Capítulo 4. Fuga y venganza
La mujer de Zacarías ha ido a la ciudad con su niño en un costado y
entra en la casa de empeños de Pereda. Allí están también el ciego y
la niña. Han vuelto para pedirle más tiempo. El prestamista no los
escucha y sigue leyendo su periódico. La india le habla:
—¡Buen día, mi jefe! Aquí estamos, para que el patroncito gane un
buen premio. ¿Ve esta joyita tan valiosa! ¡Cuánto brilla!
Quintín Pereda, el honrado gachupín, se pone las gafas:
—¡En el dedo no puedo verla bien!
La india se quita el anillo y lo pone en las uñas del gachupín.
—Creo conocer esta sortija. Tú la has robado.
—No es verdad. Me manda alguien que está en apuros.
El empeñista seguía mirándola, con una risa falsa:
—Voy a ver en el nombre de su dueño. A ver… El coronel Gandarita
empeñó este anillo el pasado agosto... Te doy cinco soles.
La india no estaba de acuerdo.
—Tiene que darme el mismo dinero que le dio al coronel.
—Mi obligación es llamar a la policía. Te doy tres soles.
—Pues me devuelve el anillo. Me lo dio el Coronelito.
—Esta joya se queda aquí. Y puedo mandarte a la cárcel. Te doy
cinco soles. Te conviene recoger la plata y marcharte.
—Tengo marido. Puede venir él. Y no va a ser tan amable como yo.
—Y yo tengo esto —dice y saca de debajo de la mesa un látigo y una pistola—. No me da miedo. Al coronel le di nueve soles. Te los
doy y fuera de aquí. O llamo a la policía.
—¡Se ve que es usted un gachupín! ¡Siempre abusando de los pobres!
—¡Soy muy honrado y tú no hables mal de España o te mato!
La mujer de Zacarías se marcha muy enfadada. El ciego y la niña
no se atreven a hablar y se van también. Pereda le dice a su sobrino,
que trabaja con él:
—Quiero que quites la piedra de este anillo. Así vale menos.
El sobrino empieza a hacerlo y le cuenta a su tío las últimas noticias:
—El embajador quiere cerrar el Casino español. Don Celestino
dice que todas las tiendas de españoles deben cerrar también. Así
protestamos por la poca protección que tenemos con la revolución.
—Yo no estoy de acuerdo. El comercio debe estar abierto, sobre
todo las tabernas y las casas de empeño. Son muy importantes para
la gente pobre. Aquí les damos dinero por sus cosas y en las tabernas
compran bebida.
—El embajador que tenemos no nos ayuda. Es un degenerado
que solo piensa en sus fiestas con hombres. Tenemos que pedir que
le quiten el cargo.
—He oído que su amiguito está en la cárcel…
—Le han soltado. El otro asunto del que hablan todos es la
denuncia de doña Lupita y la fuga del Coronel Gandarita.
—¡Melquiades, ese anillo es del Coronel Gandarita! ¡Me lo ha
traído esa india! ¡Me sacó nueve soles!
—¡Vale quinientos! —dice sonriendo Melquiades
—Voy corriendo a contar lo que ha pasado a la policía. Seguro que
pierdo el anillo y el dinero.
—Mejor no decir nada.
—No, la india puede denunciarme y me meto en un lío.
—Pues lleve otro anillo que vale menos…
—¡Buen consejo!
Zacarías conduce la canoa por el agua entre altos cañaverales hasta
una laguna. Oían los ruidos de una fiesta: risas, música, cohetes. Los
indios celebraban el Día de los Difuntos. Sonaban las campanas.
Zacarías metió los remos a bordo y dejó el bote en la ciénaga,
escondido detrás de unos cactus. El cholo murmura:
—Estamos en las tierras de Filomeno.
—Pues vamos a hablar con él.
—Puede temer las consecuencias de ayudarnos ¿Y si manda
capturarnos y nos entrega a la policía?
—Filomeno es buena persona. ¿Tienes alguna otra idea mejor?
