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El Hobbit, por JRR Tolkein, Part (17)

Part (17)

Otros apilaron helechos y brezos alrededor de los troncos, y se precipitaron en torno, y pisotearon y golpearon, golpearon y pisotearon, hasta que apagaron casi todos los fuegos, pero no los más próximos a los árboles donde estaban los enanos. Estos fuegos los alimentaron con hojas, ramas secas y helechos. Pronto un anillo de humo y llamas 68

rodeó a los enanos, un anillo que no crecía hacia fuera, pero que se iba cerrando lentamente, hasta que el fuego lamió la leña apilada bajo los árboles. El humo llegaba a los ojos de Bilbo, podía sentir el calor de las llamas; y a través de la humareda alcanzaba a ver a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un círculo, como gente que celebraba alrededor de una hoguera la llegada del verano. Fuera del circulo de guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas, los lobos se mantenían apartados, observando y aguardando. Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban ahora una horrible canción: ¡Quince pájaros en cinco abetos las plumas aventadas por una brisa ardiente! Pero, que extraños pájaros, ¡ninguno tiene alas! ¡Oh! ¿Qué haremos con estas raras gentes? ¿Asarlas vivas, o hervirlas en la olla; o freírlas, cocerlas y comerlas calientes? Luego se detuvieron y gritaron: —¡Volad, pajaritos! ¡Volad si podéis! ¡Bajad, pajaritos; os asaréis en vuestros nidos! ¡Cantad, cantad, pajaritos! ¿Por qué no cantáis? —¡Alejaos, chiquillos! —gritó Gandalf por respuesta——, No es época de buscar nidos. Y los chiquillos traviesos que juegan con fuego reciben lo que se merecen. —Lo dijo para enfadarlos, y para mostrarles que no tenía miedo, aunque en verdad lo tenía, mago y todo como era. Pero los trasgos no le prestaron atención, y siguieron cantando. ¡Que ardan, que ardan, árboles y helechos? ¡Marchitos y abrasados! Que la antorcha siseante ilumine la noche para nuestro contento. ¡Ea ya! ¡Que los cuezan, tos frían y achicharren, hasta que ardan las barbas, y los ojos se nublen, y hiedan los cabellos y estallen los pellejos, se disuelvan las grasas, y los huesos renegros descansen en cenizas bajo el cielo! Asi los enanos morirán, 69

la noche iluminando para nuestro contento. ¡Ea ya! ¡Ea pronto ya! ¡Ea que va! Y con ése ¡éa que va! las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas crujieron. Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su vara como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente hubiese matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar. En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto, abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció. Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los trasgos. Fuerte chilló el Señor de las Águilas, a quien Gandalf había ahora hablado. De vuelta se abalanzaron las grandes aves que estaban con él, y descendieron como enormes sombras negras. Los lobos gimotearon rechinando los dientes; los trasgos aullaron y patearon el suelo con rabia, y arrojaron las pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las águilas; la acometida oscura de las alas que batían los golpeó contra el Suelo o los arrojó lejos; las garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas de los árboles y se llevaron a los enanos, que ahora subían trepando a unas alturas a las que nunca se habían atrevido a llegar. ¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de que le dejaran de nuevo atrás! Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori cuando ya se lo llevaban, el último de todos; y arriba fueron juntos, sobre el tumulto y el incendio, Bilbo columpiándose en el aire, sintiendo que se le romperían los brazos en cualquier momento. Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos Se habían dispersado en los bosques. Unas cuantas águilas estaban todavía trazando círculos y cerniéndose sobre el campo de batalla. De pronto las llamas de los árboles se alzaron por encima de las ramas más altas. Subieron con un fuego crepitante, y hubo un estallido de chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo a tiempo! Pronto las luces del incendio fueron tenues allá abajo; un parpadeo rojo en el suelo negro; y las águilas volaban muy alto, elevándose todo el tiempo en círculos amplios y majestuosos. Bilbo nunca olvidó aquel vuelo, abrazado a los tobillos de Dori. Gemía: —¡Mis brazos, mis brazos! —mientras Dori plañía: —¡Mis pobres piernas, mis pobres piernas! En el mejor de los casos las alturas le daban vértigo a Bilbo. Bastaba que mirase desde el borde de un risco pequeño para que se sintiera mareado. Nunca le habían gustado las escaleras, y mucho menos los árboles (antes nunca había tenido que escapar de los lobos). De manera que podéis imaginar cómo le daba 70

vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo entre los colgantes dedos de los pies y veía las tierras oscuras que se ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá por la luz de la luna en la roca de una ladera o en un arroyo de los llanos. Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas por la luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy frío. Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo. El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cayó sobre la tosca plata forma de un aguilero. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados. Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de pronto se encontró diciendo en voz alta: —¡Ahora sé cómo se siente un trozo de panceta cuando la sacan de pronto de la sartén con un tenedor y la ponen de vuelta en la alacena! —¡No, no lo sabes! —oyó que Dori respondía—, pues la panceta sabe que volverá, tardé o temprano, a la sartén: y es de esperar que nosotros no. ¡Además las águilas no son tenedores! —¡Oh no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir — contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el águila lo consideraría ofensivo. ¡Uno no ha de ser grosero con un águila si sólo tiene el tamaño de un hobbit y está de noche en el aguilero! El águila se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestar atención. Pronto llegó volando otra águila. —El Señor de las Águilas te ordena traer a tus prisioneros a la Gran Repisa —chilló, y se fue. La Otra tomó a Dori en sus garras y partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse qué habría querido decir el águila con "prisioneros", y ya empezaba a pensar que lo abrirían en dos como un conejo para la cena, cuando le llegó el turno. El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf. Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aun estar en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha. Así que como veis, "prisioneros quería decir "prisioneros rescatados de los trasgos" solamente, y 71 no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de abajo. El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los hombres. —Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur. —Muy bien —dijo Gandalf— ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos. —Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie oyó. —Eso tal vez pueda tener remedio— dijo el Señor de las Águilas. Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja. Los enanos se encargaron de todos los preparativos. Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya para cocinar. Gandalf estaba echado también, luego de haberse ocupado de encender el fuego, ya que Óin y Glóin habían perdido sus yescas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni siquiera entonces.) Así concluyeron las aventuras de las Montañas Nubladas. Pronto el estómago de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con mantequilla que aquellos trozos de carne costada en varas. Durmió hecho un ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía encontrar, y que no sabía qué era. EXTRAÑOS APOSENTOS A la mañana siguiente Bilbo despertó con el sol temprano en los ojos. Se levantó de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego... y descubrió que no estaba en casa, de ningún modo. Así que se sentó, deseando en vano un baño y un cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo cordero frío y conejo. Y en seguida tuvo que prepararse para la inminente partida. Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos. Los enanos gritaban despidiéndose y 72

prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas si alguna vez era posible, mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña. El sol estaba todavía cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo y vio que las aves estaban ya muy arriba y el mundo muy lejos, y que las montañas se empequeñecían atrás. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza. —¡No pellizques! —dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Hace una bonita mañana y el viento sopla apenas.

Part (17) Part (17)

Otros apilaron helechos y brezos alrededor de los troncos, y se precipitaron en torno, y pisotearon y golpearon, golpearon y pisotearon, hasta que apagaron casi todos los fuegos, pero no los más próximos a los árboles donde estaban los enanos. Estos fuegos los alimentaron con hojas, ramas secas y helechos. Pronto un anillo de humo y llamas 68

rodeó a los enanos, un anillo que no crecía hacia fuera, pero que se iba cerrando lentamente, hasta que el fuego lamió la leña apilada bajo los árboles. El humo llegaba a los ojos de Bilbo, podía sentir el calor de las llamas; y a través de la humareda alcanzaba a ver a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un círculo, como gente que celebraba alrededor de una hoguera la llegada del verano. Fuera del circulo de guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas, los lobos se mantenían apartados, observando y aguardando. Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban ahora una horrible canción: ¡Quince pájaros en cinco abetos las plumas aventadas por una brisa ardiente! Pero, que extraños pájaros, ¡ninguno tiene alas! ¡Oh! ¿Qué haremos con estas raras gentes? ¿Asarlas vivas, o hervirlas en la olla; o freírlas, cocerlas y comerlas calientes? Luego se detuvieron y gritaron: —¡Volad, pajaritos! ¡Volad si podéis! ¡Bajad, pajaritos; os asaréis en vuestros nidos! ¡Cantad, cantad, pajaritos! ¿Por qué no cantáis? —¡Alejaos, chiquillos! —gritó Gandalf por respuesta——, No es época de buscar nidos. Y los chiquillos traviesos que juegan con fuego reciben lo que se merecen. —Lo dijo para enfadarlos, y para mostrarles que no tenía miedo, aunque en verdad lo tenía, mago y todo como era. Pero los trasgos no le prestaron atención, y siguieron cantando. ¡Que ardan, que ardan, árboles y helechos? ¡Marchitos y abrasados! Que la antorcha siseante ilumine la noche para nuestro contento. ¡Ea ya! ¡Que los cuezan, tos frían y achicharren, hasta que ardan las barbas, y los ojos se nublen, y hiedan los cabellos y estallen los pellejos, se disuelvan las grasas, y los huesos renegros descansen en cenizas bajo el cielo! Asi los enanos morirán, 69

