Part (19)
¿Qué deseas? —Para serte sincero, hemos perdido el equipaje y casi el camino, y necesitamos ayuda, o al menos consejo. Diría que hemos pasado un rato bastante malo con los trasgos, allá en las montañas. —¿Trasgos? —dijo el hombrón menos malhumorado— Ajá, ¿así que habéis tenido problemas con ellos? ¿Para qué os acercasteis a esos trasgos? —No pretendíamos hacerlo. Nos sorprendieron de noche en un paso por el que teníamos que cruzar. Estábamos saliendo de los territorios del Oeste, y llegando aquí.., es una larga historia. —Entonces será mejor que entréis y me contéis algo de eso, si no os lleva todo el día —dijo el hombre, volviéndose hacia una puerta oscura que daba al patio y al interior de la casa. Siguiéndolo, se encontraron en una sala espaciosa con una chimenea en el medio. Aunque era verano había troncos quemándose, y el humo se elevaba hasta las vigas ennegrecidas y salía a través de una abertura en el techo. Cruzaron esta sala mortecina, sólo iluminada por el fuego y el orificio de arriba, y entraron por Otra puerta más pequeña en una especie de veranda sostenida por unos postes de madera que eran simples troncos de árbol. Estaba orientada al sur, y todavía se sentía el calor y la luz del sol poniente que se deslizaba dentro y caía en destellos dorados sobre el jardín florecido, que llegaba al pie de los escalones. Allí se sentaron en bancos de madera mientras Gandalf comenzaba la historia. Bilbo balanceaba las piernas colgantes y contemplaba las flores del jardín, preguntándose qué nombres tendrían; nunca había visto antes ni la mitad de ellas. —Venía yo por las montañas con un amigo o dos... —dijo el mago. —¿O dos? Sólo puedo ver uno, y en verdad bastante pequeño —dijo Beorn. —Bien, para serte sincero, no quería molestarte con todos nosotros hasta averiguar si estabas ocupado. Haré una llamada, si me permites. —¡Vamos, llama! De modo que Gandalf dio un largo y penetrante silbido, y al momento aparecieron Thorin y Dori rodeando la casa por el sendero del jardín. Al llegar saludaron con una reverencia. —¡uno o tres querías decir, ya veo! —dijo Beorn—, pero estos no son hobbits, ¡son enanos! —¡Thorin Escudo de Roble a vuestro servicio! ¡Dori a vuestro servicio! —dijeron los dos enanos volviendo a hacer grandes reverencias. —No necesito vuestro servicio, gracias —dijo Beorn—, pero espero que vosotros necesitéis el mío. No soy muy aficionado a los enanos; pero si en verdad eres Thorin (hijo de Thrain, hijo de Thror, creo), y que tu compañero es respetable, y 77
que sois enemigos de los trasgos y que no habéis venido a mis tierras con fines malvados... por cierto, ¿a qué habéis venido? —Están en camino para visitar la tierra de sus padres, allá al Este, cruzando el Bosque Negro —explico Gandalf—, y sólo por mero accidente nos encontramos aquí, en tus tierras. Atravesábamos el Desfiladero Alto que podría habernos llevado al camino del sur, cuando fuimos atacados por unos trasgos malvados... como estaba a punto de decirte. —¡Sigue contando entonces! —dijo Beorn, que nunca era muy cortés. —Hubo una terrible tormenta; los gigantes de piedra estaban fuera lanzando rocas, y al final del desfiladero nos refugiamos en una cueva, el hobbit, yo y varios de nuestros compañeros... —¿Llamas varios a dos? —Bien, no. En realidad había más de dos, —¿Dónde están? ¿Muertos, devorados, de vuelta en casa? —Bien, no. Parece que no vinieron todos cuando silbé. Tímidos, supongo. Ves, me temo que seamos demasiados para hacerte perder el tiempo. —Vamos, ¡silba otra vez! Parece que reuniré aquí todo un grupo, y uno o dos no hacen mucha diferencia — refunfuñó Beorn. Gandalf silbó de nuevo; pero Nori y Ori estaban allí antes de que hubiese dejado de llamar, porque, si lo recordáis, Gandalf les había dicho que viniesen por parejas de cinco en cinco minutos. —Hola —dijo Beorn—. Vinisteis muy rápidos. ¿Dónde estabais escondidos? Acercaos, muñecos de resorte. —Nori a