III DEL HENARES AL TAJUÑA
El viajero, de Guadalajara sale a pie por la carretera general de Zaragoza, al lado del río. Es el mediodía, y un sol de justicia cae, a plomo, sobre el camino. El viajero anda por la cuneta, sobre la tierra; el asfalto es duro y caliente, y estropea los pies. A la salida de la ciudad el viajero pasa por un merendero que tiene un nombre sugeridor, lleno de resonancias; por un merendero que se llama “Los misterios de Tánger”. Antes ha entrado en una verdulería a comprar unos tomates.
—¿Me da tres cuartos de tomates?
—¿Eh?
La verdulera es sorda como una tapia.
—¡Que si me da tres cuartos de tomates!
La verdulera ni se mueve; parece una verdulera sumida en profundas cavilaciones.
—Están verdes.
—No importa; son para ensalada.
—¿Eh?
—¡Que me es igual!
La verdulera piensa, probablemente, que su deber es no despachar tomates verdes.
—¿Va usted a Zaragoza, por un casual, a cumplir una promesa?
—No, señora.
—¿Eh?
—¡Que no!
—Pues antes iban muchos a Zaragoza; llevaban también el equipaje colgando.
—Antes sí, señora. ¿Me da tres cuartos de tomates?
El viajero no puede gritar más fuerte de lo que lo hace. Tiene la garganta seca; por un tomate hubiera dado un duro. La puerta de la verdulería está llena de niños que miran para el viajero; de niños de todos los pelos, de todos los tamaños; de niños que no hablan, que no se mueven, que miran fijamente, como los gatos, sin pestañear.
Un niño pelirrojo, con la cara llena de pecas, advierte al viajero:
—Es sorda.
—Ya lo veo, hijo.
El niño sonríe.
—¿Va usted a Zaragoza, de promesa?
—No, querubín; no voy a Zaragoza. ¿Tú sabes dónde puedo comprar tres cuartos de tomates?
—Sí, señor; venga conmigo.
El viajero, con veinte o veinticinco niños detrás, sale en busca de los tomates. Algunos niños corren unos pasitos para ver bien al viajero, para ir siempre a su lado. Otros se van aburriendo y se van quedando por el camino. Una mujer, desde la puerta de una casa, pregunta en bajo a los niños: “¿Qué quiere?” Y el niño de la pelambrera roja contesta, complacido: “Nada; vamos buscando tomates”. La mujer no se conforma, vuelve a la carga: “¿Va a Zaragoza?” Y el niño se vuelve y contesta seco, casi con indignación: “No. ¿Es que por aquí no se va más que a Zaragoza?”
Al pasar por delante del merendero, el hombre que —¡también es casualidad!— no va a Zaragoza, siente como si acabaran de sacarlo de un estanque donde se estuviera ahogando. El viajero va con su ayudante, con el niño del pelo de azafrán al lado. El niño le había dicho:
—¿Me permite usted que le acompañe unos hectómetros?
Y el viajero, que siente una admiración sin límites por los niños redichos, le había respondido:
—Bien; te permito que me acompañes unos hectómetros.
Ya en la carretera, el viajero se para en un regato, a lavarse un poco. El agua está fresca, muy limpia.
—Es un agua muy cristalina, ¿verdad?
—Sí, hijo; la mar de cristalina.
El viajero descuelga la mochila y se desnuda de medio cuerpo. El niño se sienta en una piedra a mirarle.
—No es usted muy velludo.
—Pues, no... Más bien, no.
El viajero se pone en cuclillas y empieza por refrescarse las manos.
—¿Va usted muy lejos?
—Psche...; regular... Dame el jabón.
El niño destapa la jabonera y se la acerca. Es un niño muy obsequioso.
—¡Pues, anda, que como vaya usted muy lejos, con este calor!
—A veces hace más. Dame la toalla.
El niño le da la toalla.
—¿Es usted de Madrid?
El viajero, mientras se seca, decide pasar a la ofensiva.
—No, no soy de Madrid. ¿Cómo te llamas?
—Armando, para servirle, Armando Mondéjar López.
—¿Cuántos años tienes?
—Trece.
—¿Qué estudias?
—Perito.
—¿Perito..., qué?
—Pues perito..., perito.
—¿Qué es tu padre?
—Está en la diputación.
—¿Cómo se llama?
—Pío.
