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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (40)

Los desposeídos (40)

Los bebés en particular lo pasan muy mal, se ven muchos con la piel y los ojos inflamados. Me preguntó si lo hubiera notado medio año atrás. La paternidad te hace más perceptivo. El trabajo es trabajo, y hay camaradería, pero el viento seco desgasta. Anoche pensé en el Ne Theras y el rumor del viento en la noche me recordaba el torrente. No lamentaré esta separación. Me he dado cuenta de que había empezado a dar menos, como si yo te poseyera a ti y tú a mí y no hubiera otra cosa que hacer. La realidad no tiene nada que ver con la posesión. Lo que nosotros hacemos es corroborar la totalidad del tiempo. Cuéntame de Sadik. En los días libres estoy dando clases a un grupo de gente que las pidió una de las jóvenes es una matemática nata, pienso recomendarla al Instituto. Tu hermano, Shevek.

Takver le escribió:

Hay algo raro que me preocupa. Las clases para el tercer trimestre fueron asignadas tres días atrás y fui a averiguar qué horario tendrías en el Instituto pero en la lista no figuraba ninguna clase ni ninguna sala para ti. Pensé que te habían omitido por error y fui al Sindicato de Miembros y ellos dijeron que sí, que querían que dieras la clase de geometría. De modo que fui a la oficina de coordinación del Instituto, vi a la vieja de la nariz, y ella no sabía nada, no, yo no sé absolutamente nada, vaya al centro de asignaciones. Esto es ridículo, dije y fui a ver a Sabul. Pero no estaba en el gabinete de física, y no lo he visto aún aunque he vuelto dos veces. Con Sadik, que usa un maravilloso sombrero blanco de paja que Terras le tejió y está tremendamente seductora. Me niego a ir a desenterrar a Sabul del cuarto o de la gusanera o donde sea que vive. Tal vez está fuera haciendo trabajos voluntarios ¡ja! ¡ja! Quizá tú podrías telefonear al Instituto y averiguar qué clase de error es ése. En realidad fui y miré en el centro de asignaciones de la Divtrab pero no había ninguna lista nueva para ti. Allí la gente es correcta pero esa vieja de la nariz es ineficiente y descomedida, y nadie se interesa por nada. Bedap tiene razón. Nos hemos dejado envolver en las redes de la burocracia. Por favor vuelve (con la matemática genial si es preciso). La separación educa, sin duda, pero tu presencia es la educación que yo quiero. Estoy consiguiendo medio litro de zumo de fruta más una cuota de calcio por día porque andaba escasa de leche y Sadik chillaba mucho. ¡Bien por los viejos doctores! Todo, siempre. T.

Shevek nunca recibió esta carta. Se había marchado de Levante del Sur antes de que llegara a la estafeta de Saltos Colorados.

Había unas dos mil quinientas millas desde Saltos Colorados a Abbenay. Lo natural hubiera sido viajar con quien quisiera llevarlo, ya que todos los vehículos de transporte estaban disponibles como vehículos de pasajeros para tantas personas como cupieran; pero como había que devolver cuatrocientas cincuenta personas a los puestos regulares que habían tenido en el Noroeste, se les facilitó un tren. Era un tren de vagones de pasajeros, o al menos de vagones que momentáneamente se utilizaban para pasajeros. El menos popular era el furgón, que en un viaje reciente había transportado un cargamento de pescado ahumado.

Al cabo de un año de sequía las líneas normales de transporte eran insuficientes, aunque los trabajadores se esforzaban por atender todas las necesidades. Era la federación más numerosa de la sociedad odoniana, y ella misma, por supuesto, se había organizado en sindicatos regionales coordinados por representantes que se reunían y colaboraban con la CPD local y central. La red mantenida por la Federación de Transportes funcionaba bien en tiempos normales y en situaciones de moderada emergencia: era flexible, se adaptaba a las circunstancias, y los síndicos del Transporte tenían fuerza y orgullo profesional. Bautizaban a sus máquinas y dirigibles con nombres como Indomable, Resistencia, Devora-los-Vientos; tenían lemas: Nunca Fallamos, ¡Nada es Excesivo! Pero ahora, cuando la hambruna amenazaba a regiones enteras del planeta, cuando había que trasladar grandes levas de trabajadores de una región a otra, las demandas eran excesivas. No había vehículos suficientes; no había gente suficiente para manejarlos. La flota íntegra de la Federación, en alas o sobre ruedas, estaba consignada al servicio, y los aprendices, los trabajadores jubilados, los voluntarios, los reclutas de emergencia, todos estaban ayudando en los camiones, los trenes, los barcos, las estaciones y los puertos.

