Chapter 6 Part B
VI.
HISTORIA DE UNAS GAFAS Y CONSECUENCIAS DE UN CATARRO NASAL (Part B) --Mi querido cliente--decía el doctor al millonario,--es preciso que no perdáis nunca de vista a ese muchacho.
Comprendo que le hayáis arrojado de vuestra casa, porque, a decir verdad, su trato no debe ser muy agradable; pero no debisteis alejarle tanto, ni pasar tanto tiempo sin procuraros noticias de él. Alojadle en la calle de Beaune, o en la de la Universidad, próximo a vuestro hotel. Dedicadle a un oficio menos peligroso para vos, o mejor, si queréis, pasadle una pequeña pensión sin darle ningún oficio: si trabaja, se fatiga y se expone. No conozco oficio alguno en que el hombre no exponga su piel ¡es tan fácil, por desgracia, un accidente! Dadle lo suficiente para que pueda vivir sin hacer nada. ¡Guardaos bien, sin embargo, de tenerle en la abundancia! Volvería a beber, y ya sabéis las consecuencias fatales que os reporta a vos ese vicio. Con cien francos al mes, y la casa pagada, creo que tendrá suficiente. --Tal vez sea demasiado... no porque me parezca la cantidad excesiva, sino porque preferiría darle de comer sin que pudiera emplear un solo céntimo en vino. --Dadle, pues, cuatro luises, pagados en cuatro plazos: los martes de cada semana. Ofrecieron a Romagné una pensión de ochenta francos mensuales, pero el auvernés respondió con desprecio, rascándose la oreja: --¿Ochenta francos nada menos? ¡Para eso no valía la pena que me arrancaseis de la calle de Sèvres! Allí ganaba tres francos y medio diarios, y enviaba dinero a mi familia. Dejadme trabajar en los espejos, o dadme tres francos y medio. Y no hubo más remedio que acceder, puesto que era el dueño de la situación. Pronto comprendió el notario que había adoptado el partido más prudente. El año transcurrió sin accidente alguno. Se pagaba a Romagné todas las semanas, y se le vigilaba diariamente. Vivía honradamente, llevando una existencia tranquila, sin más pasión que el juego de bolos. Y los hermosos ojos de la señorita Irma Steimbourg se posaban con visible complacencia sobre la rosada nariz del dichoso millonario.
Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillones del invierno; por eso el mundo daba ya por descontada su boda. Una noche, a la salida del Teatro Italiano, el anciano marqués de Villemaurin detuvo en el peristilo a L'Ambert. --Y bien, amigo mío--le dijo,--¿cuándo celebráis vuestras bodas? --Pero, señor marqués, si es la primera noticia que tengo sobre ese particular. --¿Esperáis, por ventura , que os pidan vuestra mano? ¡Al hombre toca hablar, qué demontre! El joven duque de Lignant, un verdadero caballero y un excelente muchacho, no ha esperado a que yo le ofreciese mi hija: ha venido, ha agradado, y se acabó. De hoy en ocho días firmaremos el contrato. Ya sabéis, querido amigo, que es asunto que os atañe. Permitidme que acompañe a esas señoras hasta el coche, y nos acercaremos al círculo. Por el camino hablaremos. Pero cubríos, ¡qué diablo! No había visto que permanecíais con el sombrero en la mano. ¡Cuando menos se piensa se atrapa un resfriado! El anciano y el joven caminaron del brazo hasta el bulevar, uno hablando y el otro prestándole atención. Y L'Ambert entró en su casa dispuesto a redactar el contrato de matrimonio de la señorita Carlota Augusta de Villemaurin. Pero había pillado un terrible constipado, que no le permitió hacer nada. El acta fue redactada por su oficial mayor, revisada por los encargados de los negocios de ambas familias, y transcrita, por último, en un elegante cuaderno de papel timbrado, en el que no faltaban más que las firmas. Llegado el día, M. L'Ambert, esclavo de sus deberes, trasladose en persona al hotel de Villemaurin, a pesar de una persistente coriza que amenazaba saltarle los ojos de sus órbitas. Sonose las narices por última vez en la antecámara, y los lacayos temblaron en sus asientos cual si hubiesen oído la trompeta del juicio final. Un criado anunció a M. L'Ambert. Llevaba puestas sus costosas gafas de oro, y sonreía gravemente, cual convenía en semejantes circunstancias. Con su historiada corbata, sus guantes impecables, sus zapatos de baile, el sombrero debajo del brazo izquierdo, y el contrato en la mano derecha, fue a presentar sus respetos a la marquesa, atravesó con modestia el círculo formado por los que la rodeaban, inclinose ante ella, y le dijo: --Cheñora marquecha, aquí teneich el contrato