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Zurita - L. A. Clarín, 4.1

4.1

Pasaron meses y meses, y un año, y más. Zurita seguía en Madrid asistiendo a todas las cátedras de ciencia armónica, aunque en el fondo de su fuero interno —como él lo llamaba— ya desesperaba de encontrar lo Absoluto, el Ser, así en letra mayúscula, en el propio yo «no como este a distinción de los demás, sino en sí, en lo que era antes de ser para la relación del límite, etc.». El mísero no podía prescindir del yo finito aunque le ahorcasen.

Sin embargo, no renegaba del armonismo, aunque por culpa de este se estaba retrasando su carrera; no renegaba porque a él debía su gran energía moral, los solitarios goces de la virtud. Cuando oía asegurar que la satisfacción del bien obrar no es un placer intenso, se sonreía con voluptuosa delicia llena de misterio. ¡Lo que él gozaba con ser bueno! Tenía siempre el alma preparada como una tacita de plata para recibir la presencia de lo Absoluto, que podía ser un hecho a lo mejor. Así como algunos municipios desidiosos y dinásticos limpian las fachadas y asean las calles al anuncio de un viaje de SS. MM., Zurita tenía limpia, como ascua de oro, la pobre pero honrada morada de su espíritu, esperando siempre la visita del Ser. Además, la idea de que él era uno con el Gran Todo le ponía tan hueco y le daba tales ínfulas de personaje impecable, que el infeliz pasaba las de Caín para no cometer pecados ni siquiera de los que se castigan como faltas. Él podría no encontrar lo Absoluto, pero el caso era que persona más decente no la había en Madrid.

Y cuando discutía con algún descreído decía Aquiles triunfante con su vocecilla de niño de coro:

—Vea V.; si yo no creyera en lo Absoluto, sería el mayor tunante del mundo; robaría, seduciría casadas y doncellas y viudas.

Y después de una breve pausa, en que se imaginaba el bendito aquella vida hipotética de calavera, repetía con menos convicción y menos ruido:

—Sí, señor, sería un pillo, un asesino, un ladrón, un libertino...

Por aquel tiempo algunos jóvenes empezaban a decir en el Ateneo que el mentir de las estrellas es muy seguro mentir; que de tejas arriba todo eran conjeturas; que así se sabía lo que era la esencia de las cosas como se sabe si España es o no palabra vascongada. Casi todos estos muchachos eran médicos, más o menos capaces de curar un constipado, alegres, amigos de alborotar y despreocupados como ellos solos. Ello es que hablaban mucho de Matemáticas, y de Física, y de Química, y decían que los españoles éramos unos retóricos, pero que afortunadamente ellos estaban allí para arreglarlo todo y acabar con la Metafísica, que, según parecía, era lo que nos tenía arruinados.

Zurita, que se había hecho socio transeúnte del Ateneo, merced a un presupuesto extraordinario que amenazaba labrar su ruina, Zurita oía con la boca abierta a todos aquellos sabios más jóvenes que él, y algunos de los cuales habían estudiado en París, aunque pocos. Los enemigos de la Metafísica se sentaban a la izquierda, lo mismo que Aquiles, que era liberal desde que era armónico. Algunas veces el orador antimetafísico y empecatado decía: «Los que nos sentamos en estos bancos creemos que tal y que cual». Zurita saltaba en la butaca azul, porque él no creía aquello. Su conciencia comenzó a sufrir terribles dolores.

Una noche un joven que estaba sentado junto a él y a quien había visto dos años atrás en la Universidad cursando griego y jugando al toro por las escaleras, se levantó para decir que el krausismo era una inanidad; que en España se había admitido por algunos, porque acabábamos de salir de la primera edad, o sea de la teológica, y estábamos en la metafísica; pero era preciso llegar a la edad tercera, a la científica o positiva.

Zurita no durmió aquella noche. Lo de estar en la segunda edad le parecía un atraso y, francamente, él no quería quedarse a la zaga.

Volvió al Ateneo, y... nada, todos los días lo mismo.

