos agrícolas, y enseñanza práctica, y comités de distritos, y trabajos voluntarios desde que empezó la sequía; la cantidad habitual de kleggich necesario. Me gusta hacerlo, en realidad. Pero también hago física. ¿A dónde quieres ir?

Como Sabul no contestaba, y se limitaba a mirarlo con furia por debajo de las cejas espesas, aceitosas, Shevek agregó:

—Bien podrías decirlo claramente, pues no llegarás a nada por el camino de mi conciencia social.

—¿Consideras funcional el trabajo que has hecho aquí?

—Sí. «Cuanto más organizado, más central es el organismo: lo central significa en este caso el campo de la función real». De las Definiciones de Tomar. Puesto que la física temporal intenta organizado todo en una estructura inteligible, es por definición una actividad central y funcional.


Los desposeídos (41)

Lo único que finalmente le quedó por nacer fue desenrollar la ropa de cama, acostarse a solas y dormir, dormir con pesadillas y sin consuelo.

Temprano por la mañana golpeó Bunub. La atendió en la puerta, sin hacerse a un lado para que pudiera pasar. Bunub era la vecina del fondo del corredor, una mujer de cincuenta años, que trabajaba de mecánica en la fábrica de motores para vehículos aéreos. Takver siempre la había encontrado divertida, pero a Shevek lo enfurecía. Ante todo, codiciaba el cuarto de ellos. Lo había solicitado la primera vez que quedara vacante, decía, pero la animosidad de la encargada de la manzana le había impedido conseguirlo. El de ella no tenía la ventana rinconera, el objeto de su envidia incurable. Sin embargo, era un cuarto doble, y ella vivía sola, lo que era egoísta de parte de ella, dada la escasez de viviendas; pero Shevek nunca hubiera perdido el tiempo en discusiones si ella no lo hubiera obligado tratando de excusarse. Ella explicaba y explicaba. Tenía un compañero, un compañero para toda la vida, «igual que vosotros dos» (sonrisa boba). Pero ¿dónde estaba el compañero? Por alguna razón siempre se lo mencionaba en tiempo pasado. Mientras tanto el cuarto doble quedaba perfectamente justificado por la procesión de hombres que cruzaba la puerta de Bunub, un hombre diferente cada noche, como si Bunub fuese una ardorosa muchacha de diecisiete. Takver observaba el desfile con admiración. Bunub iba a verla y le hablaba de los hombres, y se quejaba, se quejaba. No tener un cuarto en la esquina era sólo uno de los innumerables motivos de resentimiento de Bunub. Tenía una mente insidiosa además de envidiosa, capaz de ver el mal en todas las cosas, y tomárselo a pecho. La fábrica donde trabajaba era un ponzoñoso montón de incompetencia, favoritismo y sabotaje. Las asambleas sindicales eran un verdadero manicomio de insinuaciones pérfidas, todas contra ella. El organismo social íntegro estaba dedicado a la persecución de Bunub. Todo esto nacía reír a Takver, a veces a mandíbula batiente, en la cara misma de Bunub.

—¡Oh, Bunub, eres tan cómica! —jadeaba, y la mujer, el pelo gris, la boca fina, los ojos bajos, sonreía débilmente, no ofendida, en absoluto, y continuaba con aquella monstruosa retahíla. Shevek sabía que Takver hacía bien en reírse de ella, pero él no podía reírse.

—Es terrible. —Bunub se escurrió por delante de Shevek y se encaminó en línea recta a la mesa, a leer la carta de Takver. La tomó. Shevek se la arrancó de la mano con una celeridad tranquila para la cual Bunub no estaba preparada—. Sencillamente terrible. Ni siquiera una década de preaviso. Simplemente: ¡Ven aquí! ¡Ahora! Y dicen que somos gente libre, se supone que somos gente libre. ¡Bonita burla! Destruir de esa manera una sociedad feliz. Eso es lo que hicieron, sabes. Están en contra de las parejas, puedes verlo todo el tiempo, mandan a los compañeros a sitios diferentes, a propósito. Eso fue lo que hicieron conmigo y con Lebeks, la misma cosa. Nunca más volveremos a estar juntos. No con toda la Divtrab alineada contra nosotros. Y ahí está la cunita, vacía. ¡Pobre criaturita! ¡Lo que ha llorado estas cuatro décadas, de día y de noche! Me tenía despierta horas y horas. La escasez, por supuesto; Takver no tenía bastante leche. ¡Mandar a una madre lactante allá, a un puesto a centenares de millas, te imaginas! No creo que puedas reunirte allá con ella, ¿dónde fue que la mandaron?

—Al Noreste. Quiero ir a desayunar, Bunub. Tengo hambre.

—¿No es típico que lo hicieran mientras no estabas?