de boda de vuechtra cheñorita hija. La señora de Villemaurin fijó en él sus ojos espantados. Un ligero murmullo elevose entre los circunstantes. M. L'Ambert saludó de nuevo, y añadió: --¡Dioch mío! cheñora marquecha, que día tan felich va a cher echte para todoch! Una mano vigorosa asiole por el brazo izquierdo, haciéndole girar sobre sí mismo. Volviose, y reconoció al marqués. --Mi querido notario--le dijo éste, arrastrándole hasta un rincón,--el carnaval permite indudablemente muchas cosas; pero recordad quien sois, y cambiad de tono si os place. --Pero, cheñor marquech... --¡Otra vez!... Ya veis que soy paciente, pero os ruego no abuséis. Excusaos ante la marquesa, leednos el contrato de boda, y buenas noches. --¿Pero de qué he de echcucharme, y por qué echach buenach nochech? ¡Cualquiera diría que he cometido una torpecha, cheñor mío! El marqués no le respondió una palabra; pero hizo señas a los criados que circulaban por el salón. Entreabriose la puerta, y escuchose una voz que gritaba en la antecámara: --¡La servidumbre del señor L'Ambert! Aturdido, confuso, fuera de sí, el pobre millonario salió haciendo reverencias en todas direcciones y no tardó en encontrarse en su carruaje, sin saber por qué ni cómo. Se golpeaba la frente, se arrancaba los cabellos y se pegaba pellizcos en los brazos para despertarse a sí mismo, por si, como creía, era juguete de un sueño. Pero no; no dormía; veía la hora que marcaba su reloj, leía los nombres de las calles, a la claridad de las luces del gas, y reconocía las muestras de los establecimientos. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho? ¿Qué conveniencias había violado? ¿Qué inconveniencia o qué majadería suya podía haber dado lugar a que le tratasen de aquel modo? Porque, en fin, la duda no era posible: en la casa del señor de Villemaurin lo habían puesto de patitas en la calle. ¡Y el contrato de matrimonio estaba allí, en su mano! ¡aquel contrato redactado con tan singular esmero, en tan brillante estilo, y cuya lectura no había sido escuchada! Sin haber podido dar con la solución a aquel problema, encontrose en el patio de su hotel. El rostro de su portero inspiróle una idea luminosa. --¡Chinguet!--gritó. El escuálido Singuet no se hizo llamar otra vez. --Chinguet, te daré chien francoch chi me dichech la verdad; y chien puntapiech chi me ocultach alguna cocha. Singuet le miró con sorpresa, y sonrió con timidez. --¡Chonríech, dechalmado! ¿por qué? ¡Contechta encheguida! --¡Dios mío!--dijo el pobre diablo;--el señor dispensará... que me haya permitido... pero el señor imita perfectamente el acento de Romagné. --¡El achento de Romagné! ¿quién? ¡yo! ¿Hablo como un auvernech? --Demasiado lo sabe el señor. Hace ya ocho días de esto. --¿Pero qué echtach dichiendo, pollino? ¿cómo he de chaber yo una cocha chemejante? Singuet elevó los ojos al cielo, pensando que su amo se había vuelto loco; pero M. L'Ambert, aparte de aquel maldito acento, gozaba de la plenitud de todas sus facultades. Interrogó por separado a toda su servidumbre, y se persuadió de su desgracia. --¡Ah, infame aguador!--exclamaba,--¡ah, criminal! Echtoy cheguro de que habrá hecho alguna majadería. Que vayan a buchcarle; pero no, que voy a buchcarle yo michmo. Corrió a pie hasta la casa de su protegido, subió a saltos hasta el quinto piso, llamó sin lograr despertarle, y, enfurecido y colérico, no encontrando otro expediente, forzó a empujones la puerta de la habitación. --¡Cheñor L'Ambert!--exclamó Romagné. --¡Tunante de auvernech!--respondiole el notario. --¡Cheñor mío! --¡Chinvergüencha! Ya eran dos a destrozar el idioma. La discusión prolongose por espacio de más de un cuarto de hora, en medio de la mayor algarabía, sin que se aclarase el misterio. El uno se quejaba amargamente, como víctima; el otro se defendía diciendo que era inocente. --Echpérame aquí--dijo, para acabar M. L'Ambert.