—¿Cuántos hermanos tienes?
—Somos cinco: cuatro niños y una niña. Yo soy el mayor.
—¿Sois todos rubios?
—Sí, señor. Todos tenemos el pelo rojo; mi papá también lo tiene.
En la voz del niño hay como una vaga cadencia de tristeza. El viajero no hubiera querido preguntar tanto. Piensa un instante, mientras guarda la toalla y el jabón y saca de la mochila los tomates, el pan y una lata de foie-gras, que se ha pasado de rosca preguntando.
—¿Comemos un poco?
—Bueno; como usted guste.
El viajero trata de hacerse amable, y el niño, poco a poco, vuelve a la alegría de antes de decir: “Sí, todos tenemos el pelo rojo; mi papá también lo tiene”. El viajero le cuenta al niño que no va a Zaragoza, que va a darse una vueltecita por la Alcarria; le cuenta también de dónde es, cómo se llama, cuántos hermanos tiene. Cuando le habla de un primo suyo, bizco, que vive en Málaga y que se llama Jenaro, el niño va ya muerto de risa. Después le cuenta cosas de la guerra, y el niño escucha atento, emocionado, con los ojos muy abiertos.
—¿Le han dado algún tiro?
El viajero y el niño se han hecho muy amigos y, hablando, hablando, llegan hasta el camino de Iriépal. El niño se despide.
—Tengo que volver; mi mamá quiere que esté en casa a la hora de merendar. Además, no le gusta que venga hasta aquí; siempre me lo tiene dicho.
El viajero le alarga la mano, y el niño la rehuye.
—Es que la tengo sucia, ¿sabe usted?
—¡Anda, no seas tonto! ¿Qué más da?
El niño mira para el suelo.
—Es que me ando siempre con el dedo en la nariz.
—¿Y eso qué importa? Ya te he visto. Yo también me hurgo, algunas veces, con el dedo en la nariz. Da mucho gusto, ¿verdad?
—Sí, señor; mucho gusto.
El viajero echa a andar y el niño se queda mirándole, al borde de la carretera. Desde muy lejos, el viajero se vuelve. El niño le dice adiós con la mano. A pleno sol, el pelo le brilla como si fuera de fuego. El niño tiene un pelo hermoso, luminoso, lleno de encanto. Él cree lo contrario.
Armando Mondéjar López
es un niño preguntón;
tiene el pelo colorado
del color del pimentón.
(La naranja ya está seca,
amarillo está el limón.
La sandía está llorando,
está riendo el melón.)
Armando Mondéjar López
se queda parado al sol;
su pelambrera rebrilla
como arde su corazón,
y en su mirada se enciende,
poco a poco, la ilusión.
Tiene el pelo colorado
del color del pimentón.
Poco más adelante, el viajero se sienta a comer en una vaguada, al pie de un olivar. Bebe después un trago de vino, desdobla su manta y se tumba a dormir la siesta, bajo un árbol. Por la carretera pasa, de vez en cuando, alguna bicicleta o algún coche oficial. A lo lejos, sentado a la sombra de un olivo, un pastor canta. Las ovejas están apiñadas, inmóviles, muertas de calor. Echado sobre la manta, el viajero ve de cerca la vida de los insectos, que corren veloces de un lado para otro y se detienen de golpe, mientras mueven acompasadamente sus largos cuernos, delgaditos como un pelo. El campo está verde, bien cuidado, y las florecitas silvestres —las rojas amapolas, las margaritas blancas, los cardos de flor azul, los dorados botones del botón de oro— crecen a los bordes de la carretera, fuera de los sembrados.
Pasan unas muchachas que se adornan el amplio sombrero de paja con ramitos de aliaga; llevan unas batas de cretona y andan sueltas, ligeras, graciosas como corzas. El viajero las ve marchar y cierra los ojos. El viajero prefiere dormir bajo el recuerdo de una última sensación agradable: una cigüeña que vuela, un niño que se chapuza en el restaño de un arroyo, una abeja libando la flor del espino, una mujer joven que camina, al nacer del verano, con los brazos al aire y el pelo suelto sobre los hombros.
El viajero, de nuevo sobre la carretera, recién descansado, piensa en las cosas en las que no pensó en muchos años, y nota como si una corriente de aire le diese ligeramente al corazón.
Al llegar a Taracena llena su cantimplora de vino blanco.
