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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (58)

Los desposeídos (58)

—Está Pilun —observó él.

—Pilun no cuenta.

—Tú tampoco.

La niña se sorbió los mocos, y trató de sonreír.

No obstante, cuando entraron a la claridad de la habitación, las manchas rojas en la cara blanca, tumefacta de Sadik, alarmaron a Takver:

—¡Qué ha pasado! —exclamó. Y Pilun, interrumpida de golpe, arrancada de la bienaventuranza del pecho de la madre, rompió a llorar a gritos, y Sadik volvió a derrumbarse, y durante un rato fue como si todos lloraran y se consolaran mutuamente, y no aceptaran ser consolados. Todo se resolvió de pronto en un largo silencio; Pilun en el regazo de la madre, Sadik en el del padre.

Luego de haber acostado a Pilun, ya saciada y dormida, Takver dijo con voz queda pero vehemente:

—¡A ver! ¿Qué ha pasado?

Sadik dormitaba ahora, la cabeza apoyada contra el pecho de Shevek. Shevek sintió que se movía, que trataba de responder. Le acarició los cabellos, tranquilizándola y respondió por ella.

—Algunas personas nos desaprueban en el centro de aprendizaje.

—¿Y con qué maldito derecho?

—Calla, calla. Desaprueban al Sindicato.

—¡Oh! —dijo Takver, un sonido extraño, gutural y al abotonarse la túnica arrancó el botón de la tela. Lo miró un momento sobre la palma de la mano. Luego miró a Shevek y a Sadik.

—¿Cuándo empezó?

—Hace mucho tiempo —respondió Sadik sin levantar la cabeza.

—¿Días, décadas, en el último trimestre?

—¡Oh, mucho más! Pero... Pero ahora están peores en el dormitorio. De noche. Terzol no los obliga a callar. —Sadik hablaba como en sueños, muy serena, como si ya no le importara.

—¿Qué hacen? —preguntó Takver, sin atender a la mirada de advertencia que le echaba Shevek.

—Bueno, dicen... me tratan mal, simplemente. Me excluyen de los juegos y las cosas. Tip, ella era una amiga, sabes, siempre venía a charlar, al menos después que apagaban las luces. Ahora no viene más. Terzol, la hermana grande del dormitorio, es... dice «Shevek es... Shevek...»

Shevek la interrumpió, sintiendo la tensión que crecía en el cuerpo de la niña, desgarrada entre la timidez y el deseo de no parecer cobarde.

—Dice «Shevek es un traidor, Sadik es egotista...» ¡Tú sabes lo que dice, Takver! —Los ojos le relampagueaban.

Takver se acercó y tocó la mejilla de su hija, una vez, casi tímidamente. Dijo en voz baja:

—Sí, sé —y se apartó y se sentó en la plataforma de la otra cama, frente a ellos.

Pilun, acurrucada cerca de la pared, roncaba dulcemente. La gente de la habitación contigua regresó del comedor, sonó un portazo, alguien en el patio gritó buenas noches, y alguien le contestó desde una ventana abierta. El gran domicilio, doscientas habitaciones, estaba en movimiento, plácidamente vivo todo alrededor; así como la vida de ellos era parte del domicilio, así la vida del domicilio era parte de ellos, parte de un todo. Sadik se deslizó fuera de las rodillas del padre y se sentó en la plataforma junto a él, muy cerca. Los cabellos oscuros, revueltos y enredados le colgaban en guedejas alrededor de la cara.

—No quería decirlo porque... —La voz era tenue, pequeña—. Pero es cada vez peor. Se incitan unos a otros.

—Entonces no volverás allí —dijo Shevek. Quiso rodearla con el brazo, pero la niña se resistió, sentándose muy erguida.

—Iré a hablar con ellos... —dijo Takver.

—Es inútil. Sienten lo que sienten.

—Pero ¿contra qué, contra qué esta lucha? —dijo Takver como confundida.

Shevek no respondió. Seguía tratando de abrazar a Sadik, y la niña cedió al fin, vencida por el cansancio, y apoyó la cabeza en el brazo de Shevek.

—Hay otros centros de aprendizaje —dijo Shevek, sin mucha convicción.

Takver se levantó. Era obvio que no podía quedarse quieta, que necesitaba hacer algo, actuar. Pero no había mucho que hacer.

—Deja que te trence el pelo, Sadik —dijo con una voz vencida.

