Chapter 2 Part B
II.
LA CAZA DEL GATO (Part B) Llegó el primero al lugar de la cita, todavía encolerizado.
¡Con qué furor paseaba por la plaza de la aldea, esperando al enemigo! Ocultaba bajo sus vestidos dos formidable yataganes, de finísimas hojas de Damasco. ¿Qué digo de Damasco? Dos hojas japonesas, de esas que cortan una barra de hierro con igual facilidad que si se tratase de un espárrago, con tal de que sean manejadas por un brazo vigoroso. Ahmed-Bey y el fiel intérprete seguían a su amigo y le daban los más sabios consejos: atacar con prudencia, descubrirse lo menos posible, comenzar la partida con un salto, en fin, cuantas recomendaciones pueden hacerse a un novicio que se presenta por primera vez en la liza, sin haber aprendido a tirar. --Gracias por vuestros consejos--respondía el obstinado;--pero no necesito tantos requisitos para cortarle las narices a un notario. El objetivo de su venganza no tardó en aparecer entre dos cristales de gafas, a la puerta de un carruaje. Pero M. L'Ambert no descendió, limitándose a saludar. El marqués echó pie a tierra, y vino a decir a Ahmed-Bey: --Conozco un sitio excelente, a veinte minutos de aquí; tened la amabilidad de subir nuevamente al carruaje, con vuestros amigos, y seguirnos. Tomaron los beligerantes un camino transversal, y descendieron a un kilómetro del caserío.
--Señores--dijo el marqués,--podemos ir a pie hasta aquel bosquecillo que allí veis. Los cocheros pueden esperarnos aquí. Nos hemos olvidado de traer con nosotros un médico; pero el lacayo, que he dejado en Parthenay, tiene encargo de traernos el de la localidad. El cochero del turco era uno de esos merodeadores parisienses que circulan después de media noche bajo un número de contrabando. Ayvaz lo había tomado a la puerta de la señorita Tompain, y no lo había vuelto a dejar. El muy truhán sonrió maliciosamente cuando vio que le mandaban detenerse en medio del campo, y que llevaban sables debajo de las mantas. --¡Buena suerte, caballero!--le dijo al valiente Ayvaz.--Nada tenéis que temer, porque yo doy la suerte a mis clientes. Aun no hace un año llevé en mi coche a uno que había muerto a su adversario. Por cierto que me dio veinticinco francos de propina, ¡como os lo estoy refiriendo! --Yo te daré cincuenta--respondiole Ayvaz,--si quiere Dios que realice la venganza que medito. M. L'Ambert tiraba perfectamente, pero era demasiado conocido en las salas de esgrima de París para haber tenido jamás ninguna ocasión de batirse. Por eso, en el verdadero terreno del honor, era tan nuevo como Ayvaz: se comprende, por lo tanto, que aunque hubiese vencido en diferentes asaltos a los maestros y prebostes de varios regimientos de caballería, experimentase una sorda trepidación, que no era miedo, pero que producía efectos análogos a éste. La conversación durante el camino había sido animada: había hecho gala ante sus amigos de una alegría sincera, aunque un poco febril. Había encendido tres o cuatro cigarros, y arrojádolos al poco de empezados. Cuando todos descendieron del coche, marchó él con paso firme, demasiado firme tal vez. En el fondo de su alma sentía cierta aprensión completamente viril, completamente francesa: desconfiaba de su sistema nervioso, y temía no parecer todo lo valiente que era. Parece que las facultades del alma se multiplican en los momentos críticos de la vida. Por eso a M. L'Ambert, a pesar de hallarse preocupado en grado sumo con el pequeño drama en que iba a representar tan importante papel, los objetos más insignificantes del mundo exterior, los que hubieran pasado completamente inadvertidos para él en circunstancias ordinarias, atraían y retenían su atención con un poder irresistible. A sus ojos, la naturaleza se hallaba iluminada por una nueva luz, más clara, más transparente, más límpida, más cruda que la luz apagada del sol. Su preocupación subrayaba, por decirlo así, todo lo que sus ojos veían. En una revuelta del sendero, descubrió un gato que caminaba a paso lento por entre dos hileras de grosellas: uno de esos gatos tan comunes en las aldeas, largo, flaco, de piel blanca llena de manchas rojizas; uno de esos animales medio salvajes que a favor de los cuales hacen renuncia sus amos, con una esplendidez nada común, de todos los ratones que atrapan. El que atrajo la atención de L'Ambert había visto, sin duda, que la morada de su dueño no ofrecía ya bastante caza, y buscaba en plena campiña un suplemento a su pitanza. Los ojos del señorito L'Ambert, después de haber errado algún tiempo a la ventura , sintiéronse atraídos y como fascinados por el gesto de aquel gato. Observolo atentamente, admiró la flexibilidad de sus músculos, el vigoroso perfil de sus mandíbulas, y creyó hacer un descubrimiento trascendental, digno de un naturalista, observando que el gato es un tigre en miniatura. --¿Qué diablo miráis en ese punto?