A la tierra color tierra
le maduró un sarpullido.
Bajo el sol de Taracena
cuelga la vida de un hilo.
En Taracena no hay vino tinto, noble como la sangre de los animales, oloroso y antiguo como una medrosa historia familiar. En Taracena tampoco hay parador. Ni posada. En Taracena hay una taberna fresca, limpia, con el suelo de tierra recién regado. La tabernera tiene una niña muy aplicada, una niña de diez años que se levanta de la siesta, sin que nadie la avise, para ir a la escuela.
Taracena es un pueblo de adobes, un pueblo de color gris claro, ceniciento; un pueblo que parece cubierto de polvo, de un polvo finísimo, delicado, como el de los libros que llevan varios años durmiendo en la estantería, sin que nadie los toque, sin que nadie los moleste. El viajero recuerda a Taracena deshabitado. No se ve un alma. Bajo el calor de las cuatro de la tarde, sólo un niño juega, desganadamente, con unos huesos de albaricoque. Un carro de mulas —la larga lanza sobre el suelo— se tuesta en medio de una plazuela. Unas gallinas pican en unos montones de estiércol. Sobre la fachada de una casa, unas camisas muy lavadas, unas camisas tiesas, rígidas, que parecen de cartón, brillan como la nieve.
El viajero habla con la tabernera.
—¿Hay agua en el pueblo, señora?
—Sí, señor, mucha agua. Y muy buena. Aquí tenemos la misma agua que en la capital. Y toda la que queremos.
El viajero sale de nuevo al camino; como es el primer día, lleva las piernas algo torpes y cansadas. La tabernera se asoma a la puerta, a despedirlo.
—Adiós, que tenga usted suerte. ¿Va usted a Zaragoza?
—Adiós, señora, muchas gracias. No, le aseguro que no voy a Zaragoza.
El viajero piensa en la despedida de los hombres que van de camino, que es un poco la despedida a las gentes a las que no se volverá a ver jamás. El “adiós, que tenga usted suerte”, que dice la campesina, o la tabernera, o la lavandera, o la arriera, o la pastora, es una despedida para siempre, una despedida para toda la vida, una despedida llena, aun sin saberlo, de dolor: un “adiós, que tenga usted suerte”, en el que se ponen el alma y los cinco sentidos.
Media legua escasa más arriba, de donde sale el camino que va a Tórtola y a Fontanar, el viajero da alcance a un carro. El viajero supo más tarde —en Cifuentes, pueblo donde aprendió muchas cosas— que a los de Tortola les llaman moros en la Alcarria, y a los de Fontanar, troncheros, porque una vez pusieron un troncho de berza por ojo a la imagen de San Matías, que es el patrón del pueblo. El carrero va dormido, y las mulas, de vez en cuando, meten una rueda sobre los montones de grava de la cuneta. Entonces el carrero se despierta, blasfema, endereza el carro y se echa otra vez a dormir.
—Buenas tardes.
—Y calurosas, digo yo.
—Usted ahí va bien.
—Sí, no se va mal. ¿Quiere usted montar, si le hace avío?
—Bueno, ¡si usted se empeña!
El carrero detiene las mulas y el viajero salta al carro. El carro lleva un toldo bajo, de lona, que da un calor sofocante. El viajero invita al carrero a un trago de su cantimplora.
—Buen vino.
—No es malo; lo compré ahí abajo, en Taracena.
Después encienden un pitillo. La llama del mechero, ni se mueve.
En el carro van unas puertas de madera y una cama de hierro. El viajero no puede ni cambiar de postura; lleva las piernas dobladas y la cabeza echada hacia atrás, con el morral por almohada.
—¿Hasta dónde va usted?
—Voy a Trijueque. Por las mañanas bajo con leña a Guadalajara. ¿Usted va muy largo?
—No; yo me quedo en Torija; yo quisiera dormir esta noche en Torija.
—¿Y mañana?
—Mañana, Dios dirá.
El carrero se queda un momento pensativo.
—¡Pues anda, que si se tira usted todo este chorizo andando!
—Ya, ya...
El carrero es un hombre joven, pequeño, curtido por el sol. Se llama Martín Díaz y es natural de Trijueque. Cuando toma confianza invita al viajero a cebolla y pan blanco.
—Esto es bueno para la sangre.