Le cepilló y le trenzó los cabellos; pusieron el biombo abierto en medio del cuarto, y acostaron a Sadik junto a la pequeña. Cuando dijo buenas, noches, Sadik parecía a punto de llorar, pero media hora más tarde oyeron que respiraba acompasadamente y supieron que se había dormido.

Shevek se había instalado en la cabecera de la plataforma con un cuaderno de notas y la pizarra que usaba para los cálculos.

—Numeré las páginas del manuscrito —dijo Takver.

—¿Cuántas son?

—Cuarenta y una. Incluyendo el apéndice.

Shevek asintió. Takver se puso de pie, miró por encima del biombo a las niñas dormidas, y volvió a sentarse al borde de la plataforma.

—Sabía que algo andaba mal. Pero ella no decía nada. Nunca se ha quejado, es una estoica. No pensé que ese fuera el problema. Creía que nos concernía sólo a nosotros. No se me ocurrió que pudieran hostigar a los niños. —Hablaba en voz baja, con encono—. Crece, sigue creciendo... ¿Será

distinto en otra escuela?

—No sé. Si ella pasa mucho tiempo con nosotros, quizá no.

—No estarás sugiriendo...

—No. Enuncio un hecho, nada más. Si hemos elegido para ella la fuerza del amor personal, no podemos ahorrarle lo que trae aparejado, el riesgo del dolor. El dolor que recibe de nosotros, y por nosotros.

—No es justo que la atormenten por lo que hacemos; es tan buena, tan noble, como agua cristalina... —Takver calló, ahogada por un breve acceso de llanto; se secó los ojos, apretó la boca.

—No es lo que nosotros hacemos. Es lo que yo hago —dijo Shevek, y puso a un lado el cuaderno de notas—. Tú también has estado sufriendo.

—A mí no me importa lo que ellos piensan.

—¿En el trabajo?

—Puedo conseguir otro puesto.

—No aquí, no en tu campo.

—Bueno ¿quieres que me vaya a otra parte? Los laboratorios pesqueros de Sorruba en Paz-y-Abundancia me tomarían sin duda. ¿Pero qué pasa contigo? —Lo miró, enojada.

—Te quedas aquí, supongo.

—Podría ir contigo. Skovan y los otros están progresando en iótico, podrían atender la radio, y ésa es ahora mi tarea principal en el Sindicato. En Paz-y-Abundancia podría dedicarme a la física tan bien como aquí. Pero a menos que renuncie al Sindicato de Iniciativas, eso no resuelve el problema, ¿no? Yo soy el problema. Yo soy el que crea dificultades.

—¿Se preocuparían por eso, en un pueblo pequeño como Paz-y-Abundancia?

—Temo que sí.

—Shev, ¿cuánto de este odio has estado soportando? ¿Lo has estado callando, como Sadik?

—Y como tú. Bueno, a veces. Cuando estuve en Concordia, el verano pasado, fue un poco peor de lo que te dije. Hubo pedreas, y luchas. Los estudiantes que me habían pedido que fuese tuvieron que pelear por mí. Lo hicieron, pero me marché en seguida; la situación era peligrosa para ellos. Bueno, los estudiantes buscan el peligro. Y al fin y al cabo también nosotros lo hemos buscado, hemos exacerbado deliberadamente a la gente. Y hay muchos que nos apoyan. Pero ahora... empiezo a preguntarme si no te estoy poniendo en peligro, a ti y a las niñas, Tak. Al quedarme con vosotras.

—Tú, por supuesto, no corres ningún peligro —dijo ella, con vehemencia.

—Yo lo he buscado. Pero no se me ocurrió que el resentimiento tribal se extendería a vosotras. No es lo mismo, creo, que me amenacen a mí o que os amenacen a vosotras.

—¡Altruista!

—Tal vez. No puedo evitarlo. En verdad, me siento responsable, Tak. Sin mí, tú podrías ir a cualquier parte, o quedarte aquí. Has trabajado para el Sindicato, pero lo que desaprueban es tu lealtad hacia mí. Yo soy el símbolo. De modo que no... no hay sitio para mí a donde ir.

—Ve a Urras —dijo Takver. La voz era tan áspera que Shevek se echó hacía atrás como si ella le hubiera golpeado la cara.

Takver no lo miró; pero dijo otra vez en un tono más suave:

—Ve a Urras... ¿Por qué no? Allí te quieren. Aquí no. Quizás empiecen a abrir los ojos cuando te hayas ido. Y tú quieres ir. Lo vi esta noche. Nunca lo habías pensado antes, pero hoy durante la cena, cuando hablamos del premio, lo vi, noté cómo te reías.