—Es mejor robarle unos caballos.
—Necesito también plata.
El Coronelito salta a la orilla llena de barro, En las tierras del rancho,
con partes verdes y con otras zonas rojizas recién aradas, había
muchos indios trabajando la tierra. Oyen golpes de remos. Una canoa
remontaba el canal. Un indio con un gran sombrero remaba. En la
popa venía sentado Filomeno. El Coronelito va al encuentro del
ranchero. Se abrazan.
—Mi viejo, he venido para desayunar en tu compañía. ¡Madrugas
mucho!
—He dormido en la capital. Fui al mitin a oír a Don Roque Cepeda.
Antes voy a ver los campos.
Monta a caballo y recorre sus tierras. Los indios se quitan el
sombrero cuando pasa. Luego vuelve y los dos amigos hablan.
–¡Compadre, estoy en un lío! El loco de Banderas quiere meterme
en la cárcel. Quizá quiere matarme. Soy un fugitivo de la tiranía,
hermano. Filomeno, me voy con los revolucionarios a luchar por la
salvación del país. Sé que a ti tampoco te gusta ese canalla de Santos
Banderas. ¿Quieres darme tu ayuda?
El ranchero clavaba su aguda mirada en el Coronelito:
—Domiciano, la tiranía que ahora combates dura quince años.
¿Qué has hecho en todo ese tiempo? La Patria nunca te importó
cuando eras amigo de Santos Banderas. ¿Quién me dice que no eres
espía de Tirano Banderas y que quieres oírme hablar mal de él?
–¡Filomeno, mejor clavarme un puñal, que acusarme de traidor!
Estoy dispuesto a derramar la última gota de sangre por la Patria.
—Yo estoy dispuesto a quemar el rancho e ir a la guerra con mis
peones. La pasada noche estuve en el mitin, y he visto llevar preso a
Don Roque Cepeda.
—Cepeda va a estar encerrado en el penal. Nunca va a ser presidente
de la República solo con la simpatía del pueblo y los votos de los
indios. Los militares no lo permiten. Yo hacía política revolucionaria
y he sido descubierto. Filomeno, te nombro mi ayudante.
—Domiciano, es una lástima, pero que mis peones me prefieren a
mí como jefe. Te nombro corneta, supongo que sabes música.
—¡No me gastes bromas, hermano! Por lo menos dame un caballo
y plata. Me están siguiendo.
—No te enfades, tenemos tiempo para desayunar. Tengo gente
vigilando, nos avisan si vienen los soldados.
Pereda ha ido a ver a la policía, con un anillo de poco valor. El jefe le
felicita por su colaboración y le hace algunas preguntas.
—¿Conoce usted a la india que fue a su tienda? ¿Sabe dónde vive?
El gachupín pensaba y temía descubrir sus engaños con sus
respuestas.
—Tengo que consultar mis libros. Siempre apuntamos todo, pero
mi sobrino a veces se olvida. Es joven y solo piensa en divertirse.
—Es una pena ponerle una multa por culpa de su ayudante —le
amenaza el jefe de policía. Quintín se asusta.
—Ahora me acuerdo del marido de la india. Ha participado en
actos revolucionarios y ha estado en la cárcel.
—¿Sabe el nombre de ese hombre? ¿Algo para reconocerlo?
—Una cicatriz en la cara.
—¿No será Zacarías el Cruzado?
—No estoy seguro, pero creo que sí.
—Señor Peredita, le doy las gracias.
—¿Y el anillo? ¿Perderé los nueve soles?
—Tiene que ir a los tribunales a reclamarlos. Seguro que se
los devuelven. —Luego el jefe ordena a un sargento—: ¡Orden de
captura contra esa pareja, y mucho cuidado! Zacarías el Cruzado es
muy peligroso.
Los soldados rodean la miserable choza en parejas. El sargento se
asoma a la puerta con la pistola en la mano.
—¡Zacarías, venimos a por ti!