Por la carretera pasa, en sentido contrario, un hombre viejo cabalgando una mula torda, de patas finas y grupa recogida. El hombre lleva la cabeza y las espaldas tapadas con una manta.
—¡Buena mula!
—Eso parece.
Martín Díaz es un carrero estoico y optimista, un carrero que todo lo encuentra bien. Desde Trijueque a Guadalajara y vuelta, Martín Díaz ha aprendido a ver el lado bueno de las cosas.
—Estas dos mulas que llevo, ya van algo trabajadas, pero aún dan su juego.
Martín mira para sus mulas.
—Salieron baratas. Ahora han subido mucho; ahora una mula vale un dineral.
El viajero mira andar a las mulas, tirante el aparejo en la cuesta arriba, flojo y como descansado en la cuesta abajo. Las mulas andan moviendo las orejas a compás, haciendo sonar las campanillas de bronce del pretal. Martín llama pretal al collarejo.
—Esta se llama Catalana; el delantero se llama Pantalón.
Por Valdenoches, los picapedreros parten la piedra. Están negros como tizones y llevan un pañuelo debajo de la gorra para empapar el sudor. Trabajan despacio, rendidamente, y se defienden los ojos con un cuadradito de tela metálica, atado con unas cintas a la nuca. No levantan la cabeza cuando pasa el carro.
Desde los montes de Sotorija y del Tío Negro, el carro camina entre olmos por una gran avenida.
—Aquí ya se respira, ¿eh?
—Ya lo creo.
—Pues ya es todo el camino igual hasta Torija.
A la derecha de la carretera se empiezan a ver huertas bien atendidas. Los viejos van en mangas de camisa, con el botón del cuello cerrado, con faja al vientre y pantalón de pana. Algunos jóvenes llevan mono de mahón azul.
A la entrada de Torija unas mujeres cantan mientras lavan la ropa. Al ver pasar el carro, paran un momento en la faena y dicen adiós con alegría, sonriendo.
Torija es un pueblo subido sobre una loma.
Un parador.
Tres casas.
Cuatro mulas.
Cinco damas.
Seis hidalgos.
Siete zagalas.
El camino de Brihuega
va a la derecha.
Por el de Zaragoza
bajan dos mozas.
Desde esta entrada tiene un gran aspecto, con su castillo y la torre cuadrada de la iglesia. Desde la pared de una casa, un letrero advierte: “A Algora, 39 kilómetros. A Zaragoza, 248”. Es un letrero azul con grandes letras en blanco, que se verían también muy bien, con toda claridad, aunque se pasase muy de prisa, en un automóvil.
En Torija, el viajero se tira del carro delante del parador, a la salida del pueblo. Antes de decirle adiós, el viajero se ha tomado un vaso de vino con Martín y ha estado hablando con él del tiempo, de lo crecido que está el trigo, de lo que vale un par de mulas, de lo que dura una chaqueta de pana, de lo que presumen las criadas de Madrid, que no son nadie, que son como todas, pero que tienen unos humos que parecen condesas. El arriero y el viajero acuerdan que lo mejor es ni mirarlas a la cara y casarse con una chica del pueblo, con una chica de la que se sepa en qué trotes ha estado metida.
—De las que se van a Madrid, ya ve usted, nada se sabe. Igual vuelven como Dios manda, que con más julepe que una cuadrilla de cómicas.
Sentado en un banco de piedra que hay a la puerta del parador, el viajero ve marchar a Martín Díaz camino de Trijueque. El carrero ha quitado ya la toldilla de lona y arrea a las mulas, que marchan listas al olor de la cuadra.
Antes que doblen el recodo de la carretera, el viajero mira por última vez para el carro, para Martín Díaz, para Catalana y para Pantalón, que mañana por la mañana, muy temprano, bajarán otra vez con su carga de leña, camino de Guadalajara.
El viajero se lava en el zaguán, en una palangana colocada en una silla de enea. Un niño llora sin demasiadas ganas. Las gallinas empiezan a recogerse. Un perro escuálido husmea los pies del viajero. El viajero le da una patada, y el perro huye, con el rabo entre las piernas. Se ve que es un perro acostumbrado a recibir patadas. Una niña juega con un gato blanco y negro, y otra niña la ve jugar, con cara de mala uva y sin quitarle el ojo de encima. Un burro pasa, solo, camino de la cuadra; empuja la puerta con el hocico y se cuela dentro.
El viajero habla con la mujer del parador.
