IV
Usted sabrá disculpar el poco orden que llevo en el relato, que por eso de seguir por la persona y no por el tiempo me hace andar saltando del principio al fin y del fin a los principios como langosta vareada, pero resulta que de manera alguna, que ésta no sea, podría llevarlo, ya que lo suelto como me sale y a las mientes me viene, sin pararme a construirlo como una novela, ya que, a más de que probablemente no me saldría, siempre estarla a pique del peligro que me daría el empezar a hablar y a hablar para quedarme de pronto tan ahogado y tan parado que no supiera por dónde salir.
Los años pasaban sobre nosotros como sobre todo el mundo, la vida en mi casa discurría por las mismas sendas de siempre, y si no he de querer inventar, pocas noticias que usted no se figure puedo darle de entonces.
A los quince años de haber nacido la niña, y cuando por lo muy chupada que mi madre andaba y por el tiempo pasado cualquier cosa podía pensarse menos que nos había de dar un nuevo hermano, quedó la vieja con el vientre lleno, vaya usted a saber de quién, porque sospecho que, ya por la época, liada había de andar con el señor Rafael, de forma que no hubo más que esperar los días de ley para acabar recibiendo a uno más en la familia. El nacer del pobre Mario —que así hubimos de llamar al nuevo hermano— más tuvo de accidentado y de molesto que de otra cosa, porque, para colmo y por si fuera poca la escandalera de mi madre al parir, fue todo a coincidir con la muerte de mi padre, que si no hubiera sido tan trágica, a buen seguro movería a risa así pensada en frío. Dos días hacía que a mi padre lo teníamos encerrado en la alacena cuando Mario vino al mundo; le había mordido un perro rabioso, y aunque al principio parecía que libraba de rabiar, más tarde hubieron de acometerle unos tembleques que nos pusieron a todos sobre aviso. La señora Engracia nos enteró de que la mirada iba a hacer abortar a mi madre y, como el pobre no tenla arreglo, nos industriamos para encerrarlo con la ayuda de algunos vecinos y de tantas precauciones como pudimos, porque tiraba unos mordiscos que a más de uno hubiera arrancado un brazo de habérselo cogido; todavía me acuerdo con pena y con temor de aquellas horas... ¡Dios, y qué fuerza hubimos de hacer todos para reducirlo! Pateaba como un león, juraba que nos había de matar a todos, y tal fuego había en su mirar, que por seguro lo tengo que lo hubiera hecho si Dios lo hubiera permitido. Dos días hacía, digo, que encerrado lo tentamos, y tales voces daba y tales patadas arreaba sobre la puerta, que hubimos de apuntalar con unos maderos, que no me extraña que Mario, animado también por los gritos de la madre, viniera al mundo asustado y como lelo; mi padre acabó por callarse a la noche siguiente —que era la del día de Reyes—, y cuando fuimos a sacarlo pensando que había muerto, allí nos lo encontramos, arrimado contra el suelo y con un miedo en la cara que mismo parecía haber entrado en los infiernos. A mí me asustó un tanto que mi madre en vez de llorar, como esperaba, se riese, y no tuve más remedio que ahogar las lágrimas que quisieron asomarme cuando vi el cadáver, que tenía los ojos abiertos y llenos de sangre y la boca entreabierta con la lengua morada medio fuera. Cuando tocó a enterrarlo, don Manuel, el cura, me echó un sermoncete en cuanto me vio. Yo no me acuerdo mucho de lo que me dijo; me habló de la otra vida, del cielo y del infierno, de la Virgen María, de la memoria de mi padre, y cuando a mí se me ocurrió decir que en lo tocante al recuerdo de mi padre lo mejor sería ni recordarlo, don Manuel, pasándome una mano por la cabeza me dijo que la muerte llevaba a los hombres de un reino para otro y que era muy celosa de que odiásemos lo que ella se había llevado para que Dios lo juzgase. Bueno, no me lo dijo así; me lo dijo con unas palabras muy justas y cabales, pero lo que me quiso decir no andaría, sobre poco más o menos, muy alejado de lo que dejo escrito. Desde aquel día siempre que vela a don Manuel lo saludaba y le besaba la mano, pero cuando me casé hubo de decirme mi mujer que parecía marica haciendo tales cosas y, claro es, ya no pude saludarlo más; después me enteré que don Manuel había dicho de mí que era talmente como una rosa en un estercolero y bien sabe Dios qué ganas me entraron de ahogarlo en aquel momento; después se me fue pasando y, como soy de natural violento, pero pronto, acabé por olvidarlo, porque además, y pensándolo bien, nunca estuve muy seguro de haber entendido a derechas; a lo mejor don Manuel no había dicho nada —ala gente no hay que creerla todo lo que cuenta— y aunque lo hubiera dicho... ¡Quién sabe lo que hubiera querido decir! ¡Quién sabe si no había querido decir lo que yo entendí!