--preguntole el marqués, dándole, con cariño, una palmada en el hombro. Volvió el notario a la realidad de la vida, y respondió con el tono más desenvuelto del mundo: --Ese estúpido animal me ha distraído. No podéis imaginaros, marqués, los estragos que estas bestias ocasionan en la caza. Se comen más nidadas que perdigones tiramos nosotros. ¡Si tuviese una escopeta!... Y acompañando el gesto a la palabra, hizo ademán de echarse la escopeta a la cara, señalando al animal con el dedo. El gato comprendió la intención, dio un salto atrás y fugose, para reaparecer doscientos pasos más lejos, lavándose la cara, entre unas matas de colsa, como si aguardase a los parisienses. --¿Te has propuesto seguirnos?--exclamó el notario repitiendo la amenaza. La prudentísima bestia huyó de nuevo; pero reapareció a la entrada del claro del bosque donde iban a batirse. M. L'Ambert, con la superstición del jugador que va a exponer una suma importante, quiso ahuyentar aquella bestia maléfica, y le arrojó una piedra; mas, como errase el golpe, el gato trepó a un árbol, y allí se estuvo quedo. Entretanto, los testigos habían elegido el terreno y echado a suerte los puestos. El mejor tocó a M. L'Ambert. La suerte quiso también que se empleasen sus armas, y no los yataganes japoneses, que tal vez le hubiesen impuesto. A Ayvaz todo le tenía sin cuidado: cualquier arma era buena para él. Contemplaba la nariz de su enemigo como mira el pescador una trucha apetitosa suspendida del extremo de su caña. Despojose vivamente de la ropa que no consideró indispensable, arrojó sobre la hierba su fez rojo y su levita verde, y se arremangó hasta el codo las mangas de la camisa. Es de suponer que los turcos más dormidos se despierten al tintineo de las armas. Aquel grueso muchachote, cuya fisonomía no tenía nada de paternal, pareció transfigurarse. Su rostro se iluminó, sus ojos lanzaron rayos. Tomó un sable de manos del marqués, retrocedió dos pasos, y entonó en idioma turco una improvisación poética que su amigo Osmán-Bey tuvo la amabilidad de anotar y traducirnos: --Armado estoy para el combate; ¡Dios confunda al malvado que me ofende! La sangre se lava con sangre. Me heriste con la mano, yo te heriré con el sable. Tu rostro mutilado hará reír a las mujeres hermosas: Schelosser y Mercier, Thibert y Savile, te volverán la espalda con desprecio. Perderás para siempre el perfume de las rosas de Izmir. ¡Que Mahoma me dé fuerzas, que el valor no tengo que pedírselo a nadie! ¡Hurra! ¡que armado estoy para el combate! Dicho esto, lanzose sobre su adversario, atacándole en tercia o en cuarta, pues no entiendo una palabra de estas andanzas, ni él, ni su adversario, ni los testigos tampoco. Pero una oleada de sangre brotó de la punta del sable, unas gafas rodaron por el suelo, y el notario sintió aligerada su cabeza del peso de su nariz. Quedábale aún de ella una parte para muestra, mas, tan insignificante, que no merece la pena de que la mencionemos siquiera. M. L'Ambert se dejó caer de espaldas, y se levantó otra vez en seguida para echar a correr, con la cabeza agachada, como un ciego o como un loco. En aquel preciso momento, un cuerpo opaco cayó desde lo alto de una encina. Un minuto después, presentose un hombrecillo enteco, con el sombrero en la mano, seguido de un lacayo de gran librea. Era M. Triquet, médico municipal de Parthenay. --¡Bien venido seáis, digno señor Triquet! Un ilustre notario de París precisa vuestros servicios con urgencia. Colocaos nuevamente vuestro grasiento sombrero sobre vuestro cráneo pelado, enjugaos las gotas de sudor que brillan sobre vuestros rojos carrillos, como el rocío sobre dos peonías en flor, y haceos quitar cuanto antes las manchas relucientes de vuestro respetable traje negro! Pero el buen hombre estaba demasiado emocionado para entrar en funciones sin demora. Hablaba a tontas y a locas, con voz temblorosa y jadeante. --¡Bondad divina!...