—¿Cómo se llama este parador?
—No tiene nombre. Mi madre se llama Marcelina García.
El viajero no se desanima.
—¡Buen castillo tienen ustedes ahí!
La mujer mira a los ojos del viajero.
—Sí, es muy antiguo. Según dicen, está ahí desde los moros.
Un mozo pasa con una mula parda.
—¡Tó, Generosa! ¡Arre, Generosa!
La hija de Marcelina García habla con el viajero:
—¿Va a tomar vino?
—Sí.
La mujer del parador levanta la voz.
—¡Niña, ve por vino!
La niña va a la cocina y sale con una botella vacía en la mano. El parador de Torija es un parador donde no hay vino, un parador donde la niña tiene que ir a buscarlo, cuando a un viajero se le pregunta: “¿Va a tomar vino?”, y contesta que sí.
—¿Lo quiere tinto o blanco?
—Tinto.
El viajero entra en el comedor a arreglar un poco el equipaje. La mesa tiene un hule a rombos blancos y de color de rosa. El aparador llega hasta el techo. En la pared hay un mapa en relieve de la Península Ibérica y una litografía en colores del Regalo de Pascua, de Pears. Un reloj de pared, con medallón de nácar, marca la hora de la cena. Del techo cuelgan cuatro latas redondas, de escabeche, rodeando a la bombilla. En las latas crece una planta enredadera que forma guirnaldas y que se llama “El amor del hombre”. La bombilla está apagada.
—¿Y la luz?
—La luz viene más tarde.
El viajero cena alumbrado por un candil de aceite. Judías con chorizo, tortilla de patatas con cebolla y carne de cabra, dura como el pedernal. De postre toma un vaso de leche de cabra. Cuando llega la luz, ya con noche cerrada, el filamento de la bombilla no hace más que enrojecer un poco, como un ascua. Entre la enredadera, la bombilla encendida parece una luciérnaga.
—Cuando viene la luz bien, con toda su fuerza, poco antes del amanecer, luce como un sol, ya verá usted.
La mujer del parador sonríe al hablar. Es una mujer amable, llena de buena intención. El viajero sube a la alcoba. La cama es de hierro, grande, hermosa, con un profundo colchón de paja. El viajero deja dada la luz y se desnuda a oscuras. Cuando, poco antes de la amanecida, la luz coge toda su fuerza, se extiende por la habitación un resplandor opaco, como para revelar fotografías, al que difícilmente se podría leer.
Un mozo canta a grito pelado; da unas voces tremendas, que se deben oír muy lejos:
Si buscas novia en Teruel,
búscatela forastera;
mira que matan de amor
las mujeres de esta tierra.
Al servirle el desayuno, la mujer del parador advierte al viajero:
—Ese que cantó a la madrugada es mi hermano.
Canta al estilo de Aragón. Anduvo por Zaragoza, de soldado, y se le pegó mucho el estilo de Aragón. Tiene buena voz, ¿verdad?
—¡Ya lo creo!
Es aún muy temprano cuando el viajero sale otra vez al camino. La mañana está más bien fresquita y el cielo aparece algo cubierto. Poco más tarde, cuando el sol empuje, las nubes desaparecerán y el aire se irá calentando. A poco de andar, el terreno empieza a ondularse ligeramente. Hacia el norte se ve Trijueque, de donde habrá salido ya Martín Díaz con sus mulas. No hay ni un árbol. Un hombre pasa, caballero en una mula grande.
—Adiós; buenos días.
—Buenos días nos dé Dios. ¿Va usted a Brihuega?
—Sí, señor; allá voy.
—Pues aún hay su camino. En otra mula le llevaría a usted el saco.
—Muchas gracias; qué le vamos a hacer. Aún voy bien.
—Mejor iría. Pero con ésta no me atrevo. Es una mula poco legítima, una mula medio griega. Como se harte y le dé la vena, empieza a tirar coces y no hay quien la sujete. Mire que le llevo dado palos, ¡pues como si nada!
El viajero sigue, con su morral a costillas, por la carretera adelante. A cada hora de marcha, a cada legua, se sienta en la cuneta a beber un trago de vino, a fumar un pitillo y descansar un rato. Por el campo se ven labriegos arando la tierra con su yunta de mulas. A veinte pasos del viajero levanta su vuelo un bando de palomas zuranas. Entre una nube de polvo pasan dos coches de línea abarrotados de gente, uno detrás del otro, muy seguidos.