El tren en que viajaba Shevek avanzaba lentamente, con pausas prolongadas, pues tenía que dar paso a todos los trenes de víveres. De pronto se detuvo durante veinte horas consecutivas. Un señalero sobrecargado de trabajo o falto de experiencia había cometido un error, y había habido un accidente en la línea.

El pequeño poblado en que el tren se detuvo no tenía reservas de alimentos ni en los comedores ni en los depósitos. No era una comunidad agrícola sino una población industrial, que fabricaba hormigón y piedra espuma, merced a la afortunada coincidencia de algunos yacimientos de cal y un río navegable. Había camiones-huertos, pero los pobladores dependían del transporte para abastecerse de víveres. Si daban de comer a los cuatrocientos cincuenta pasajeros del tren, los ciento cincuenta lugareños se quedarían sin nada. Idealmente, tendrían que haber compartido lo que había, comer todos a medias, o pasar hambre a medias, unos y otros. Si los del tren hubieran sido cincuenta, o hasta un centenar, probablemente la comunidad les habría cedido por lo menos una horneada de pan. ¿Pero cuatrocientos cincuenta? Si a cada uno le daban algo quedarían sin provisiones durante varios días. Y luego, ¿cuándo llegaría el próximo tren de provisiones? ¿Y cuánto grano traería? No dieron nada.

Los viajeros, que ese día no habían podido desayunar, ayunaron durante sesenta horas. No probaron bocado hasta que la vía quedó despejada, y el tren, luego de recorrer ciento cincuenta millas, llegó a una estación con un refectorio aprovisionado para pasajeros.

Aquella fue para Shevek la primera vez que pasó hambre. Había ayunado a veces cuando trabajaba porque no quería perder tiempo en ir a comer; siempre había tenido a su disposición dos comidas completas diarias: constantes como el amanecer y el crepúsculo. Nunca se le había ocurrido pensar cómo sería tener que prescindir de esas comidas. Nadie en su sociedad, nadie en el mundo, tenía que prescindir de esas comidas.

Mientras el hambre lo atormentaba más y más, mientras el tren seguía detenido hora tras hora en el desvío entre una cantera escarificada y polvorienta y una fábrica paralizada, tuvo pensamientos sombríos acerca de la realidad del hambre, y de la posible inadecuación de la sociedad para sobrellevar una hambruna sin perder la solidaridad que constituía su fuerza. Era fácil compartir cuando había comida suficiente, o apenas la suficiente, para seguir viviendo. ¿Pero cuando no la había? Entonces entraba en juego la fuerza; la fuerza se convertía en derecho; en poder, y la herramienta del poder era la violencia, y su aliado más devoto, el ojo que no quiere ver.

El resentimiento de los pasajeros era amargo, pero menos ominoso que la actitud de la gente del pueblo, el modo en que se escondían detrás de «sus» muros con «sus» posesiones, e ignoraban la presencia del tren, nunca lo miraban. Shevek no era el único pasajero de humor melancólico; una larga conversación iba y venía serpenteando al costado de los vagones detenidos, la gente opinaba, argumentando y asintiendo, siempre en torno del mismo tema que angustiaba a Shevek. Una incursión a los camiones-huertos fue propuesta seriamente, y discutida con amargura, y quizá la hubieran llevado a la práctica si el silbato del tren no hubiese anunciado la partida.