La voz asustada de la india contesta desde dentro:
—¡Ese desgraciado me ha dejado para siempre! ¡Tiene ahorita
otra mujer! Podéis buscar en la casa y los campos.
—¡Tienes que salir de la casa! —ordena el sargento—. Sabemos
que has empeñado un anillo del Coronel de la Gándara.
—Lo encontré por pura casualidad.
—Vas a venir al cuartel a hablar con mi jefe. Deja al niño.
—¿No puedo llevarme a la criatura?
—La Jefatura de Policía no es un colegio. Vamos a hacer una
petición para mandarlo a la Beneficencia.
Los soldados se llevan a la madre y asustan al niño que sale
corriendo al campo, y se queda allí solo, rodeado por los cerdos.
Filomeno ya tenía decidido dar armas a sus peones y reunirse con
otros rancheros para formar un pequeño ejército. No se lo ha dicho
al Coronelito porque no se fía de él completamente. Van llegando
caballos, peones. Todos se abrazan y comen y beben. Se oyen gritos
contra el tirano:
—Banderas, vamos a poner los restos de tu cuerpo por toda la
República.
Filomeno va a hablar con De la Gándara.
—Domiciano, vas a ir a una misión secreta con uno de mis hombres
a caballo. No te doy armas y el guía lleva la orden de dispararte con la
menor sospecha. Voy a darte cincuenta soles cuando lleguéis con las
topas revolucionarias.
—¡Filomeno, menos bromas! Sabes, hermano, que mi dignidad no
me permite aceptar un acuerdo así.
–¡Domiciano, voy a salvarte la vida! No estoy seguro de ti. No sé
si eres un fugado o un espía, y tomo mis precauciones. Tengo que mandar un mensaje al campamento de los rebeldes y tú lo vas a llevar.
—Filomeno, soy tu prisionero y acepto tus condiciones. Vas a ver
que no soy un traidor.
Zacarías el Cruzado ha vuelto a su casa por el pantano. Deja la canoa y
mira la choza. No oye nada, solo los gruñidos de los cerdos y los aullidos
de un perro. Zacarías, preocupado, le llama con un silbido. El perro va
hasta él, tiene unos ojos muy tristes. Le huele las manos y le tira de la
camisa. El Cruzado pasa ante la choza abierta y silenciosa. Entra en
la ciénaga. El perro quiere que le siga. Se lo dice con las orejas, con
el hocico, con sus penosos ladridos. Gruñen los cerdos en el barro.
Cuando pasa, las gallinas se asustan. Zacarías llega al sitio que señala el
perro. Horrorizado, levanta unos restos humanos sangrientos. ¡Eran
de su chamaco! Los cerdos han devorado la cara y las manos del niño,
los buitres le han sacado el corazón del pecho. El indio se volvió a la
choza. Guarda en un saco aquellos restos y, sentado en la puerta, se
pone a pensar. Recuerda el escondite de su mujer, debajo de una piedra.
Allí están el comprobante del empeño, y las nueve monedas. Lee:
«Quintín Pereda. Préstamos. Compra-Venta». Zacarías se pone el saco
al hombro y va a la ciudad. El perro le sigue.
En la feria hay mucha gente, ruidos y luces. El Cruzado ve un sitio
de apuestas: se juega las nueve monedas y gana tres veces. Tiene un
pensamiento absurdo: ¡El saco en el hombro le da suerte! Va a una
taberna. Allí bebe aguardiente y come. En una mesa cercana comía
la pareja del ciego y la niña. Zacarías oye su conversación:
—Podemos ir a ver otra vez al Señor Peredita. ¡Nos tiene que dar
más tiempo!
—¡Ya hemos ido, no tengo esperanzas, mi viejo!
—Es un gachupín sin corazón. También trató muy mal a la india
del anillo. La pobre ha acabado en la cárcel
—¡Otra que paga culpas de Domiciano!
—¡Ay, hija, necesito consolarme! ¿Puedo pedir un poco de
aguardiente?
—¡Sabes que no tenemos dinero!