vuestro servicio, Ori a... —empezaron a decir los enanos, pero Beorn los interrumpió. —¡Gracias! Cuando necesite vuestra ayuda, os la pediré. Sentaos, y sigamos con la historia o será hora de cenar antes que acabe. —Tan pronto como estuvimos dormidos —continuó Gandalf—, una grieta se abrió en el fondo de la caverna; unos trasgos saltaron y capturaron al hobbit, a los enanos y nuestra recua de poneys... —¿Recua de poneys? ¿Qué erais... un circo ambulante? ¿O transportabais montones de mercancías? ¿O siempre llamáis recua a seis? —¡Oh, no! En realidad había más de seis poneys, pues éramos más de seis... y bien ¡aquí hay dos más! —Justo en ese momento aparecieron Balin y Dwalin, y se inclinaron tanto que barrieron con las barbas el piso de piedra. El hombrón frunció el ceño al principio, pero los enanos se esforzaron en parecer terriblemente corteses, y siguieron moviendo la cabeza, inclinándose, haciendo reverencias y agitando los capuchones delante de las rodillas (al auténtico estilo enano) hasta que Beorn no pudo más y estalló en una risa sofocada: ¡parecían tan cómicos! 78
—Recua, era lo correcto —dijo— Una fabulosa recua de cómicos. Entrad mis alegres hombrecitos, ¿y cuáles son vuestros nombres? No necesito que me sirváis ahora mismo, sólo vuestros nombres. ¡Sentaos de una vez y dejad de menearos! —Balin y Dwalin —dijeron, no atreviéndose a mostrarse ofendidos, y se sentaron dejándose caer pesadamente al suelo, un tanto estupefactos. —¡Ahora continuemos! —dijo Beorn a Gandalf. —¿Dónde estaba? Ah sí... A mí no me atraparon, Maté un trasgo o dos con un relámpago... —¡Bien! —gruñó Beorn— De algo vale ser mago entonces. —..y me deslicé por la grieta antes que se cerrase. Seguí bajando hasta la sala principal, que estaba atestada de trasgos. El Gran Trasgo se encontraba allí con treinta o cuarenta guardias. Pensé para mí que aunque no estuviesen encadenados todos juntos, ¿qué podía hacer una docena contra toda una multitud? —¡Una docena! Nunca había oído que ocho es una docena. ¿O es que todavía tienes más muñecos de resorte que no han salido de sus cajas? —Bien, sí, me parece que hay una pareja más por aquí cerca... Fíli y Kili, creo — dijo Gandalf cuando estos aparecieron sonriendo y haciendo reverencias. —¡Es suficiente! —dijo Beorn— ¡Sentaos y estaos quietos! ¡Prosigue, Gandalf! Gandalf siguió con su historia, hasta que llegó a la pelea en la oscuridad, el descubrimiento de la puerta más baja y el pánico que sintieron todos al advertir que el señor Bilbo Bolsón no estaba con ellos. —Nos contamos y vimos que no había allí ningún hobbit. ¡Sólo quedábamos catorce! —¡Catorce! Esta es la primera vez que si a diez le quitas uno quedan catorce. Quieres decir nueve, o aún no me has dicho todos los nombres de tu grupo. —Bien, desde luego todavía no has visto a Óin y a Glóin. ¡Y mira! Aquí están. Espero que los perdonarás por molestarte. —¡Oh, deja que vengan todos! ¡Daos prisa! Acercaos vosotros dos y sentaos. Pero mira, Gandalf, aun ahora estáis sólo tú y los enanos y el hobbit que se había perdido. Eso suma sólo once (más uno perdido), no catorce, a menos que los magos no cuenten como los demás. Pero ahora, por favor, sigue con la historia. — Beorn trató de disimularlo, pero en verdad la historia había empezado a interesarle, pues en otros tiempos había conocido esa parte de las montañas que Gandalf describía ahora. Movió la cabeza y gruñó cuando oyó hablar de la reaparición del hobbit, de cómo tuvieron que gatear por el sendero de piedra y del círculo de lobos entre los árboles. Cuando Gandalf contó cómo treparon a los árboles con todos los lobos debajo, Beorn se levantó, dio unas zancadas y murmuró: —¡Ojalá hubiese estado allí! ¡Les hubiese dado algo más que fuegos artificiales! 79