Pero cuando por fin entró arrastrándose en la estación siguiente, y pudieron comer —media hogaza de pan de holum y un tazón de sopa—, la melancolía se transformó en exaltación. Cuando se llegaba al fondo del tazón se descubría que la sopa era bastante chirle, pero el primer sabor, el primer sabor había sido maravilloso, valía la pena el ayuno. Todos estuvieron de acuerdo. Volvieron al tren riendo y bromeando juntos. Habían salido del paso.

Un tren de carga recogió a los pasajeros de Abbenay en la Colina Ecuador y los llevó las últimas quinientas millas. Llegaron tarde a la ciudad, en una noche ventosa de principios del otoño. Era casi medianoche; las calles estaban desiertas. El viento corría por las calles como un río seco y turbulento. Arriba, por encima de los débiles faroles, las estrellas brillaban con una luz clara y trémula. La tormenta seca del otoño y de la pasión arrastró a Shevek por las calles, casi corriendo, tres millas hasta el sector norte, solo en la ciudad oscura. Subió de un salto los tres peldaños del portal, corrió a través del vestíbulo, llegó a la puerta, la abrió. La habitación estaba a oscuras. Las estrenas ardían en las ventanas.

—¡Takver! —dijo, y oyó el silencio. Antes de encender la lámpara, allí en la oscuridad, en el silencio, supo de pronto lo que era la separación.

Nada faltaba allí. Nada había que pudiese faltar. Sólo Sadik y Takver. Los Ocupantes del Espacio Deshabitado giraban lentamente, con un leve centelleo, en la brisa que entraba por la puerta.

Había una carta sobre la mesa. Dos cartas. Una de Takver. Era breve: la habían llamado a un puesto de emergencia en los Laboratorios de Algas Comestibles del Noreste, por un tiempo indeterminado. Decía:

No podía a conciencia negarme ahora. Fui y hablé con ellos en Divtrab y leí además el proyecto presentado a Ecología en la CPD, y es cierto que me necesitan, pues he trabajado exactamente en este ciclo alga-ciliado-camarón-kukuri. Pedí en Divtrab que te destinaran a Roiny pero por supuesto no harán nada hasta que tú también lo pidas, y si no es posible a causa de tu trabajo en el Inst. no lo pedirás. En última instancia, si la cosa se prolonga demasiado les diré que se busquen otra genetista, ¡y volveré! Sadik está muy bien y ya dice ius por luz. No me quedaré mucho tiempo. Todo, de por vida, tu hermana, Takver. Oh por favor ven si puedes.

La otra nota estaba garrapateada en un trocito diminuto de papel: «Shevek: Gab. Física, tan pronto como regreses. Sabul».

Shevek fue de un lado a otro por el cuarto. La tormenta, el ímpetu que lo había lanzado por las calles, seguía aún en él. Había tropezado contra el muro. No podía ir más lejos, pero tenía que moverse. Miró dentro del armario.

No había nada excepto su gabán de invierno y una camisa que Takver, aficionada a los trabajos manuales delicados, había bordado para él; las escasas ropas de ella habían desaparecido. El biombo, plegado, mostraba la cuna vacía. La plataforma de dormir no estaba tendida, pero la manta naranja cubría las ropas de cama cuidadosamente arrolladas. Shevek fue otra vez hasta la mesa y volvió a leer la cana de Takver. Los ojos se le llenaron de lágrimas de furia. Temblaba, sacudido por la rabia de la decepción, la ira, un mal presentimiento.

No le podía echar la culpa a nadie. Eso era lo peor. Takver era necesaria, necesaria para luchar contra el hambre; el hambre de ella, de él, de Sadik. La sociedad no estaba contra ellos; estaba por ellos: era ellos.

Pero él había renunciado a su libro, a su amor, y a su hija. ¿Hasta dónde se le puede pedir a un hombre que renuncie?

—¡Infierno! —dijo en voz alta. El právico no era un idioma apropiado para maldecir. Es difícil maldecir cuando el sexo no es sucio y la blasfemia no existe—. ¡Oh, infierno! —repitió. Arrugó la desaliñada nota de Sabul, y golpeó con los puños cerrados el borde de la mesa, como vengándose, tres veces, buscando apasionadamente el dolor. Pero no quedaba nada. No había nada que pudiera hacer, ningún sitio a dónde ir.