Zacarías se acerca a su mesa con su botella y llena los vasos de la
niña y el ciego.
—Yo invito. Les estaba oyendo. ¿Qué pasó con la india? ¿La
denunciaron?
—¡Claro! Fue ese maldito gachupín. Para salvarse él.
—¡Entiendo! Creo que voy a ir a ver al Señor Peredita. No se
preocupen. Ya no va a ser un problema para nadie.
Zacarías va la zona de la feria donde venden caballos.
—Te doy cincuenta soles por ese.
—Es muy poco. Pido el doble.
—Sesenta con la silla.
—Setenta y te llevas una joya.
El Cortado mira las patas y la boca del animal. Monta y da una
vuelta, corre, va más despacio, otra vez deprisa. Queda contento,
cuenta el dinero y paga al vendedor. Este le dice:
—¡Amigo, vamos a celebrar la venta con una copa de aguardiente!
—Gracias, pero otro día. Tengo que pagar una deuda urgente.
Zacarías cruza la ciudad a caballo. Sabe que le persiguen, pero no
le importa. Tiene que hacer una cosa importante. Va repitiendo en
voz baja:
—¡Señor Peredita, voy a pagar la deuda!
Llega a la tienda del prestamista y se asoma montado a caballo:
—¡Buenas noches, patrón!
—¿Has bebido? ¿Por qué entras con el caballo?
—Es muy rebelde y se escapa. He venido a la ciudad solo para
verle a usted. Tengo que recuperar una joyita.
—¿Traes el comprobante?
—Aquí está. Puede verlo.
Deja encima de la mesa el saco manchado de sangre. El gachupín
se enfada.
—Voy a llamar a la policía.
—¿Se acuerda de una india que le trajo un anillo? Le dio nueve
soles.
—No recuerdo. Tengo que mirar los libros. ¿Nueve soles? Yo
siempre pago bien, mejor que otros.
—Eso quiere decir que hay otros más ladrones que usted. Pero no
importa. Usted, patrón, ha presentado denuncia contra la india.
—¡No puedo recordar todas las operaciones! ¡No quiero seguir
hablando con un borracho!
—Patroncito, ha denunciado a la india y el rancho se quedó vacío.
He dicho que mire dentro del saco.
El honrado gachupín comenzó a desatar el saco. Ve la cabeza
mordida del niño y se asusta mucho.
—¡Un crimen! ¿Qué quieres de mí? ¡Fuera de aquí y no me traigas
mala suerte!
Zacarías habla, y en su voz se nota la rabia:
—Ese cuerpo es de mi chamaco. La denuncia metió a su madre en la cárcel. ¡Lo dejaron solo y lo mataron los cerdos!
—¡Una desgracia! Yo no tengo nada que ver. Te devuelvo el anillo
y te quedas con el dinero. Tienes que enterrar esos restos.
—¡Don Quintinito maldito, vas a acompañarme!
El Cruzado, con rápido gesto, lanza una cuerda al cuello del
horrorizado gachupín. Luego sale corriendo con su caballo, que
arrastra el cuerpo del prestamista. Después de muchos golpes contra
las piedras de las calles, muere ahorcado. Zacarías calma su tristeza
india con la venganza.
A la mañana siguiente, el Coronelito está preparado para marcharse del
rancho de Filomeno. En la puerta se encuentra con Zacarías, que ha
cabalgado toda la noche.
—¡Voy con usted, coronel! Mi mujer está en la cárcel y mi hijo ha
muerto. Quiero luchar contra el tirano. Él lo mató.
—Lo siento mucho Zacarías.
—Tenemos un ayudante que nos trae buena suerte. Viene aquí
conmigo.
—¿De qué hablas?
—De los restos de mi hijo. Los llevó aquí en este saco.
—No me parece bien. Tienes que enterrarlos.
—En su momento. Ahora nos van a ayudar contra Banderas.
—Eso no es verdad, son supersticiones.
—Ya me ayudó a vengarme de Pereda. En el camino se lo cuento.