No había Metafísica; no había que darle vueltas. Es más, un periódico muy grande, a quien perseguía mucho el Gobierno por avanzado, publicaba artículos satíricos contra los ostras que creían en la psicología vulgar, y los equiparaba a los reaccionarios políticos.

Zurita empezó a no ver claro en lo Absoluto.

Por algo él no encontraba el Ser dentro de sí, antes del límite, etc., etc.

«¿Sería verdad que no había más que hechos?

»Por algo lo dirían aquellos señoritos que habían estudiado en París, y los otros que sabían o decían saber, termodinámica».

Discutiendo tímidamente en los pasillos con un paladín de los hechos, con un enemigo de toda ciencia a priori, Zurita, que sabía más lógica que el otro, le puso en un apuro, pero el de los hechos le aplastó con este argumento:

—¿Qué me dice V. a mí, santo varón, a mí, que he comido tres veces con Claudio Bernard, y le di una vez la toalla a Vulpián, y fui condiscípulo de un hijo del secretario particular de Littré?...

Zurita calló, anonadado. ¡Se vio tan ridículo en aquel momento! ¿Quién era él para discutir con el hombre de la toalla... ? ¿Cuándo había comido él con nadie?

Dos meses después Aquiles se confesaba entre suspiros «que había estado perdiendo el tiempo lastimosamente». El armonismo era una bella, bellísima y consoladora hipótesis... pero le faltaba la base, los hechos...

«¡No había más que hechos por desgracia!».

—Bien; pero ¿y la moral?

¿En virtud de qué principio se le iba a exigir a él en adelante que no se dejara seducir por las patronas y por las señoras casadas?

«Si otra Engracia... », y al pensar esto se le apareció la hermosa imagen de la provocativa adúltera, que le enseñaba los dientes de nieve en una carcajada de sarcasmo. Se burlaba de él, le llamaba necio, porque había rechazado groseramente los favores sabrosos que ella le ofrecía... y resultaba que no había más que hechos, es decir, que tan hecho era el pecado como la abstención, el placer como la penitencia, el vicio como la virtud.

«¡Medrados estamos!», pensaba Zurita, desanimado, corrido, mientras se limpiaba con un pañuelo de hierbas el sudor que le caía por la espaciosa frente...

«Y a todo esto, yo no soy doctor, ni puedo aspirar a una cátedra de Universidad; tendré que contentarme con ser catedrático de Instituto, sin ascensos y sin derechos pasivos; es decir, tengo que renunciar a la familia, al amor casto, mi sueño secreto de toda la vida... ¡Oh, si yo cogiese ahora por mi cuenta al pícaro de don Cipriano, que me metió en estos trotes de filosofía armónica...!».

Y la Providencia, o mejor, los hechos, porque Zurita ya no creía en la Providencia (por aquellos días a lo menos), la casualidad en rigor, le puso delante al mismísimo don Cipriano, que volvía de los toros con su familia.

¡Sí, con su familia! Venía vestido de negro, con la levita muy limpia y flamante, y sombrero de copa, que tapaba cuidadosamente con un pañuelo de narices, porque empezaban a caer gotas; lucía además el filósofo gran pechera con botonadura de diamantes, cadena de oro y una cara muy afeitada. Daba gozo verlo. De su brazo derecho venía colgada una señora, que trascendía a la calle de Toledo, como de cuarenta años, guapetona, blanca, fina de facciones y grande de cara, que no era de muchos amigos. La filósofa, que debía de ser garbancera o carnicera, ostentaba muchas alhajas de mal gusto, pero muy ricas. Delante del matrimonio una pasiega de azul y oro llevaba como en procesión un enteco infante, macrocéfalo, muy emperifollado con encajes, seda y cintas azules.