—¿Que hicieran qué mientras no estaba?

—Mandarla lejos... destruir la pareja. —Bunub leía ahora la nota de Sabul, que había desarrugado cuidadosamente—. ¡Ellos saben cuándo tienen que intervenir! Me imagino que dejarás el cuarto, ¿no? No te permitirán quedarte con uno doble. Takver hablaba de volver pronto, pero me di cuenta de que quería darse ánimos. ¡Libertad, dicen que somos libres, bonita burla! Llevados y traídos de aquí para allá...

—Oh, maldita sea, Bunub, si Takver no hubiese querido el puesto, lo habría rechazado. Sabes que nos amenaza una hambruna.

—Bueno. Me preguntaba si ella no estaba deseando un cambio. Suele ocurrir después que viene un bebé. Pensé hace tiempo que tendríais que haber llevado ese bebé a un parvulario. Los niños se interponen entre los compañeros. Los atan. Es natural, como tú dices, que ella haya estado deseando un cambio, y se haya apresurado a aceptarlo cuando lo consiguió.

—Yo no dije eso. Voy a desayunar. —Shevek salió a grandes pasos, con cinco o seis puntos sensibles en carne viva que Bunub había tocado certeramente. Lo horrible de aquella mujer era que expresaba todos los temores de él, los más ruines. Ahora se había quedado en la habitación, probablemente para planificar la mudanza.

Se había despenado tarde, y llegó al comedor justo antes que cerraran las puertas. Famélico todavía del viaje, tomó una doble ración de potaje y de pan. El muchacho que atendía las mesas lo miró con desaprobación. Nadie en estos tiempos se servía porciones dobles. Shevek le devolvió la mirada y no dijo nada. Había pasado unas ochentas horas con dos tazones de sopa y un kilo de pan, y tenía derecho a resarcirse, pero maldición, no iba a dar explicaciones. La existencia se justifica por sí misma, la necesidad es el derecho. Él era un odoniano, la culpa la dejaba para los aprovechados.

Se sentó en una mesa a solas, pero Desar se le unió inmediatamente, sonriendo, mirándolo o mirando al lado de él con sus desconcertantes ojos estrábicos.

—Larga ausencia—dijo Desar.

—Leva agrícola. Seis décadas. ¿Cómo anduvieron las cosas aquí?

—Escaseando.

—Escasearán todavía más —dijo Shevek, pero sin verdadera convicción, pues estaba comiendo, y el sabor del potaje era maravilloso. ¡Frustración, angustia, hambruna! le decía el cerebro, asiento de la inteligencia; pero el cerebelo, acurrucado con impenitente ferocidad en la oscuridad profunda del cráneo, reclamaba: ¡Comida ahora! ¡Comida ahora! ¡Bueno, bueno!

—¿Viste a Sabul?

—No.

Llegué tarde anoche. —Miró a Desar y dijo con fingida indiferencia—: Takver consiguió un puesto en la lucha contra la hambruna; tuvo que marcharse hace cuatro días.

Desar asintió con genuina indiferencia.

—Eso oí. ¿Supiste de la reorganización del Instituto?

—No.

¿Qué sucede?

El matemático extendió sobre la mesa las manos largas, delicadas, y se las miró. Era poco suelto de lengua y telegráfico; en realidad, tartamudeaba; pero Shevek nunca había llegado a saber si era una tartamudez verbal o moral. Así como siempre había simpatizado con Desar, sin saber por qué, siempre había momentos en que lo encontraba profundamente desagradable, también sin saber por qué. Este era uno de esos momentos. Había un algo de taimado en la expresión de la boca de Desar, en sus ojos bajos, como en los ojos bajos de Bunub.

—Un corte drástico. Sólo quedó el equipo funcional. Echaron a Shipeg. —Shipeg era un matemático notoriamente estúpido que siempre conseguía, adulando una y otra vez a los estudiantes, procurarse en cada término un curso que ellos mismos solicitaban—. Lo enviaron afuera. Un instituto regional.

—Hará menos daño escardando holum —dijo Shevek. Ahora que se había alimentado pensaba que quizá la sequía, en última instancia, podía favorecer de algún modo al organismo social. Las prioridades volvían a ser claras. Eliminadas las inepcias, los puntos débiles, los focos enfermos, los órganos perezosos funcionarían otra vez a un ritmo normal, el cuerpo político perdería grasa.

—Hablé por ti, en la Asamblea —dijo Desar, alzando los ojos pero sin encontrar, porque no podía, los ojos de Shevek. Mientras Desar hablaba, aún antes de comprender lo que él quería decirle, Shevek supo que estaba mintiendo. Lo supo con absoluta certeza. Desar no había hablado por él, había hablado contra él.

