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La familia de Pascual Duarte - Cela, XIII

XIII

Cerca de un mes entero he estado sin escribir; tumbado boca arriba sobre el jergón; viendo pasar las horas, esas horas que a veces parecen tener alas y a veces se nos figuran como paralíticas; dejando volar libre la imaginación, lo único que libre en mí puede volar; contemplando los desconchados del techo; buscándoles parecidos, y en este largo mes he gozado —a mi manera— de la vida como no había gozado en todos los años anteriores: a pesar de todos los pesares y preocupaciones.

Cuando la paz invade las almas pecadoras es como cuando el agua cae sobre los barbechos, que fecunda lo seco y hace fructificar al erial. Lo digo porque, si bien más tiempo, mucho más tiempo del debido tardé en averiguar que la tranquilidad es como una bendición de los cielos, como la más preciada bendición que a los pobres y a los sobresaltados nos es dado esperar, ahora que ya lo sé, ahora que la tranquilidad con su amor ya me acompaña, disfruto de ella con un frenesí y un regocijo que mucho me temo que, por poco que me reste de respirar —¡y bien poco me resta!—, la agote antes de tiempo. Es probable que si la paz a mí me hubiera llegado algunos años antes, a estas alturas fuera, cuando menos, cartujo, porque tal luz vi en ella y tal bienestar, que dudo mucho que entonces no hubiera sido fascinado como ahora lo soy. Pero no quiso Dios que esto ocurriera y hoy me encuentro encerrado y con una condena sobre la cabeza que no sé qué seria mejor, si que cayera de una buena vez o que siguiera alargando esta agonía, a la que sin embargo me aferro con más cariño, si aún cupiese, que el que para aferrarme emplearía de ser suave mi vivir. Usted sabe muy bien lo que quiero decir...

En este largo mes que dediqué a pensar, todo pasó por mí: la pena y la alegría, el gozo y la tristeza, la fe y la desazón y la desesperanza... ¡Dios, y en qué flacas carnes fuiste a experimentar! Temblaba como si tuviera fiebre cuando un estado del alma se marchaba porque viniese el otro, y a mis ojos acudían las lágrimas como temerosas. Son muchos treinta días seguidos dedicado a pensar en una sola cosa, dedicado a criar los más profundos remordimientos, solamente preocupado por la idea de que todo lo malo pasado ha de conducirnos al infierno... Envidio al ermitaño con la bondad en la cara, al pájaro del cielo, al pez del agua, incluso a la alimaña de entre los matorrales, porque tienen tranquila la memoria. ¡Mala cosa es el tiempo pasado en el pecado!

Ayer me confesé; fui yo quien di el aviso al sacerdote. Vino un curita viejo y barbilampiño, el padre Santiago Lurueña, bondadoso y acongojado, caritativo y raído como una hormiga.

Es el capellán, el que dice la misa los domingos, esa misa que oyen un centenar de asesinos, media docena de guardias y dos pares de monjas.

Cuando entró lo recibí de pie.

—Buenas tardes, padre.

—Hola, hijo; me dicen que me llamas.

—Sí, señor; yo lo llamo.

Él se acercó hasta mí y me besó en la frente. Hacía muchos años que nadie me besaba.

—¿Es para confesarte?

—Sí, señor.

—Hijo, ¡me das una alegría!

—Yo estoy también contento, padre.

—Dios todo lo perdona; Dios es muy bondadoso...

—Sí, padre.

Y es dichoso de ver retornar a la oveja descarriada.

—Sí, padre.

Al hijo pródigo que vuelve a la casa paterna.

Me tenía la mano cogida con cariño, apoyada sobre la sotana, y me miraba a los ojos como queriendo que le entendiera mejor.

—La fe es como la luz que guía nuestras almas a través de las tinieblas de la vida.

—Sí...

—Como un bálsamo milagroso para las almas dolidas...

Don Santiago estaba emocionado; su voz temblaba como la de un niño azarado. Me miró sonriente, con su sonrisa suave que parecía la de un santo.

—¿Tú sabes lo que es la confesión?

Me acobardaba el contestar. Tuve que decir, con un hilo de voz:

—No mucho.

—No te preocupes, hijo; nadie nace sabiendo.

Don Santiago me explicó algunas cosas que no entendí del todo; sin embargo, debían ser verdad porque a verdad sonaban. Estuvimos hablando mucho tiempo, casi toda la tarde; cuando acabamos de conversar ya el sol se había traspuesto más allá del horizonte.