A la legua larga de Torija aparecen los robles, sueltos al principio, formando manchas más tarde. Un pastor camina sin prisa detrás de las ovejas, por la ladera de una loma. No se oye más que el piar de las golondrinas y el canto de las alondras. Poco más tarde se ven las casas de Fuentes, con la torre de la iglesia en medio.
Fuentes de la Alcarria está a la derecha del camino. El bosquecillo de robles se ha hecho más espeso. El campo huele con un olor profundo, y en los arbustos del espino, cuajados de florecillas blancas, liban las abejas.
Tímida, peluda doncella flor del espino.
Un monje recoleto, cada tomillo.
Pájaros voladores, flor de aliaga.
Sangre de sobresalto, cada retama.
Caballo desbocado, flor del romero.
Una niña desnuda, por cada espliego.
Cien lobos te defienden, flor de la jara.
Como cien cárdemelos, la mejorana.
Dos conejos miran para el viajero, un instante, moviendo las orejas, sentados sobre el rabo, y huyen después, veloces, a esconderse detrás de unas piedras. Un águila vuela trazando círculos, no muy lejos. Una mujer, subida en un burro, se cruza con el viajero. El viajero la saluda, y la mujer ni le mira ni le contesta. Es una mujer joven, pálida y hermosa, vestida de luto, con un pañuelo sobre la cabeza y unos grandes, profundos ojos negros. El viajero se vuelve. La mujer va inmóvil, dejándose llevar del trote del burro entero, poderoso. Podría pensarse que es una muerta sin compañía, que va sola a enterrarse, camino del cementerio.
El viajero echa un trago fuera de tiempo, por consolarse, y se va a sentar al pie de un árbol, a las tapias del palacio de Ibarra, que está al borde de la carretera. El palacio de Ibarra es un caserón semiderruido, con un jardín abandonado, lleno de encanto; parece un bailarín rendido, cortesano y enfermo, respirando el aire saludable de los campesinos. El jardín está ahogado por la maleza. Una cabra atada a una cuerda dormita, rumiando, tumbada al sol, y un asnillo retoza coceando al aire como un loco. Entre la maraña se yergue un pino japonés, alto y esbelto, lleno de empaque, de gracia y de señorío; un pino que semeja un viejo y derrotado hidalgo, ayer aún arrogante y hoy deudor de todos los criados.
A la otra legua termina el bosque y vuelve la sembradura. En el campo se ven algunos charcos. Un viejo se lamenta con el viajero.
—Sí. No crea usted. Ha llovido demasiado. La Alcarria, ¿sabe usted?, quiere su agua, ni más ni menos.
El viajero piensa que aquel hombre, hablando así, está siempre expuesto a tener la razón.
La carretera describe una gran curva, y después de pasar el cruce, el viajero se encuentra de golpe ante Brihuega, que está en un hoyo. Del cruce salen dos carreteras, además de la que camina el viajero; la de la izquierda, que va a Utande, y la de la derecha, que va a Algora, otra vez en la carretera general.
Para bajar a Brihuega hay un atajo por el que se corta bastante. El viajero tira por el atajo, lleno de piedras, que parece el cauce seco de una torrentera. A algo más de la mitad del camino se encuentra con un pastorcito que está sentado sobre una piedra, al lado de un muro partido en pedazos, de un muro que no acota nada.
—Niño, ¿cómo se llama esta bajada?
El niño no contesta.
—Oye, que te estoy hablando. Digo que cómo se llama esta bajada.
El niño está azarado y no sabe lo que hacer. Mira para los pies del viajero, se pone colorado hasta las orejas y se pasa una mano por la rodilla. Después. con un hilo de voz, se decide a contestar:
—No tiene nombre.
El viajero da unas perras al niño. El niño, al principio, no quería cogerlas.
Desde el atajo, Brihuega tiene muy buen aire, con sus murallas y la vieja fábrica de paños, grande y redonda como una plaza de toros. Por detrás del pueblo corre el Tajuña, con sus orillas frondosas y su vega verde.
Brihuega tiene un color gris azulado, como de humo de cigarro puro. Parece una ciudad antigua, con mucha piedra, con casas bien construidas y árboles corpulentos. La decoración ha cambiado de repente, parece como si se hubiera descorrido un telón.