--decía.--Dios os guarde, señores; reconózcanme como un nuevo servidor. ¿Acaso está permitido ponerse de esta manera? ¡Esto es una mutilación, demasiado bien lo veo! Decididamente, ya es tarde para tratar de reconciliaros: el mal no tiene remedio, ya está hecho. ¡Ah, señores, señores! ¡la juventud jamás dejará de ser joven! Yo también estuve a punto de dejarme arrastrar por el criminal deseo de mutilar o destruir a un semejante. Fue en 1820. ¿Y qué hice, señores míos? Pues darle toda clase de excusas. De excusas, sí, y me jacto mucho de ello, y con tanto más motivo cuanto que toda la razón estaba de mi parte. ¿No habéis leído, por ventura , las admirables páginas de Rousseau contra el duelo? Son verdaderamente irrefutables: un trozo admirable de crestomatía moral y literaria. Y observad que Rousseau no dijo todavía en este asunto la última palabra. Si hubiese estudiado el cuerpo humano, esta obra maestra de la creación, esta imagen admirable de Dios sobre la tierra, habría demostrado, sin duda, que es gran pecado destruir un conjunto tan perfecto. Y no lo digo, en verdad, por la persona que ha recibido el golpe. ¡Dios me libre de tal cosa! ¡Tendría, sin duda, razones poderosas que respeto! ¡Pero si se supiese cuánto trabajo nos cuesta a los pobrecitos médicos el curar la más insignificante herida! Cierto que de eso vivimos, y de las enfermedades; pero, a pesar de todo, preferiría privarme de muchas cosas y no comer nada más que una tajada de tocino y un trozo de pan moreno , a tener que ser testigo de los sufrimientos del prójimo. El marqués interrumpió sus clamores. --Vaya, doctor--le dijo,--que la ocasión no es la más oportuna para filosofar. Este hombre se desangra como un buey, y es preciso, ante todo, tratar de contener la hemorragia. --Sí, señor--replicó vivamente el medicucho,--¡la hemorragia! esa es la verdadera palabra. Felizmente, todo lo tengo previsto. He aquí un frasco de agua hemostática, preparada según la fórmula de Brocchieri; yo la prefiero a la de Lechelle. Y se dirigió, con el frasco en la mano, hacia M. L'Ambert, que se había sentado al pie de un árbol y sangraba con tristeza. --Caballero--le dijo entre profundas reverencias,--podéis creerme que lamento sinceramente el no haber tenido el honor de conoceros con ocasión de un acontecimiento menos desagradable que este. Levantó melancólicamente la cabeza el señorito L'Ambert, y contestole con acento dolorido: --Doctor, ¿perderé la nariz? --No, señor, no la perderéis. ¡Válgame Dios, caballero! ¿cómo podríais perderla de nuevo, si la habéis perdido ya? Y mientras se expresaba de esta suerte, vertía el agua de Brocchieri sobre una compresa. --¡Cielos!--exclamó de repente,--tengo una idea, caballero. Puedo responderos del órgano tan útil como agradable que acabáis de perder. --¡Hablad pronto, por favor! Mi fortuna será entera para vos. ¡Ah, doctor! antes que vivir desfigurado de esta suerte, es preferible morir. --Eso suele decirse... ¡pero vamos a ver! ¿dónde está el trozo de nariz que os han cortado? No soy yo un cirujano de los vuelos de M. Velpeau, o de M. Huguier; pero trataré de hacer volver las cosas a su primitivo estado. El señorito L'Ambert levantose precipitadamente, y corrió al lugar de la lucha, seguido del marqués y de M. Steimbourg. Los turcos, que se paseaban juntos y cariacontecidos, porque el fuego de Ayvaz-Bey habíase extinguido en un segundo, aproximáronse también a sus antiguos enemigos. Hallose sin trabajo el lugar donde los combatientes habían pisoteado la fresca y naciente hierba; recuperáronse las gafas de oro, pero las narices del notario no hubo forma de encontrarlas. En cambio, vieron un gato, el horrible gato blanco con manchas rojizas, que se relamía con placer los labios ensangrentados. --¡Maldición!--exclamó el marqués, señalando al animal. Todo el mundo comprendió el gesto y la exclamación. --¿Será tiempo todavía?