—Prepárate a recibir el perdón, hijo mío, el perdón que te doy en nombre de Dios nuestro Señor... Reza conmigo el Señor mío Jesucristo...

Cuando don Santiago me dio la bendición, tuve que hacer un esfuerzo extraordinario para recibirla sin albergar pensamientos siniestros en la cabeza; la recibí lo mejor que pude, se lo aseguro. Pasé mucha vergüenza, muchísima, pero nunca fuera tanta como la que creí pasar.

No pude pegar ojo en toda la noche y hoy estoy fatigado y abatido como si me hubieran dado una paliza; sin embargo, como ya tengo aquí el montón de cuartillas que pedí al director, y como del aplanamiento en que me hundo no de otra manera me es posible salir si no es emborronando papel y más papel, voy a ver de empezar de nuevo, de coger otra vez el hilo del relato y de dar un empujón a estas memorias para ponerlas en el camino del fin. Veremos si me encuentro con fuerzas suficientes, que buena falta me harán. Cuando pienso en que de precipitarse un poco más los acontecimientos, mi narración se expone a quedarse a la mitad y como mutilada, me entran unos apuros y unas prisas que me veo y me deseo para dominarlos porque pienso que si escribiendo, como escribo, poco a poco y con los cinco sentidos puestos en lo que hago, no del todo claro me ha de salir el cuento, si éste lo fuera a soltar como en chorro, tan desmañado y deslavazado habría de quedar que ni su mismo padre —que soy yo— por hijo lo tendría. Estas cosas en las que tanta parte tiene la memoria hay que cuidarlas con el mayor cariño porque de trastocar los acontecimientos no otro arreglo tendría el asunto sino romper los papeles para reanudar la escritura, solución de la que escapo como del peligro por eso de que nunca segundas partes fueran buenas. Quizás encuentre usted presumido este afán mío de que las cosas secundarias me salgan bien cuando las principales tan mal andan, y quizás piense usted con la sonrisa en la boca que es mucha pretensión por parte mía tratar de no apurarme, porque salga mejor, en esto que cualquier persona instruida haría con tanta naturalidad y como a la pata la llana, pero si tiene en cuenta que el esfuerzo que para mi supone llevar escribiendo casi sin parar desde hace cuatro meses, a nada que haya hecho en mi vida es comparable, es posible que encuentre una disculpa para mi razonar.

Las cosas nunca son como a primera vista las figuramos, y así ocurre que cuando empezamos a verlas de cerca, cuando empezamos a trabajar sobre ellas, nos presentan tan raros y hasta tan desconocidos aspectos, que de la primera idea no nos dejan a veces ni el recuerdo; tal pasa con las caras que nos imaginamos, con los pueblos que vamos a conocer, que nos los hacemos de tal o de cual forma en la cabeza, para olvidarnos repentinamente ante la vista de lo verdadero. Esto es lo que me ocurrió con este papeleo, que si al principio creí que en ocho días lo despacharía, hoy —al cabo de ciento veinte— me sonrío no más que de pensar en mi inocencia.

No creo que sea pecado contar barbaridades de las que uno está arrepentido. Don Santiago me dijo que lo hiciese si me traía consuelo, y como me lo trae, y don Santiago es de esperar que sepa por dónde anda en materia de mandamientos, no veo que haya de ofenderse Dios porque con ello siga. Hay ocasiones en las que me duele contar punto por punto los detalles, grandes o pequeños, de mi triste vivir, pero, y como para compensar, momentos hay también en que con ello gozo con el más honesto de los gozares, quizá por eso de que al contarlo tan alejado me encuentre de todo lo pasado como si lo contase de oídas y de algún desconocido. ¡Buena diferencia va entre lo pasado y lo que yo procuraría que pasara si pudiese volver a comenzad!, pero hay que conformarse con lo inevitable, con lo que no tiene arreglo posible; a lo hecho pecho, y tratar de evitar que continúe, que bien lo evito aunque ayudado —es cierto— por el encierro. No quiero exagerar la nota de mi mansedumbre en esta última hora de mi vida, porque en su boca se me imagina oír un a la vejez viruelas, que más vale que no sea pronunciado, pero quiero, sin embargo, dejar las cosas en su último punto y asegurarle que ejemplo de familias serla mi vivir si hubiera discurrido todo él por las serenas sendas de hoy.

Voy a continuar. Un mes sin escribir es mucha calma para el que tiene contados los latidos, y demasiada tranquilidad para quien la costumbre forzó a ser intranquilo.