Los desposeídos (40)

Los bebés en particular lo pasan muy mal, se ven muchos con la piel y los ojos inflamados. Me preguntó si lo hubiera notado medio año atrás. La paternidad te hace más perceptivo. El trabajo es trabajo, y hay camaradería, pero el viento seco desgasta. Anoche pensé en el Ne Theras y el rumor del viento en la noche me recordaba el torrente. No lamentaré esta separación. Me he dado cuenta de que había empezado a dar menos, como si yo te poseyera a ti y tú a mí y no hubiera otra cosa que hacer. La realidad no tiene nada que ver con la posesión. Lo que nosotros hacemos es corroborar la totalidad del tiempo. Cuéntame de Sadik. En los días libres estoy dando clases a un grupo de gente que las pidió una de las jóvenes es una matemática nata, pienso recomendarla al Instituto. Tu hermano, Shevek.

Takver le escribió:

Hay algo raro que me preocupa. Las clases para el tercer trimestre fueron asignadas tres días atrás y fui a averiguar qué horario tendrías en el Instituto pero en la lista no figuraba ninguna clase ni ninguna sala para ti. Pensé que te habían omitido por error y fui al Sindicato de Miembros y ellos dijeron que sí, que querían que dieras la clase de geometría. De modo que fui a la oficina de coordinación del Instituto, vi a la vieja de la nariz, y ella no sabía nada, no, yo no sé absolutamente nada, vaya al centro de asignaciones. Esto es ridículo, dije y fui a ver a Sabul. Pero no estaba en el gabinete de física, y no lo he visto aún aunque he vuelto dos veces. Con Sadik, que usa un maravilloso sombrero blanco de paja que Terras le tejió y está tremendamente seductora. Me niego a ir a desenterrar a Sabul del cuarto o de la gusanera o donde sea que vive. Tal vez está fuera haciendo trabajos voluntarios ¡ja! ¡ja! Quizá tú podrías telefonear al Instituto y averiguar qué clase de error es ése. En realidad fui y miré en el centro de asignaciones de la Divtrab pero no había ninguna lista nueva para ti. Allí la gente es correcta pero esa vieja de la nariz es ineficiente y descomedida, y nadie se interesa por nada. Bedap tiene razón. Nos hemos dejado envolver en las redes de la burocracia. Por favor vuelve (con la matemática genial si es preciso). La separación educa, sin duda, pero tu presencia es la educación que yo quiero. Estoy consiguiendo medio litro de zumo de fruta más una cuota de calcio por día porque andaba escasa de leche y Sadik chillaba mucho. ¡Bien por los viejos doctores! Todo, siempre. T.

Shevek nunca recibió esta carta. Se había marchado de Levante del Sur antes de que llegara a la estafeta de Saltos Colorados.

Había unas dos mil quinientas millas desde Saltos Colorados a Abbenay. Lo natural hubiera sido viajar con quien quisiera llevarlo, ya que todos los vehículos de transporte estaban disponibles como vehículos de pasajeros para tantas personas como cupieran; pero como había que devolver cuatrocientas cincuenta personas a los puestos regulares que habían tenido en el Noroeste, se les facilitó un tren. Era un tren de vagones de pasajeros, o al menos de vagones que momentáneamente se utilizaban para pasajeros. El menos popular era el furgón, que en un viaje reciente había transportado un cargamento de pescado ahumado.

Al cabo de un año de sequía las líneas normales de transporte eran insuficientes, aunque los trabajadores se esforzaban por atender todas las necesidades. Era la federación más numerosa de la sociedad odoniana, y ella misma, por supuesto, se había organizado en sindicatos regionales coordinados por representantes que se reunían y colaboraban con la CPD local y central. La red mantenida por la Federación de Transportes funcionaba bien en tiempos normales y en situaciones de moderada emergencia: era flexible, se adaptaba a las circunstancias, y los síndicos del Transporte tenían fuerza y orgullo profesional. Bautizaban a sus máquinas y dirigibles con nombres como Indomable, Resistencia, Devora-los-Vientos; tenían lemas: Nunca Fallamos, ¡Nada es Excesivo! Pero ahora, cuando la hambruna amenazaba a regiones enteras del planeta, cuando había que trasladar grandes levas de trabajadores de una región a otra, las demandas eran excesivas. No había vehículos suficientes; no había gente suficiente para manejarlos. La flota íntegra de la Federación, en alas o sobre ruedas, estaba consignada al servicio, y los aprendices, los trabajadores jubilados, los voluntarios, los reclutas de emergencia, todos estaban ayudando en los camiones, los trenes, los barcos, las estaciones y los puertos.