--M. Bernier, el médico, me dirá echta noche michma lo que hach hecho. Despertó a M. Bernier, y le refirió, con la consabida che, cuanto le había ocurrido aquella noche. --Mucho ruido y pocas nueces--le contestó el doctor, riendo de buena gana. --Romagné es inocente; la culpa es toda vuestra. Permanecisteis con la cabeza descubierta a la salida de los Italianos: de ahí procede todo el mal. Padecéis un fuerte ataque de coriza, y habláis por la nariz: por eso os expresáis en auvernés. Esto es muy lógico. Volved a vuestra casa, aspirad bastante acónito, conservad los pies calientes y la cabeza abrigada y, en lo sucesivo, adoptad toda clase de precauciones contra los constipados, pues ya sabéis cuáles han de ser para vos sus consecuencias. El desdichado notario regresó a su hotel maldiciendo como un condenado. --De manera--pensaba;--que mis precauciones resultan infructuosas. Por mucho que me esmere en mantener y vigilar a ese bellaco de aguador, me jugará constantes trastadas, y seré siempre su víctima, sin poderle acusar nunca de nada; ¿a qué entonces, tantos gastos? Se acabó: ya estoy cansado: economizaré su pensión. Y dicho y hecho. Al día siguiente, cuando el pobre Romagné vino, todavía aturdido, a cobrar la pensión de la semana, lo echó a la calle Singuet, y anunciole que no harían nada por él en lo sucesivo. Encogiose de hombros el auvernés, a fuer de hombre que, sin haber leído las epístolas de Horacio, practica el _Nil admirari_ por instinto. Singuet, que lo quería bien, preguntole a qué pensaba dedicarse, contestándole él que buscaría trabajo. Al fin y al cabo, aquella forzada ociosidad le aburría demasiado. M. L'Ambert sanó de su coriza y alegrose de haber borrado de su presupuesto la partida correspondiente a Romagné. Ningún otro accidente vino a interrumpir después el curso de su dicha. Hizo las paces con el marqués de Villemaurin y con toda su clientela del faubourg, a la que había escandalizado bastante. Libre de toda inquietud, pudo abandonarse, feliz, por la dulce pendiente que le conducía, sobre rosas, hacia la dote de la señorita Steimbourg. ¡Afortunado L'Ambert! le abrió su corazón de par en par, y mostrole los sentimientos legítimos y puros que lo llenaban por completo. La bella y avisada muchacha tendiole la mano a la inglesa, y le dijo con desparpajo: --Negocio concluido. Mis padres están de acuerdo conmigo; ya os daré mis instrucciones para la canastilla de boda. Procuremos abreviar todas las formalidades para poder marcharnos a Italia antes de que termine el invierno. El amor prestole sus alas. Compró, sin regatear, la canastilla, encomendó a los tapiceros la tarea de alhajar el cuarto de su señora, encargó un coche nuevo, eligió dos caballos alazanes de la más rara belleza, y aligeró la publicación de las amonestaciones. El banquete de despedida de soltero que ofreció a sus camaradas, inscrito está con letras de oro en los fastos del Café Inglés. Sus amantes recibieron su postrer adiós, y sus correspondientes brazaletes, con mal contenida emoción. Los partes de casamiento anunciaban que la bendición nupcial tendría efecto el día 3 de marzo, a la una en punto, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino. Inútil parece advertir que se había colgado el altar y se había engalanado el templo como en las bodas de primera categoría. El día 3 de marzo, a las ocho de la mañana, despertose espontáncamente L'Ambert, sonrió satisfecho a los primeros rayos del sol que penetraron alegres por su entreabierta ventana, tomó el pañuelo de debajo de la almohada, y se lo llevó a la nariz a fin de esclarecer sus ideas. Pero el pañuelo de batista sólo encontró el vacío: la nariz ya no existía. El notario fue de un salto a mirarse en el espejo. ¡Horror y maldición! como dicen en las novelas de la antigua escuela. Se vio tan desfigurado como el día que volvió de Parthenay. Correr a su lecho, registrar cobertores y sábanas, mirar por detrás de la cama, sondar los colchones y el somier, sacudir los muebles próximos, y poner patas arriba cuanta cosa había en el cuarto, fue obra de pocos instantes. ¡Pero nada! ¡nada! ¡nada! Colgose del cordón de la campanilla, pidió auxilio a sus criados y juró echarlos a todos, como a perros, si no encontraban la nariz. ¡Inútil amenaza! La nariz era más imposible de encontrar que la Cámara de 1816. Dos horas transcurrieron en medio de la agitación, el desorden y el ruido. Y entretanto, el señor de Steimbourg se vestía su levita gris con botones de oro; la señora de Steimbourg, en traje de gran gala, dirigía a dos doncellas y tres modistas, que iban y venían y giraban sin cesar en torno de la bella Irma. La blanca novia, embadurnada en polvos de arroz, como un pez antes de ser introducido en la sartén, temblaba de impaciencia y maltrataba a todo el mundo con admirable imparcialidad. Y el alcalde del distrito décimo, con su faja reglamentaria, paseábase por un gran salón vacío preparando una