XIII XIII

Cerca de un mes entero he estado sin escribir; tumbado boca arriba sobre el jergón; viendo pasar las horas, esas horas que a veces parecen tener alas y a veces se nos figuran como paralíticas; dejando volar libre la imaginación, lo único que libre en mí puede volar; contemplando los desconchados del techo; buscándoles parecidos, y en este largo mes he gozado —a mi manera— de la vida como no había gozado en todos los años anteriores: a pesar de todos los pesares y preocupaciones.

Cuando la paz invade las almas pecadoras es como cuando el agua cae sobre los barbechos, que fecunda lo seco y hace fructificar al erial. Lo digo porque, si bien más tiempo, mucho más tiempo del debido tardé en averiguar que la tranquilidad es como una bendición de los cielos, como la más preciada bendición que a los pobres y a los sobresaltados nos es dado esperar, ahora que ya lo sé, ahora que la tranquilidad con su amor ya me acompaña, disfruto de ella con un frenesí y un regocijo que mucho me temo que, por poco que me reste de respirar —¡y bien poco me resta!—, la agote antes de tiempo. Es probable que si la paz a mí me hubiera llegado algunos años antes, a estas alturas fuera, cuando menos, cartujo, porque tal luz vi en ella y tal bienestar, que dudo mucho que entonces no hubiera sido fascinado como ahora lo soy. Pero no quiso Dios que esto ocurriera y hoy me encuentro encerrado y con una condena sobre la cabeza que no sé qué seria mejor, si que cayera de una buena vez o que siguiera alargando esta agonía, a la que sin embargo me aferro con más cariño, si aún cupiese, que el que para aferrarme emplearía de ser suave mi vivir. Usted sabe muy bien lo que quiero decir...

En este largo mes que dediqué a pensar, todo pasó por mí: la pena y la alegría, el gozo y la tristeza, la fe y la desazón y la desesperanza... ¡Dios, y en qué flacas carnes fuiste a experimentar! Temblaba como si tuviera fiebre cuando un estado del alma se marchaba porque viniese el otro, y a mis ojos acudían las lágrimas como temerosas. Son muchos treinta días seguidos dedicado a pensar en una sola cosa, dedicado a criar los más profundos remordimientos, solamente preocupado por la idea de que todo lo malo pasado ha de conducirnos al infierno... Envidio al ermitaño con la bondad en la cara, al pájaro del cielo, al pez del agua, incluso a la alimaña de entre los matorrales, porque tienen tranquila la memoria. ¡Mala cosa es el tiempo pasado en el pecado!

Ayer me confesé; fui yo quien di el aviso al sacerdote. Vino un curita viejo y barbilampiño, el padre Santiago Lurueña, bondadoso y acongojado, caritativo y raído como una hormiga.

Es el capellán, el que dice la misa los domingos, esa misa que oyen un centenar de asesinos, media docena de guardias y dos pares de monjas.

Cuando entró lo recibí de pie.

—Buenas tardes, padre.

—Hola, hijo; me dicen que me llamas.

—Sí, señor; yo lo llamo.

Él se acercó hasta mí y me besó en la frente. Hacía muchos años que nadie me besaba.

—¿Es para confesarte?

—Sí, señor.

—Hijo, ¡me das una alegría!

—Yo estoy también contento, padre.

—Dios todo lo perdona; Dios es muy bondadoso...

—Sí, padre.

Y es dichoso de ver retornar a la oveja descarriada.

—Sí, padre.

Al hijo pródigo que vuelve a la casa paterna.

Me tenía la mano cogida con cariño, apoyada sobre la sotana, y me miraba a los ojos como queriendo que le entendiera mejor.

—La fe es como la luz que guía nuestras almas a través de las tinieblas de la vida.

—Sí...

—Como un bálsamo milagroso para las almas dolidas...

Don Santiago estaba emocionado; su voz temblaba como la de un niño azarado. Me miró sonriente, con su sonrisa suave que parecía la de un santo.

—¿Tú sabes lo que es la confesión?

Me acobardaba el contestar. Tuve que decir, con un hilo de voz:

—No mucho.

—No te preocupes, hijo; nadie nace sabiendo.

Don Santiago me explicó algunas cosas que no entendí del todo; sin embargo, debían ser verdad porque a verdad sonaban. Estuvimos hablando mucho tiempo, casi toda la tarde; cuando acabamos de conversar ya el sol se había traspuesto más allá del horizonte.