—¡No necesito premios ni recompensas!

—No, pero necesitas que te escuchen, necesitas discusión y estudiantes... sin las ataduras que te impone Sabul. Y mira: tú y Bedap habláis continuamente de espantar a la CPD con la idea de que alguien vaya a Urras, y afirme el derecho a decidir libremente. Pero si habláis y habláis y nadie va, fortaleceréis la posición del otro bando, y habréis demostrado que nada puede cambiar una costumbre. Ahora que lo habéis planteado en una asamblea de la CPD, alguien tendrá que ir, Y tienes que ser tú. Ellos te han invitado; tienes una razón. Ve a buscar tu premio... el dinero que están guardando para ti —concluyó, con una carcajada súbita y genuina.

—Takver, ¡yo no quiero ir a Urras!

—Sí, quieres, tú sabes que quieres. Aunque no estoy segura de por qué.

—Bueno, naturalmente me gustaría conocer a algunos físicos... —Shevek parecía avergonzado—. Y ver también los laboratorios de Ieu Eun donde han experimentado con la luz.

—Estás en tu derecho —dijo Takver con vehemente determinación—. Es una parte de tu trabajo, tienes que hacerlo.

—Ayudaría a mantener viva la Revolución, aquí y allá, ¿no te parece? —dijo él—. ¡Qué idea tan descabellada! Como la obra de Tirin pero al revés. La subversión de los arquistas... Bueno, al menos probaría que Anarres existe. Elfos hablan con nosotros por radio, pero dudo que crean realmente en nosotros. En lo que somos.

—Si creyesen, se asustarían. Podrían venir y borrarnos del cielo para siempre, si realmente los convencieras...

—No lo creo. Una pequeña revolución en la física de ellos, tal vez, pero no en lo que ellos piensan. Es aquí, aquí, donde puedo influir en la sociedad, aun cuando no presten atención a mi física. Tienes toda la razón: ahora que lo hemos dicho, tenemos que hacerlo. —Hubo una pausa, y Shevek concluyó—: Me preguntó qué clase de física harán las otras razas.

—¿Qué otras razas?

—Los extraños. La gente de Hain y de otros sistemas solares. Hay dos embajadas de extraños en Urras, Hain y Terra. Los hainianos inventaron el impulso interestelar que se utiliza hoy en Urras. Supongo que también nos lo cederían, sí se lo pidiésemos. Sería interesante... —No terminó la frase.

Luego de otra larga pausa se volvió hacia Takver y dijo en un tono de voz distinto, sarcástico: —¿Y qué harías tú mientras yo estuviera visitando el propietariado?

—Iría a la costa del Sorruba con las niñas, y viviría una vida muy apacible como técnica en el laboratorio de piscicultura. Hasta que tú regresaras.

—¿Regresar? ¡Quién sabe si podría regresar!

Ella lo miró directamente a los ojos. —¿Quién te lo impediría?

—Quizá los urrasti. Podrían retenerme. Nadie es allí libre de ir y venir, tú sabes. O quizá la gente de aquí. Podrían no dejarme desembarcar.

Algunos en la CPD amenazaron con eso, hoy. Rulag era uno de ellos.

—Es natural. Ella sólo sabe negar. Negar la posibilidad de volver.

—Muy cierto. Es exactamente así—dijo Shevek. Tranquilo otra vez, observaba a Takver con contemplativa admiración—. Pero Rulag no está sola, por desgracia. Para muchísima gente cualquiera que fuese a Urras y tratase de regresar sería un traidor, un espía.

—¿Qué podrían hacer?

—Bueno, si convencieran del peligro a Defensa, podrían volar la nave.

—¿Serían tan estúpidos los de Defensa?

—No lo creo. Pero cualquiera aparte de Defensa podría preparar explosivos y volar la nave. O más probablemente, atacarme a mí en cuanto descendiera de la nave. Creo que es una posibilidad concreta. Habría que incluirla en cualquier plan de viaje por las regiones panorámicas de Urras.

—¿Valdría la pena para ti... semejante riesgo?

Él miró un momento hacia la lejanía, hacia la nada.

—Sí —dijo—, en cierto modo. Allí podría terminar la teoría y entregarla, a ellos y a nosotros y a todos los mundos, me gustaría hacerlo.

Aquí vivo amurallado, impedido.