Ahora comprendía por qué a veces lo detestaba: reconocía que en Desar había a veces malicia pura, algo que hasta entonces se había negado a admitir. Que Desar también lo quería y que trataba de dominarlo era igualmente claro y, para Shevek, igualmente detestable. Los senderos tortuosos de la posesividad, los laberintos del amor / odio no tenían sentido para él. Arrogante, intolerante, pasaba a través de esos muros sin detenerse. No volvió a hablar con el matemático, terminó el desayuno y cruzó la plazoleta en la mañana luminosa de principios de otoño, alejándose hacia el Gabinete de Física.

Fue al cuarto trasero que todo el mundo llamaba «la oficina de Sabul», la habitación en que se habían encontrado por primera vez, cuando Sabul le entregara la gramática y el diccionario ióticos. Sabul alzó los ojos detrás del escritorio, y los volvió a bajar, absorto en sus papeles, el científico infatigable, abstraído-; luego permitió que la presencia de Shevek se le filtrase en el sobrecargado cerebro; y en seguida, de pronto, se mostró efusivo, efusivo con Shevek. Parecía enflaquecido y más viejo, y cuando se levantó encorvó los hombros más que de costumbre, en una postura que era quizá conciliadora.

—¡Tiempos malos! —dije—. ¿Eh? ¡Tiempos difíciles!

—Habrá peores —replicó Shevek con volubilidad—. ¿Cómo andan las cosas por aquí?

—Mal, mal. —Sabul meneó la cabeza encanecida—. Estos son malos tiempos para la ciencia pura, para el intelectual.

—¿Hubo alguno bueno?

Sabul soltó una risita forzada.

—¿Llegó algo para nosotros en los embarques de Urras, este verano? —dijo Shevek, mientras hacía sitio en el banco. Se sentó y cruzó las piernas. Delgado, la tez clara y curtida por el sol de Levante del Sur, que le había plateado la fina pelusa del rostro, era una figura sólida y joven, al lado de Sabul. Los dos se daban cuenta del contraste.

—Nada de interés.

—¿Ningún comentario sobre los Principios?

—No.

—El tono era agrio, más parecido al tono habitual de Sabul.

—¿Ninguna carta?

—No.

—Eso es raro.

—¿Qué tiene de raro? ¿Qué esperabas, una cátedra en la Universidad de Ieu Eun? ¿El Premio Seo Oen?

—Esperaba reseñas y réplicas. Ha habido tiempo suficiente. —Dijo esto mientras Sabul decía—: Aún no ha habido tiempo para reseñas.

Una pausa.

—Tendrás que comprender, Shevek, que la convicción de que estás en la verdad no es suficiente. Trabajaste duro en ese libro, lo sé. Y yo trabajé duro escribiéndolo, tratando de aclarar que no era sólo un ataque irresponsable a la teoría secuencial, que tenía aspectos positivos. Pero si otros físicos no dan valor a tu trabajo, entonces es hora de que revises tu propia escala de valores y ver dónde está la discrepancia. Si para otra gente no significa nada, ¿de qué sirve? ¿Qué función cumple?

—Soy un físico, no un analista de funciones —dijo Shevek con amabilidad.

—Todo odoniano tiene que ser un analista de funciones. Tú has cumplido treinta años, ¿no? A esa edad un hombre tendría que conocer no sólo su función celular sino también su función orgánica, el papel óptimo que podría corresponderle en el organismo social. Quizá tú no hayas tenido que pensarlo, no tanto como la mayoría de la gente...

—No.

Desde los diez o doce años he sabido qué clase de trabajo tenía que hacer.

—Lo que un niño piensa que le gusta hacer no es siempre lo que la sociedad necesita.

—Tengo treinta años, como tú dices. Un niño un poco viejo.

—Has llegado a esa edad en un ambiente excepcional, siempre protegido, amparado. Primero el Instituto Regional de Poniente del Norte...

—Y un proyecto de replantación forestal, y proyectos agrícolas, y enseñanza práctica, y comités de distritos, y trabajos voluntarios desde que empezó la sequía; la cantidad habitual de kleggich necesario. Me gusta hacerlo, en realidad. Pero también hago física. ¿A dónde quieres ir?

Como Sabul no contestaba, y se limitaba a mirarlo con furia por debajo de las cejas espesas, aceitosas, Shevek agregó:

—Bien podrías decirlo claramente, pues no llegarás a nada por el camino de mi conciencia social.

—¿Consideras funcional el trabajo que has hecho aquí?

—Sí. «Cuanto más organizado, más central es el organismo: lo central significa en este caso el campo de la función real». De las Definiciones de Tomar. Puesto que la física temporal intenta organizado todo en una estructura inteligible, es por definición una actividad central y funcional.