improvisación. Y los mendigos privilegiados de Santo Tomás de Aquino expulsaban a cajas destempladas a dos o tres intrigantes, llegados de no sé dónde, con objeto de disputarles sus limosnas. Y M. Enrique Steimbourg, que mascaba un cigarro, hacía ya media hora, en el fumador de su padre, extrañábase de que su querido Alfredo no hubiese llegado aún. Por fin perdió la paciencia, corrió a la calle de Sartine, y encontró a su futuro cuñado lleno de desesperación y de lágrimas. ¿Qué podía decirle, para consolarle, de semejante desgracia? Paseose largo rato en torno suyo, repitiendo sin cesar: --¡Demonio! ¡demonio! ¡demonio! Se hizo referir dos veces el fatal acontecimiento, e intercaló en la conversación algunas sentencias filosóficas. ¡Y el maldito cirujano sin venir! Habían ido a avisarle con urgencia, a su casa, al hospital, a todas partes. Llegó por fin, y comprendió a primera vista que Romagné había muerto. --Lo sospechaba--exclamó el notario, llorando con mayor amargura, si es posible.--¡Bestia de Romagné! ¡Criminal! Esta fue la oración fúnebre del desdichado auvernés. --Y ahora, doctor, ¿qué haremos? --Buscar otro Romagné, y repetir la operación; pero ya habéis experimentado los inconvenientes de este sistema, y, si queréis creerme, será mucho mejor que recurramos al método indio. --¿A cortarme la piel de la frente? ¡eso jamás! Prefiero mandarme hacer una nariz de plata. --Hoy día se fabrican bien elegantes, por cierto--dijo el doctor. --Resta saber si la señorita Irma consentiría en dar su mano a un inválido con la nariz de plata. Enrique, amigo mío, ¿qué os parece? Agachó Enrique Steimbourg la cabeza, y nada respondió. Fuese a comunicar la noticia a su familia y a recibir órdenes de su hermana. Irma adoptó un gesto heroico al saber la desgracia de su prometido. --¿Os imagináis--exclamó,--que me caso con el notario por su cara? ¡Para eso me hubiera casado con mi primo Rodrigo, que, aunque menos rico, es mucho más guapo que él! Doy mi mano a M. L'Ambert porque es un hombre galante, que ocupa una posición envidiable en el gran mundo; por su carácter, sus caballos, su hotel, su talento, su sastre; todo en él me agrada y me encanta. Por otra parte, ya estoy vestida de novia, y, de no verificarse el matrimonio, padecería mi reputación. Corramos a su casa, madre mía; ¡lo aceptaré tal cual es! Pero cuando se halló presencia del mutilado, cesaron sus entusiasmos. Desplomose desmayada, y, cuando recobró el conocimiento, rompió a llorar copiosamente. En medio de sus sollozos, oyose un grito que parecía partir de lo más profundo del alma: --¡Oh, Rodrigo!--exclamó,--¡que injusta he sido contigo! M. L'Ambert permaneció soltero. Hízose fabricar una nariz de plata esmaltada, cedió su bufete a su oficial mayor, y compró una casita, de modesta apariencia, cerca de los Inválidos. Algunos buenos amigos alegraron su morada. Proveyose de una bodega abundante y bien surtida, y se consoló como pudo. Las botellas más preciadas de Château-Yquen, y las mejores cosechas de la hacienda Vougeot son para él. --Poseo un privilegio sobre todos los demás hombres--suele decir a veces, bromeando;--¡puedo beber cuanto me venga en gana sin que se me enrojezca la nariz! Ha permanecido fiel siempre a sus principios políticos: lee los buenos periódicos, y hace votos por el triunfo de Chiavone; pero no le envía dinero. El placer de amontonar luises le produce una dicha incalculable. Vive entre dos vinos y entre dos millones. Una noche de la semana pasada, en que caminaba despacio, con el bastón en la mano, por una de las aceras de la calle de Eblé, lanzó inopinadamente un grito de sorpresa. ¡La sombra de Romagné, vestido de pana azul, habíase erguido ante él! ¿Era realmente su sombra? Las sombras no llevan nada, y ésta llevaba una cesta en la extremidad de un palo. --¡Romagné!--gritole el notario. El otro levantó la mirada, y respondió con su voz reposada y tranquila: --¡Buenach nochech, cheñor L'Ambert! --¡Hablas, luego vives!--dijo éste. --Chiertamente que vivo. --¡Miserable!... ¿qué has hecho de mi nariz? Y, mientras se expresaba de este modo, habíale agarrado por el cuello, y lo sacudía bruscamente. El auvernés desasiose con trabajo, y le dijo: --¡Dejadme, por piedad, que no puedo defenderme! ¿No obchervaich que choy manco? Cuando me chuprimichteich la penchión, coloquéme en el taller de un mecánico, y hube de dejarme el brazo tomado en un engranaje! FIN