Los desposeídos (58)

—Está Pilun —observó él.

—Pilun no cuenta.

—Tú tampoco.

La niña se sorbió los mocos, y trató de sonreír.

No obstante, cuando entraron a la claridad de la habitación, las manchas rojas en la cara blanca, tumefacta de Sadik, alarmaron a Takver:

—¡Qué ha pasado! —exclamó. Y Pilun, interrumpida de golpe, arrancada de la bienaventuranza del pecho de la madre, rompió a llorar a gritos, y Sadik volvió a derrumbarse, y durante un rato fue como si todos lloraran y se consolaran mutuamente, y no aceptaran ser consolados. Todo se resolvió de pronto en un largo silencio; Pilun en el regazo de la madre, Sadik en el del padre.

Luego de haber acostado a Pilun, ya saciada y dormida, Takver dijo con voz queda pero vehemente:

—¡A ver! ¿Qué ha pasado?

Sadik dormitaba ahora, la cabeza apoyada contra el pecho de Shevek. Shevek sintió que se movía, que trataba de responder. Le acarició los cabellos, tranquilizándola y respondió por ella.

—Algunas personas nos desaprueban en el centro de aprendizaje.

—¿Y con qué maldito derecho?

—Calla, calla. Desaprueban al Sindicato.

—¡Oh! —dijo Takver, un sonido extraño, gutural y al abotonarse la túnica arrancó el botón de la tela. Lo miró un momento sobre la palma de la mano. Luego miró a Shevek y a Sadik.

—¿Cuándo empezó?

—Hace mucho tiempo —respondió Sadik sin levantar la cabeza.

—¿Días, décadas, en el último trimestre?

—¡Oh, mucho más! Pero... Pero ahora están peores en el dormitorio. De noche. Terzol no los obliga a callar. —Sadik hablaba como en sueños, muy serena, como si ya no le importara.

—¿Qué hacen? —preguntó Takver, sin atender a la mirada de advertencia que le echaba Shevek.

—Bueno, dicen... me tratan mal, simplemente. Me excluyen de los juegos y las cosas. Tip, ella era una amiga, sabes, siempre venía a charlar, al menos después que apagaban las luces. Ahora no viene más. Terzol, la hermana grande del dormitorio, es... dice «Shevek es... Shevek...»

Shevek la interrumpió, sintiendo la tensión que crecía en el cuerpo de la niña, desgarrada entre la timidez y el deseo de no parecer cobarde.

—Dice «Shevek es un traidor, Sadik es egotista...» ¡Tú sabes lo que dice, Takver! —Los ojos le relampagueaban.

Takver se acercó y tocó la mejilla de su hija, una vez, casi tímidamente. Dijo en voz baja:

—Sí, sé —y se apartó y se sentó en la plataforma de la otra cama, frente a ellos.

Pilun, acurrucada cerca de la pared, roncaba dulcemente. La gente de la habitación contigua regresó del comedor, sonó un portazo, alguien en el patio gritó buenas noches, y alguien le contestó desde una ventana abierta. El gran domicilio, doscientas habitaciones, estaba en movimiento, plácidamente vivo todo alrededor; así como la vida de ellos era parte del domicilio, así la vida del domicilio era parte de ellos, parte de un todo. Sadik se deslizó fuera de las rodillas del padre y se sentó en la plataforma junto a él, muy cerca. Los cabellos oscuros, revueltos y enredados le colgaban en guedejas alrededor de la cara.

—No quería decirlo porque... —La voz era tenue, pequeña—. Pero es cada vez peor. Se incitan unos a otros.

—Entonces no volverás allí —dijo Shevek. Quiso rodearla con el brazo, pero la niña se resistió, sentándose muy erguida.

—Iré a hablar con ellos... —dijo Takver.

—Es inútil. Sienten lo que sienten.

—Pero ¿contra qué, contra qué esta lucha? —dijo Takver como confundida.

Shevek no respondió. Seguía tratando de abrazar a Sadik, y la niña cedió al fin, vencida por el cansancio, y apoyó la cabeza en el brazo de Shevek.

—Hay otros centros de aprendizaje —dijo Shevek, sin mucha convicción.

Takver se levantó. Era obvio que no podía quedarse quieta, que necesitaba hacer algo, actuar. Pero no había mucho que hacer.

—Deja que te trence el pelo, Sadik —dijo con una voz vencida.