El tren en que viajaba Shevek avanzaba lentamente, con pausas prolongadas, pues tenía que dar paso a todos los trenes de víveres. De pronto se detuvo durante veinte horas consecutivas. Un señalero sobrecargado de trabajo o falto de experiencia había cometido un error, y había habido un accidente en la línea.

El pequeño poblado en que el tren se detuvo no tenía reservas de alimentos ni en los comedores ni en los depósitos. No era una comunidad agrícola sino una población industrial, que fabricaba hormigón y piedra espuma, merced a la afortunada coincidencia de algunos yacimientos de cal y un río navegable. Había camiones-huertos, pero los pobladores dependían del transporte para abastecerse de víveres. Si daban de comer a los cuatrocientos cincuenta pasajeros del tren, los ciento cincuenta lugareños se quedarían sin nada. Idealmente, tendrían que haber compartido lo que había, comer todos a medias, o pasar hambre a medias, unos y otros. Si los del tren hubieran sido cincuenta, o hasta un centenar, probablemente la comunidad les habría cedido por lo menos una horneada de pan. ¿Pero cuatrocientos cincuenta? Si a cada uno le daban algo quedarían sin provisiones durante varios días. Y luego, ¿cuándo llegaría el próximo tren de provisiones? ¿Y cuánto grano traería? No dieron nada.

Los viajeros, que ese día no habían podido desayunar, ayunaron durante sesenta horas. No probaron bocado hasta que la vía quedó despejada, y el tren, luego de recorrer ciento cincuenta millas, llegó a una estación con un refectorio aprovisionado para pasajeros.

Aquella fue para Shevek la primera vez que pasó hambre. Había ayunado a veces cuando trabajaba porque no quería perder tiempo en ir a comer; siempre había tenido a su disposición dos comidas completas diarias: constantes como el amanecer y el crepúsculo. Nunca se le había ocurrido pensar cómo sería tener que prescindir de esas comidas. Nadie en su sociedad, nadie en el mundo, tenía que prescindir de esas comidas.

Mientras el hambre lo atormentaba más y más, mientras el tren seguía detenido hora tras hora en el desvío entre una cantera escarificada y polvorienta y una fábrica paralizada, tuvo pensamientos sombríos acerca de la realidad del hambre, y de la posible inadecuación de la sociedad para sobrellevar una hambruna sin perder la solidaridad que constituía su fuerza. Era fácil compartir cuando había comida suficiente, o apenas la suficiente, para seguir viviendo. ¿Pero cuando no la había? Entonces entraba en juego la fuerza; la fuerza se convertía en derecho; en poder, y la herramienta del poder era la violencia, y su aliado más devoto, el ojo que no quiere ver.

El resentimiento de los pasajeros era amargo, pero menos ominoso que la actitud de la gente del pueblo, el modo en que se escondían detrás de «sus» muros con «sus» posesiones, e ignoraban la presencia del tren, nunca lo miraban. Shevek no era el único pasajero de humor melancólico; una larga conversación iba y venía serpenteando al costado de los vagones detenidos, la gente opinaba, argumentando y asintiendo, siempre en torno del mismo tema que angustiaba a Shevek. Una incursión a los camiones-huertos fue propuesta seriamente, y discutida con amargura, y quizá la hubieran llevado a la práctica si el silbato del tren no hubiese anunciado la partida.