4.1

Pasaron meses y meses, y un año, y más. Zurita seguía en Madrid asistiendo a todas las cátedras de ciencia armónica, aunque en el fondo de su fuero interno —como él lo llamaba— ya desesperaba de encontrar lo Absoluto, el Ser, así en letra mayúscula, en el propio yo «no como este a distinción de los demás, sino en sí, en lo que era antes de ser para la relación del límite, etc.». El mísero no podía prescindir del yo finito aunque le ahorcasen.

Sin embargo, no renegaba del armonismo, aunque por culpa de este se estaba retrasando su carrera; no renegaba porque a él debía su gran energía moral, los solitarios goces de la virtud. Cuando oía asegurar que la satisfacción del bien obrar no es un placer intenso, se sonreía con voluptuosa delicia llena de misterio. ¡Lo que él gozaba con ser bueno! Tenía siempre el alma preparada como una tacita de plata para recibir la presencia de lo Absoluto, que podía ser un hecho a lo mejor. Así como algunos municipios desidiosos y dinásticos limpian las fachadas y asean las calles al anuncio de un viaje de SS. Just as some lazy and dynastic municipalities clean the facades and clean the streets at the announcement of a SS trip. MM., Zurita tenía limpia, como ascua de oro, la pobre pero honrada morada de su espíritu, esperando siempre la visita del Ser. Además, la idea de que él era uno con el Gran Todo le ponía tan hueco y le daba tales ínfulas de personaje impecable, que el infeliz pasaba las de Caín para no cometer pecados ni siquiera de los que se castigan como faltas. Él podría no encontrar lo Absoluto, pero el caso era que persona más decente no la había en Madrid.

Y cuando discutía con algún descreído decía Aquiles triunfante con su vocecilla de niño de coro:

—Vea V.; si yo no creyera en lo Absoluto, sería el mayor tunante del mundo; robaría, seduciría casadas y doncellas y viudas.

Y después de una breve pausa, en que se imaginaba el bendito aquella vida hipotética de calavera, repetía con menos convicción y menos ruido:

—Sí, señor, sería un pillo, un asesino, un ladrón, un libertino...

Por aquel tiempo algunos jóvenes empezaban a decir en el Ateneo que el mentir de las estrellas es muy seguro mentir; que de tejas arriba todo eran conjeturas; que así se sabía lo que era la esencia de las cosas como se sabe si España es o no palabra vascongada. Casi todos estos muchachos eran médicos, más o menos capaces de curar un constipado, alegres, amigos de alborotar y despreocupados como ellos solos. Ello es que hablaban mucho de Matemáticas, y de Física, y de Química, y decían que los españoles éramos unos retóricos, pero que afortunadamente ellos estaban allí para arreglarlo todo y acabar con la Metafísica, que, según parecía, era lo que nos tenía arruinados.

Zurita, que se había hecho socio transeúnte del Ateneo, merced a un presupuesto extraordinario que amenazaba labrar su ruina, Zurita oía con la boca abierta a todos aquellos sabios más jóvenes que él, y algunos de los cuales habían estudiado en París, aunque pocos. Los enemigos de la Metafísica se sentaban a la izquierda, lo mismo que Aquiles, que era liberal desde que era armónico. Algunas veces el orador antimetafísico y empecatado decía: «Los que nos sentamos en estos bancos creemos que tal y que cual». Sometimes the sinful, anti-metaphysical orator would say, "Those of us who sit on these benches believe so-and-so." Zurita saltaba en la butaca azul, porque él no creía aquello. Su conciencia comenzó a sufrir terribles dolores.

Una noche un joven que estaba sentado junto a él y a quien había visto dos años atrás en la Universidad cursando griego y jugando al toro por las escaleras, se levantó para decir que el krausismo era una inanidad; que en España se había admitido por algunos, porque acabábamos de salir de la primera edad, o sea de la teológica, y estábamos en la metafísica; pero era preciso llegar a la edad tercera, a la científica o positiva.

Zurita no durmió aquella noche. Lo de estar en la segunda edad le parecía un atraso y, francamente, él no quería quedarse a la zaga. Being in the second age seemed backward to him and, frankly, he didn't want to be left behind.

Volvió al Ateneo, y... nada, todos los días lo mismo.