Le cepilló y le trenzó los cabellos; pusieron el biombo abierto en medio del cuarto, y acostaron a Sadik junto a la pequeña. Cuando dijo buenas, noches, Sadik parecía a punto de llorar, pero media hora más tarde oyeron que respiraba acompasadamente y supieron que se había dormido.

Shevek se había instalado en la cabecera de la plataforma con un cuaderno de notas y la pizarra que usaba para los cálculos.

—Numeré las páginas del manuscrito —dijo Takver.

—¿Cuántas son?

—Cuarenta y una. Incluyendo el apéndice.

Shevek asintió. Takver se puso de pie, miró por encima del biombo a las niñas dormidas, y volvió a sentarse al borde de la plataforma.

—Sabía que algo andaba mal. Pero ella no decía nada. Nunca se ha quejado, es una estoica. No pensé que ese fuera el problema. Creía que nos concernía sólo a nosotros. No se me ocurrió que pudieran hostigar a los niños. —Hablaba en voz baja, con encono—. Crece, sigue creciendo... ¿Será

distinto en otra escuela?

—No sé. Si ella pasa mucho tiempo con nosotros, quizá no.

—No estarás sugiriendo...

—No. Enuncio un hecho, nada más. Si hemos elegido para ella la fuerza del amor personal, no podemos ahorrarle lo que trae aparejado, el riesgo del dolor. El dolor que recibe de nosotros, y por nosotros.

—No es justo que la atormenten por lo que hacemos; es tan buena, tan noble, como agua cristalina... —Takver calló, ahogada por un breve acceso de llanto; se secó los ojos, apretó la boca.

—No es lo que nosotros hacemos. Es lo que yo hago —dijo Shevek, y puso a un lado el cuaderno de notas—. Tú también has estado sufriendo.

—A mí no me importa lo que ellos piensan.

—¿En el trabajo?

—Puedo conseguir otro puesto.

—No aquí, no en tu campo.

—Bueno ¿quieres que me vaya a otra parte? Los laboratorios pesqueros de Sorruba en Paz-y-Abundancia me tomarían sin duda. ¿Pero qué pasa contigo? —Lo miró, enojada.

—Te quedas aquí, supongo.

—Podría ir contigo. Skovan y los otros están progresando en iótico, podrían atender la radio, y ésa es ahora mi tarea principal en el Sindicato. En Paz-y-Abundancia podría dedicarme a la física tan bien como aquí. Pero a menos que renuncie al Sindicato de Iniciativas, eso no resuelve el problema, ¿no? Yo soy el problema. Yo soy el que crea dificultades.

—¿Se preocuparían por eso, en un pueblo pequeño como Paz-y-Abundancia?

—Temo que sí.

—Shev, ¿cuánto de este odio has estado soportando? ¿Lo has estado callando, como Sadik?

—Y como tú. Bueno, a veces. Cuando estuve en Concordia, el verano pasado, fue un poco peor de lo que te dije. Hubo pedreas, y luchas. Los estudiantes que me habían pedido que fuese tuvieron que pelear por mí. Lo hicieron, pero me marché en seguida; la situación era peligrosa para ellos. Bueno, los estudiantes buscan el peligro. Y al fin y al cabo también nosotros lo hemos buscado, hemos exacerbado deliberadamente a la gente. Y hay muchos que nos apoyan. Pero ahora... empiezo a preguntarme si no te estoy poniendo en peligro, a ti y a las niñas, Tak. Al quedarme con vosotras.

—Tú, por supuesto, no corres ningún peligro —dijo ella, con vehemencia.

—Yo lo he buscado. Pero no se me ocurrió que el resentimiento tribal se extendería a vosotras. No es lo mismo, creo, que me amenacen a mí o que os amenacen a vosotras.

—¡Altruista!

—Tal vez. No puedo evitarlo. En verdad, me siento responsable, Tak. Sin mí, tú podrías ir a cualquier parte, o quedarte aquí. Has trabajado para el Sindicato, pero lo que desaprueban es tu lealtad hacia mí. Yo soy el símbolo. De modo que no... no hay sitio para mí a donde ir.

—Ve a Urras —dijo Takver. La voz era tan áspera que Shevek se echó hacía atrás como si ella le hubiera golpeado la cara.

Takver no lo miró; pero dijo otra vez en un tono más suave:

—Ve a Urras... ¿Por qué no? Allí te quieren. Aquí no. Quizás empiecen a abrir los ojos cuando te hayas ido. Y tú quieres ir. Lo vi esta noche. Nunca lo habías pensado antes, pero hoy durante la cena, cuando hablamos del premio, lo vi, noté cómo te reías.