la noche iluminando para nuestro contento. ¡Ea ya! ¡Ea pronto ya! ¡Ea que va! Y con ése ¡éa que va! las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas crujieron. Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su vara como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente hubiese matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar. En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto, abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció. Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los trasgos. Fuerte chilló el Señor de las Águilas, a quien Gandalf había ahora hablado. De vuelta se abalanzaron las grandes aves que estaban con él, y descendieron como enormes sombras negras. Los lobos gimotearon rechinando los dientes; los trasgos aullaron y patearon el suelo con rabia, y arrojaron las pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las águilas; la acometida oscura de las alas que batían los golpeó contra el Suelo o los arrojó lejos; las garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas de los árboles y se llevaron a los enanos, que ahora subían trepando a unas alturas a las que nunca se habían atrevido a llegar. ¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de que le dejaran de nuevo atrás! Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori cuando ya se lo llevaban, el último de todos; y arriba fueron juntos, sobre el tumulto y el incendio, Bilbo columpiándose en el aire, sintiendo que se le romperían los brazos en cualquier momento. Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos Se habían dispersado en los bosques. Unas cuantas águilas estaban todavía trazando círculos y cerniéndose sobre el campo de batalla. De pronto las llamas de los árboles se alzaron por encima de las ramas más altas. Subieron con un fuego crepitante, y hubo un estallido de chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo a tiempo! Pronto las luces del incendio fueron tenues allá abajo; un parpadeo rojo en el suelo negro; y las águilas volaban muy alto, elevándose todo el tiempo en círculos amplios y majestuosos. Bilbo nunca olvidó aquel vuelo, abrazado a los tobillos de Dori. Gemía: —¡Mis brazos, mis brazos! —mientras Dori plañía: —¡Mis pobres piernas, mis pobres piernas! En el mejor de los casos las alturas le daban vértigo a Bilbo. Bastaba que mirase desde el borde de un risco pequeño para que se sintiera mareado. Nunca le habían gustado las escaleras, y mucho menos los árboles (antes nunca había tenido que escapar de los lobos). De manera que podéis imaginar cómo le daba 70

vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo entre los colgantes dedos de los pies y veía las tierras oscuras que se ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá por la luz de la luna en la roca de una ladera o en un arroyo de los llanos. Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas por la luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy frío. Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo. El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cayó sobre la tosca plata forma de un aguilero. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados. Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de pronto se encontró diciendo en voz alta: —¡Ahora sé cómo se siente un trozo de panceta cuando la sacan de pronto de la sartén con un tenedor y la ponen de vuelta en la alacena! —¡No, no lo sabes! —oyó que Dori respondía—, pues la panceta sabe que volverá, tardé o temprano, a la sartén: y es de esperar que nosotros no. ¡Además las águilas no son tenedores! —¡Oh no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir — contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el águila lo consideraría ofensivo. ¡Uno no ha de ser grosero con un águila si sólo tiene el tamaño de un hobbit y está de noche en el aguilero! El águila se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestar atención. Pronto llegó volando otra águila. —El Señor de las Águilas te ordena traer a tus prisioneros a la Gran Repisa —chilló, y se fue. La Otra tomó a Dori en sus garras y partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse qué habría querido decir el águila con "prisioneros", y ya empezaba a pensar que lo abrirían en dos como un conejo para la cena, cuando le llegó el turno. El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf. Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aun estar en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha. Así que como veis, "prisioneros quería decir "prisioneros rescatados de los trasgos" solamente, y 71 no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de abajo. El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los hombres. —Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur. —Muy bien —dijo Gandalf— ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos. —Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie oyó. —Eso tal vez pueda tener remedio— dijo el Señor de las Águilas. Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja. Los enanos se encargaron de todos los preparativos. Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya para cocinar. Gandalf estaba echado también, luego de haberse ocupado de encender el fuego, ya que Óin y Glóin habían perdido sus yescas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni siquiera entonces.) Así concluyeron las aventuras de las Montañas Nubladas. Pronto el estómago de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con mantequilla que aquellos trozos de carne costada en varas. Durmió hecho un ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía encontrar, y que no sabía qué era. EXTRAÑOS APOSENTOS A la mañana siguiente Bilbo despertó con el sol temprano en los ojos. Se levantó de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego... y descubrió que no estaba en casa, de ningún modo. Así que se sentó, deseando en vano un baño y un cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo cordero frío y conejo. Y en seguida tuvo que prepararse para la inminente partida. Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos. Los enanos gritaban despidiéndose y 72

prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas si alguna vez era posible, mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña. El sol estaba todavía cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo y vio que las aves estaban ya muy arriba y el mundo muy lejos, y que las montañas se empequeñecían atrás. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza. —¡No pellizques! —dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Hace una bonita mañana y el viento sopla apenas. It is a beautiful morning and the wind is barely blowing.