Pero cuando por fin entró arrastrándose en la estación siguiente, y pudieron comer —media hogaza de pan de holum y un tazón de sopa—, la melancolía se transformó en exaltación. Cuando se llegaba al fondo del tazón se descubría que la sopa era bastante chirle, pero el primer sabor, el primer sabor había sido maravilloso, valía la pena el ayuno. Todos estuvieron de acuerdo. Volvieron al tren riendo y bromeando juntos. Habían salido del paso.

Un tren de carga recogió a los pasajeros de Abbenay en la Colina Ecuador y los llevó las últimas quinientas millas. Llegaron tarde a la ciudad, en una noche ventosa de principios del otoño. Era casi medianoche; las calles estaban desiertas. El viento corría por las calles como un río seco y turbulento. Arriba, por encima de los débiles faroles, las estrellas brillaban con una luz clara y trémula. La tormenta seca del otoño y de la pasión arrastró a Shevek por las calles, casi corriendo, tres millas hasta el sector norte, solo en la ciudad oscura. Subió de un salto los tres peldaños del portal, corrió a través del vestíbulo, llegó a la puerta, la abrió. La habitación estaba a oscuras. Las estrenas ardían en las ventanas.

—¡Takver! —dijo, y oyó el silencio. Antes de encender la lámpara, allí en la oscuridad, en el silencio, supo de pronto lo que era la separación.

Nada faltaba allí. Nada había que pudiese faltar. Sólo Sadik y Takver. Los Ocupantes del Espacio Deshabitado giraban lentamente, con un leve centelleo, en la brisa que entraba por la puerta.

Había una carta sobre la mesa. Dos cartas. Una de Takver. Era breve: la habían llamado a un puesto de emergencia en los Laboratorios de Algas Comestibles del Noreste, por un tiempo indeterminado. Decía:

No podía a conciencia negarme ahora. Fui y hablé con ellos en Divtrab y leí además el proyecto presentado a Ecología en la CPD, y es cierto que me necesitan, pues he trabajado exactamente en este ciclo alga-ciliado-camarón-kukuri. Pedí en Divtrab que te destinaran a Roiny pero por supuesto no harán nada hasta que tú también lo pidas, y si no es posible a causa de tu trabajo en el Inst. no lo pedirás. En última instancia, si la cosa se prolonga demasiado les diré que se busquen otra genetista, ¡y volveré! Sadik está muy bien y ya dice ius por luz. No me quedaré mucho tiempo. Todo, de por vida, tu hermana, Takver. Oh por favor ven si puedes.

La otra nota estaba garrapateada en un trocito diminuto de papel: «Shevek: Gab. Física, tan pronto como regreses. Sabul».

Shevek fue de un lado a otro por el cuarto. La tormenta, el ímpetu que lo había lanzado por las calles, seguía aún en él. Había tropezado contra el muro. No podía ir más lejos, pero tenía que moverse. Miró dentro del armario.

No había nada excepto su gabán de invierno y una camisa que Takver, aficionada a los trabajos manuales delicados, había bordado para él; las escasas ropas de ella habían desaparecido. El biombo, plegado, mostraba la cuna vacía. La plataforma de dormir no estaba tendida, pero la manta naranja cubría las ropas de cama cuidadosamente arrolladas. Shevek fue otra vez hasta la mesa y volvió a leer la cana de Takver. Los ojos se le llenaron de lágrimas de furia. Temblaba, sacudido por la rabia de la decepción, la ira, un mal presentimiento.

No le podía echar la culpa a nadie. Eso era lo peor. Takver era necesaria, necesaria para luchar contra el hambre; el hambre de ella, de él, de Sadik. La sociedad no estaba contra ellos; estaba por ellos: era ellos.

Pero él había renunciado a su libro, a su amor, y a su hija. ¿Hasta dónde se le puede pedir a un hombre que renuncie?

—¡Infierno! —dijo en voz alta. El právico no era un idioma apropiado para maldecir. Es difícil maldecir cuando el sexo no es sucio y la blasfemia no existe—. ¡Oh, infierno! —repitió. Arrugó la desaliñada nota de Sabul, y golpeó con los puños cerrados el borde de la mesa, como vengándose, tres veces, buscando apasionadamente el dolor. Pero no quedaba nada. No había nada que pudiera hacer, ningún sitio a dónde ir.