—Prepárate a recibir el perdón, hijo mío, el perdón que te doy en nombre de Dios nuestro Señor... Reza conmigo el Señor mío Jesucristo...

Cuando don Santiago me dio la bendición, tuve que hacer un esfuerzo extraordinario para recibirla sin albergar pensamientos siniestros en la cabeza; la recibí lo mejor que pude, se lo aseguro. Pasé mucha vergüenza, muchísima, pero nunca fuera tanta como la que creí pasar.

No pude pegar ojo en toda la noche y hoy estoy fatigado y abatido como si me hubieran dado una paliza; sin embargo, como ya tengo aquí el montón de cuartillas que pedí al director, y como del aplanamiento en que me hundo no de otra manera me es posible salir si no es emborronando papel y más papel, voy a ver de empezar de nuevo, de coger otra vez el hilo del relato y de dar un empujón a estas memorias para ponerlas en el camino del fin. Veremos si me encuentro con fuerzas suficientes, que buena falta me harán. Cuando pienso en que de precipitarse un poco más los acontecimientos, mi narración se expone a quedarse a la mitad y como mutilada, me entran unos apuros y unas prisas que me veo y me deseo para dominarlos porque pienso que si escribiendo, como escribo, poco a poco y con los cinco sentidos puestos en lo que hago, no del todo claro me ha de salir el cuento, si éste lo fuera a soltar como en chorro, tan desmañado y deslavazado habría de quedar que ni su mismo padre —que soy yo— por hijo lo tendría. Estas cosas en las que tanta parte tiene la memoria hay que cuidarlas con el mayor cariño porque de trastocar los acontecimientos no otro arreglo tendría el asunto sino romper los papeles para reanudar la escritura, solución de la que escapo como del peligro por eso de que nunca segundas partes fueran buenas. Quizás encuentre usted presumido este afán mío de que las cosas secundarias me salgan bien cuando las principales tan mal andan, y quizás piense usted con la sonrisa en la boca que es mucha pretensión por parte mía tratar de no apurarme, porque salga mejor, en esto que cualquier persona instruida haría con tanta naturalidad y como a la pata la llana, pero si tiene en cuenta que el esfuerzo que para mi supone llevar escribiendo casi sin parar desde hace cuatro meses, a nada que haya hecho en mi vida es comparable, es posible que encuentre una disculpa para mi razonar.

Las cosas nunca son como a primera vista las figuramos, y así ocurre que cuando empezamos a verlas de cerca, cuando empezamos a trabajar sobre ellas, nos presentan tan raros y hasta tan desconocidos aspectos, que de la primera idea no nos dejan a veces ni el recuerdo; tal pasa con las caras que nos imaginamos, con los pueblos que vamos a conocer, que nos los hacemos de tal o de cual forma en la cabeza, para olvidarnos repentinamente ante la vista de lo verdadero. Esto es lo que me ocurrió con este papeleo, que si al principio creí que en ocho días lo despacharía, hoy —al cabo de ciento veinte— me sonrío no más que de pensar en mi inocencia.

No creo que sea pecado contar barbaridades de las que uno está arrepentido. Don Santiago me dijo que lo hiciese si me traía consuelo, y como me lo trae, y don Santiago es de esperar que sepa por dónde anda en materia de mandamientos, no veo que haya de ofenderse Dios porque con ello siga. Hay ocasiones en las que me duele contar punto por punto los detalles, grandes o pequeños, de mi triste vivir, pero, y como para compensar, momentos hay también en que con ello gozo con el más honesto de los gozares, quizá por eso de que al contarlo tan alejado me encuentre de todo lo pasado como si lo contase de oídas y de algún desconocido. ¡Buena diferencia va entre lo pasado y lo que yo procuraría que pasara si pudiese volver a comenzad!, pero hay que conformarse con lo inevitable, con lo que no tiene arreglo posible; a lo hecho pecho, y tratar de evitar que continúe, que bien lo evito aunque ayudado —es cierto— por el encierro. No quiero exagerar la nota de mi mansedumbre en esta última hora de mi vida, porque en su boca se me imagina oír un a la vejez viruelas, que más vale que no sea pronunciado, pero quiero, sin embargo, dejar las cosas en su último punto y asegurarle que ejemplo de familias serla mi vivir si hubiera discurrido todo él por las serenas sendas de hoy.

Voy a continuar. Un mes sin escribir es mucha calma para el que tiene contados los latidos, y demasiada tranquilidad para quien la costumbre forzó a ser intranquilo.