--preguntó el notario. --Tal vez--contestó el médico. Y todos corrieron hacia el gato. Pero el astuto animal no estaba por dejarse cazar, y corrió a su vez como alma que lleva el diablo a sus talones. Jamás había visto el pequeño bosque de Parthenay, ni volverá a ver tampoco, una caza semejante. Un marqués, un agente de cambio, tres diplomáticos, un médico de aldea, un lacayo con gran librea y un notario sangrando en su pañuelo, lanzáronse a carrera abierta tras un miserable gato. Corriendo, gritando, arrojándole piedras, ramas secas, y cuantos objetos encontraban al alcance de sus manos, atravesaron los caminos y los claros, y se internaron, bajando la cabeza, en los sitios más espesos del bosque. Ya agrupados, ya dispersos; unas veces escalonados sobre una línea recta, y otras formando círculo alrededor de la bestia; apaleando las malezas, sacudiendo los arbustos, trepando a los árboles, destrozándose el calzado con las raíces y troncos, y dejándose jirones de ropa entre las ramas de los arbustos, arrollábanlo todo como una tempestad; pero el gato endiablado corría más que el viento. En dos ocasiones lograron encerrarlo en un círculo, y otras tantas logró escapar, forzando el cerco. Un momento pareció como rendido de fatiga y de dolor, al caer de costado por querer saltar de un árbol a otro, siguiendo el camino de las ardillas. El lacayo de M. L'Ambert lanzose veloz sobre él, alcanzolo en pocos saltos y lo agarró por la cola. Pero el tigre en miniatura conquistó su libertad mediante un terrible zarpazo, y escapó fuera del bosque. Entonces comenzó la persecución a través de la llanura. Si largo era el camino que llevaban ya recorrido, inmensa era la planicie que, en forma de tablero de ajedrez, se extendía delante de los cazadores y de su codiciada presa. El calor era sofocante; gruesos nubarrones negros se amontonaban por occidente; el sudor corría copioso por todas las frentes; pero nada fue capaz de detener el furor de aquellos ocho hombres. M. L'Ambert, lleno todo de sangre, no cesaba de animar a sus compañeros con el gesto y con la voz. Los que nunca han visto a un notario corriendo tras sus narices no podrán hacerse cargo de su ardor. ¡Adiós frambuesas y fresas! Por dondequiera que pasaba el alud, quedaba la cosecha apabullada, destruida, aniquilada; todo eran flores mustias, brotes rotos, ramas tronchadas, tallos pisoteados. Sorprendidos los campesinos por la invasión de aquel azote nunca visto, arrojaban las regaderas, llamaban a sus vecinos, reclamaban el auxilio de los guardias rurales, exigían que les indemnizasen los daños y perjuicios, y lanzábanse en persecución de los cazadores. ¡Victoria! ¡el gato ya está preso! Hase arrojado a un pozo. ¡Cubos! ¡cuerdas! ¡escalas! Todos abrigan la esperanza, la casi seguridad de recuperar las narices del señorito L'Ambert intactas o poco menos. Mas ¡ay! que este pozo no es un pozo como todos los demás. Es la boca de una cantera abandonada cuyas galerías forman una vasta red de más de diez leguas, y se extienden en todas direcciones, hallándose en comunicación con las catacumbas de París. Se pagan sus honorarios a M. Triquet; se abonan a los campesinos las indemnizaciones que exigen, y se emprende el regreso a Parthenay, bajo una lluvia torrencial. Antes de subir al carruaje, Ayvaz-Bey, mojado como un pato, y ya recuperada la calma por completo, vino a ofrecer su mano a M. L'Ambert. --Caballero--le dijo,--lamento sinceramente que mi obstinación haya llevado las cosas hasta este extremo. La Tompain no vale una gota siquiera de la sangre vertida por su culpa, y hoy mismo rompo con ella, pues no podría verla sin pensar en la desgracia que ha causado. Sois testigo de que he hecho cuanto me ha sido posible, como asimismo estos señores, por devolveros lo perdido. Ahora, permitidme esperar que este accidente no sea del todo irreparable. El médico de esta aldea nos ha recordado que existen en París cirujanos más hábiles que él; creo haber oído decir que la cirugía moderna poseía secretos infalibles para restaurar las partes del cuerpo humano mutiladas o perdidas. M. L'Ambert aceptó, con el humor que pueda suponerse cualquiera, la mano que le tendía su rival, y se hizo conducir al faubourg Saint-Germain en compañía de sus dos amigos.