No había Metafísica; no había que darle vueltas. Es más, un periódico muy grande, a quien perseguía mucho el Gobierno por avanzado, publicaba artículos satíricos contra los ostras que creían en la psicología vulgar, y los equiparaba a los reaccionarios políticos.

Zurita empezó a no ver claro en lo Absoluto.

Por algo él no encontraba el Ser dentro de sí, antes del límite, etc., etc.

«¿Sería verdad que no había más que hechos?

»Por algo lo dirían aquellos señoritos que habían estudiado en París, y los otros que sabían o decían saber, termodinámica».

Discutiendo tímidamente en los pasillos con un paladín de los hechos, con un enemigo de toda ciencia a priori, Zurita, que sabía más lógica que el otro, le puso en un apuro, pero el de los hechos le aplastó con este argumento:

—¿Qué me dice V. a mí, santo varón, a mí, que he comido tres veces con Claudio Bernard, y le di una vez la toalla a Vulpián, y fui condiscípulo de un hijo del secretario particular de Littré?...

Zurita calló, anonadado. ¡Se vio tan ridículo en aquel momento! ¿Quién era él para discutir con el hombre de la toalla... ? ¿Cuándo había comido él con nadie?

Dos meses después Aquiles se confesaba entre suspiros «que había estado perdiendo el tiempo lastimosamente». El armonismo era una bella, bellísima y consoladora hipótesis... pero le faltaba la base, los hechos...

«¡No había más que hechos por desgracia!».

—Bien; pero ¿y la moral?

¿En virtud de qué principio se le iba a exigir a él en adelante que no se dejara seducir por las patronas y por las señoras casadas?

«Si otra Engracia... », y al pensar esto se le apareció la hermosa imagen de la provocativa adúltera, que le enseñaba los dientes de nieve en una carcajada de sarcasmo. Se burlaba de él, le llamaba necio, porque había rechazado groseramente los favores sabrosos que ella le ofrecía... y resultaba que no había más que hechos, es decir, que tan hecho era el pecado como la abstención, el placer como la penitencia, el vicio como la virtud.

«¡Medrados estamos!», pensaba Zurita, desanimado, corrido, mientras se limpiaba con un pañuelo de hierbas el sudor que le caía por la espaciosa frente...

«Y a todo esto, yo no soy doctor, ni puedo aspirar a una cátedra de Universidad; tendré que contentarme con ser catedrático de Instituto, sin ascensos y sin derechos pasivos; es decir, tengo que renunciar a la familia, al amor casto, mi sueño secreto de toda la vida... ¡Oh, si yo cogiese ahora por mi cuenta al pícaro de don Cipriano, que me metió en estos trotes de filosofía armónica...!».

Y la Providencia, o mejor, los hechos, porque Zurita ya no creía en la Providencia (por aquellos días a lo menos), la casualidad en rigor, le puso delante al mismísimo don Cipriano, que volvía de los toros con su familia.

¡Sí, con su familia! Venía vestido de negro, con la levita muy limpia y flamante, y sombrero de copa, que tapaba cuidadosamente con un pañuelo de narices, porque empezaban a caer gotas; lucía además el filósofo gran pechera con botonadura de diamantes, cadena de oro y una cara muy afeitada. He came dressed in black, with a very clean and brand new frock coat, and a top hat, which he carefully covered with a handkerchief over his nose, because drops were beginning to fall; The philosopher also sported a large breastplate with diamond buttons, a gold chain, and a clean-shaven face. Daba gozo verlo. De su brazo derecho venía colgada una señora, que trascendía a la calle de Toledo, como de cuarenta años, guapetona, blanca, fina de facciones y grande de cara, que no era de muchos amigos. La filósofa, que debía de ser garbancera o carnicera, ostentaba muchas alhajas de mal gusto, pero muy ricas. Delante del matrimonio una pasiega de azul y oro llevaba como en procesión un enteco infante, macrocéfalo, muy emperifollado con encajes, seda y cintas azules.