Si Mario hubiera tenido sentido cuando dejó este valle de lágrimas, a buen seguro que no se hubiera marchado muy satisfecho de él. Poco vivió entre nosotros; parecía que hubiera olido el parentesco que le esperaba y hubiera preferido sacrificarlo a la compañía de los inocentes en el limbo. ¡Bien sabe Dios que acertó con el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse años! Cuando nos abandonó no había cumplido todavía los diez años, que si pocos fueron para lo demasiado que había de sufrir, suficientes debieran de haber sido para llegar a hablar y a andar, cosas ambas que no llegó a conocer; el pobre no pasó de arrastrarse por el suelo como si fuese una culebra y de hacer unos ruiditos con la garganta y con la nariz como si fuese una rata: fue lo único que aprendió. En los primeros años de su vida ya a todos nosotros nos fue dado el conocer que el infeliz, que tonto había nacido, tonto había de morir; tardó año y medio en echar el primer hueso de la boca y cuando lo hizo, tan fuera de su sitio le fue a nacer, que la señora Engracia, que tantas veces fuera nuestra providencia, hubo de tirárselo con un cordel para ver de que no se clavara en la lengua. Hacia los mismos días, y vaya usted a saber si como resultas de la mucha sangre que tragó por lo del diente, la salió un sarampión o sarpullido por el trasero (con perdón) que llegó a ponerle las nalguitas como desolladas y en la carne viva por habérsele mezclado la orina con la pus de las bubas; cuando hubo que curarle lo dolido con vinagre y con sal, la criatura tales lloros se dejaba arrancar que hasta al más duro de corazón hubiera enternecido. Pasó algún tiempo que otro de cierto sosiego, jugando con una botella, que era lo que más le llamaba la atención, o echadito al sol, para que reviviese, en el corral o en la puerta de la calle, y así fue tirando el inocente, unas veces mejor y otras peor, pero ya más tranquilo, hasta que un día —teniendo la criatura cuatro años— la suerte se volvió tan de su contra que, sin haberlo buscado ni deseado, sin a nadie haber molestado y sin haber tentado a Dios, un guarro (con perdón) le comió las dos orejas. Don Raimundo, el boticario, le puso unos polvos amarillitos, de seroformo, y tanta dolor daba el verlo amarillado y sin orejas que todas las vecinas, por llevarle consuelo, le llevaban, las más, un tejeringo los domingos; otras, unas almendras; otras, unas aceitunas en aceite o un poco de chorizo... ¡Pobre Mario, y cómo agradecía, con sus ojos negrillos; los consuelos! Si mal había estado hasta entonces, mucho más mal le aguardaba después de lo del guarro (con perdón); pasábase los días y las noches llorando y aullando como un abandonado, y como la poca paciencia de la madre la agotó cuando más falta le hacía, se pasaba los meses tirado por los suelos, comiendo lo que le echaban, y tan sucio que aun a mí que, ¿para qué mentir?, nunca me lavé demasiado, llegaba a darme repugnancia. Cuando un guarro (con perdón) se le ponía a la vista, cosa que en la provincia pasaba tantas veces al día como no se quisiese, le entraban al hermano unos corajes que se ponía como loco: gritaba con más fuerzas aún que la costumbre, se atosigaba por esconderse detrás de algo, y en la cara y en los ojos un temor se le acusaba que dudo que no lograse parar al mismo Lucifer que a la Tierra subiese.
Me acuerdo que un día —era un domingo— en una de esas temblequeras tanto espanto llevaba y tanta rabia dentro, que en su huida le dio por atacar —Dios sabría por qué— al señor Rafael que en casa estaba porque, desde la muerte de mi padre, por ella entraba y salía como por terreno conquistado; no se le ocurriera peor cosa al pobre que morderle en una pierna al viejo, y nunca lo hubiera hecho, porque éste con la otra pierna le arreó tal patada en una de las cicatrices que lo dejó como muerto y sin sentido, manándole una agüilla que me dio por pensar que agotara la sangre. El vejete se reía como si hubiera hecho una hazaña y tal odio le tomé desde aquel día que, por mi gloria le juro, que de no habérselo llevado Dios de mis alcances, me lo hubiera endiñado en cuanto hubiera tenido ocasión para ello.
La criatura se quedó tirada todo lo larga que era, y mi madre —le aseguro que me asusté en aquel momento que la vi tan ruin— no lo cogía y se reía haciéndole el coro al, señor Rafael; a mí, bien lo sabe Dios, no me faltaron voluntades para levantarlo, pero preferí no hacerlo... ¡Si el señor Rafael, en el momento, me hubiera llamado blando, por Dios que lo machaco delante de mí madre!
Me marché hasta las casas por tratar de olvidar; en el camino me encontré a mi' hermana —que por entonces andaba por el pueblo—, le conté lo que pasó y tal odio hube de ver en sus ojos que me dio por cavilar en que había de ser mal enemigo; me acordé, no sé por qué sería, del Estirao, y me reía de pensar que alguna vez mi hermana pudiera ponerle aquellos ojos.
Cuando volvimos hasta la casa, pasadas dos horas largas del suceso, el señor Rafael se despedía; Mario seguía tirado en el mismo sitio donde lo dejé, gimiendo por lo bajo, con la boca en la tierra y con la cicatriz más morada y miserable que cómico en cuaresma; mi hermana, que creí que iba a armar el zafarrancho, lo levantó del suelo por ponerlo recostado en la artesa. Aquel día me pareció más hermosa que nunca, con su traje de color azul como el del cielo, y sus aires de madre montaraz ella, que ni lo fuera, ni lo había de ser...
Cuando el señor Rafael acabó por marcharse, mi madre recogió a Mario, lo acunó en el regazo y le estuvo lamiendo la herida toda la noche, como una perra parida a los cachorros; el chiquillo se dejaba querer y sonreía... Se quedó dormidito y en sus labios quedaba aún la señal de que había sonreído. Fue aquella noche, seguramente, la única vez en su vida que le vi sonreír...