—Bien —dijo Gandalf, muy contento al ver que su historia estaba causando buena impresión—, hice todo lo que pude. Allí estábamos, con los lobos volviéndose locos debajo de nosotros, y el bosque empezando a arder por todas partes, cuando bajaron los trasgos de las colinas y nos descubrieron. Daban alaridos de placer y cantaban canciones burlándose de nosotros. Quince pájaros en cinco abetos... —¡Cielos! —gruñó Beorn— No me vengáis ahora con que los trasgos no pueden contar. Pueden. Doce no son quince, y ellos lo saben. —Y yo también. Estaban además Bifur y Bofur. No me he aventurado a presentarlos antes, pero aquí los tienes. Adentro pasaron Bifur y Bofur. —¡Y yo! —gritó el gordo Bombur jadeando detrás, enfadado por haber quedado último. Se negó a esperar cinco minutos, y había venido detrás de los otros dos. —Bien, ahora aquí están, los quince; y ya que los trasgos saben contar, imagino que eso es todo lo que había allí arriba en los árboles. Ahora quizá podamos acabar la historia sin más interrupciones. —El señor Bolsón comprendió entonces qué astuto había sido Gandalf. Las interrupciones habían conseguido que Beorn se interesase más en la historia, y esto había impedido que expulsase en seguida a los enanos como mendigos sospechosos. Nunca invitaba gente a su casa, si podía evitarlo. Tenía muy pocos amigos y vivían bastante lejos; y nunca invitaba a más de dos a la vez. ¡Y ahora tenía quince extraños sentados en el porche! Cuando el mago concluía su relato, y mientras contaba el rescate de las águilas y de cómo los habían llevado a la Carroca, el sol ya se ocultaba detrás de las Montañas Nubladas y las sombras se alargaban en el jardín de Beorn. —Un relato muy bueno —dijo— El mejor que he oído desde hace mucho tiempo. Si todos los pordioseros pudiesen contar uno tan bueno, llegaría a parecerles más amable. Es posible, claro, que lo hayáis inventado todo, pero aun así merecéis una cena por la historia. ¡Vamos a comer algo! —¡Sí, por favor! —exclamaron todos juntos— ¡Muchas gracias! La sala era (ahora) bastante oscura. Beorn batió las manos, y entraron trotando cuatro hermosos poneys blancos y varios perros grandes de cuerpo largo y pelambre gris. Beorn les dijo algo en una lengua extraña, que parecía sonidos de animales transformados en conversación. Volvieron a salir y pronto regresaron con antorchas en la boca, y en seguida las encendieron en el fuego y las colgaron en los soportes de los pilares, cerca de la chimenea central. Los perros podían sostenerse a voluntad sobre los cuartos traseros, y transportaban cosas con las patas delanteras. Con gran diligencia sacaban tablas y caballetes de las paredes laterales y las amontonaban cerca del fuego. Luego se oyó un ¡beee!, y entraron unas ovejas blancas como la nieve precedidas por un carnero negro corno el carbón. Una llevaba un paño bordado en los bordes con figuras de animales; otras sostenían sobre los lomos bandejas con cuencos, fuentes, cuchillos y cucharas de madera, que los perros cogían y dejaban rápidamente sobre las mesas de caballete. Estas eran muy bajas, tanto que Bilbo 80
podía sentarse con comodidad. Junto a él, un poney empujaba dos bancos dé asientos bajos y corredizos, con patas pequeñas, gruesas y cortas, para Gandalf y Thorin, mientras que al otro extremo ponían la gran silla negra de Beorn, del mismo estilo (en la que se sentaba con las enormes piernas estiradas bajo la mesa). Estas eran todas las sillas que tenía en la sala, y quizá tan bajas como las mesas para conveniencia de los maravillosos animales que le servían. ¿En dónde se sentaban los demás? No los había olvidado. Los otros poneys entraron haciendo rodar unas secciones cónicas de troncos alisadas y pulidas, y bajas aun para Bilbo; y muy pronto todos estuvieron sentados a la mesa de Beorn. La sala no había visto una reunión semejante desde hacía muchos años. Allí merendaron, o cenaron, como no lo habían hecho desde que dejaron la Ultima Morada en el Oeste y dijeron adiós a Elrond. La luz de las antorchas y el fuego titilaban alrededor, y sobre la mesa había dos velas altas de cera roja de abeja.