—¡No necesito premios ni recompensas!

—No, pero necesitas que te escuchen, necesitas discusión y estudiantes... sin las ataduras que te impone Sabul. Y mira: tú y Bedap habláis continuamente de espantar a la CPD con la idea de que alguien vaya a Urras, y afirme el derecho a decidir libremente. Pero si habláis y habláis y nadie va, fortaleceréis la posición del otro bando, y habréis demostrado que nada puede cambiar una costumbre. Ahora que lo habéis planteado en una asamblea de la CPD, alguien tendrá que ir, Y tienes que ser tú. Ellos te han invitado; tienes una razón. Ve a buscar tu premio... el dinero que están guardando para ti —concluyó, con una carcajada súbita y genuina.

—Takver, ¡yo no quiero ir a Urras!

—Sí, quieres, tú sabes que quieres. Aunque no estoy segura de por qué.

—Bueno, naturalmente me gustaría conocer a algunos físicos... —Shevek parecía avergonzado—. Y ver también los laboratorios de Ieu Eun donde han experimentado con la luz.

—Estás en tu derecho —dijo Takver con vehemente determinación—. Es una parte de tu trabajo, tienes que hacerlo.

—Ayudaría a mantener viva la Revolución, aquí y allá, ¿no te parece? —dijo él—. ¡Qué idea tan descabellada! Como la obra de Tirin pero al revés. La subversión de los arquistas... Bueno, al menos probaría que Anarres existe. Elfos hablan con nosotros por radio, pero dudo que crean realmente en nosotros. En lo que somos.

—Si creyesen, se asustarían. Podrían venir y borrarnos del cielo para siempre, si realmente los convencieras...

—No lo creo. Una pequeña revolución en la física de ellos, tal vez, pero no en lo que ellos piensan. Es aquí, aquí, donde puedo influir en la sociedad, aun cuando no presten atención a mi física. Tienes toda la razón: ahora que lo hemos dicho, tenemos que hacerlo. —Hubo una pausa, y Shevek concluyó—: Me preguntó qué clase de física harán las otras razas.

—¿Qué otras razas?

—Los extraños. La gente de Hain y de otros sistemas solares. Hay dos embajadas de extraños en Urras, Hain y Terra. Los hainianos inventaron el impulso interestelar que se utiliza hoy en Urras. Supongo que también nos lo cederían, sí se lo pidiésemos. Sería interesante... —No terminó la frase.

Luego de otra larga pausa se volvió hacia Takver y dijo en un tono de voz distinto, sarcástico: —¿Y qué harías tú mientras yo estuviera visitando el propietariado?

—Iría a la costa del Sorruba con las niñas, y viviría una vida muy apacible como técnica en el laboratorio de piscicultura. Hasta que tú regresaras.

—¿Regresar? ¡Quién sabe si podría regresar!

Ella lo miró directamente a los ojos. —¿Quién te lo impediría?

—Quizá los urrasti. Podrían retenerme. Nadie es allí libre de ir y venir, tú sabes. O quizá la gente de aquí. Podrían no dejarme desembarcar.

Algunos en la CPD amenazaron con eso, hoy. Rulag era uno de ellos.

—Es natural. Ella sólo sabe negar. Negar la posibilidad de volver.

—Muy cierto. Es exactamente así—dijo Shevek. Tranquilo otra vez, observaba a Takver con contemplativa admiración—. Pero Rulag no está sola, por desgracia. Para muchísima gente cualquiera que fuese a Urras y tratase de regresar sería un traidor, un espía.

—¿Qué podrían hacer?

—Bueno, si convencieran del peligro a Defensa, podrían volar la nave.

—¿Serían tan estúpidos los de Defensa?

—No lo creo. Pero cualquiera aparte de Defensa podría preparar explosivos y volar la nave. O más probablemente, atacarme a mí en cuanto descendiera de la nave. Creo que es una posibilidad concreta. Habría que incluirla en cualquier plan de viaje por las regiones panorámicas de Urras.

—¿Valdría la pena para ti... semejante riesgo?

Él miró un momento hacia la lejanía, hacia la nada.

—Sí —dijo—, en cierto modo. Allí podría terminar la teoría y entregarla, a ellos y a nosotros y a todos los mundos, me gustaría hacerlo.

Aquí vivo amurallado, impedido.