Capítulo III
Capítulo III: Del mal temporal que fue causa para que el viaje de Doña Juana se hiciese más largo, y de la entrevista que tuvo con la querida de Felipe el Hermoso.
El día 15 de marzo de 1504, se dirigió Doña Juana acompañada de sus padres para el punto donde se iba a embarcar (Laredo), pero todo parecía venirle en contra, todo parecía revelarse a su voluntad.
Un recio y continuo temporal impidió poder darse a la vela. Esto hacia crecer los tormentos de la princesa, y revestirla mucho más de indignación, porque todo parecía combinarse para evitar la reunión con su esposo. Dos meses tuvo que residir en Laredo, que fueron los que duró la tempestad; dos meses que fueron dos siglos, si se atiende la disposición en que se hallaba esta señora, y que agravaron muchísimo sus constantes padecimientos. A mediados de abril logró hacerse a la vela, llegando en nueve días felizmente a Vergas, distante tres leguas y media de Brujas.
En este punto la estaba esperando su esposo, el cual manifestó un indecible júbilo al volverla a abrazar; y ella, según el cariño que este la pintaba, pareció completamente olvidada de un resentimiento tan justo. A pesar de darse los dos mutuas pruebas de amor y contento, abrigaban ambos fatales y mortificadoras pasiones; el archiduque, por el vehemente amor con la camarista; y por los más rabiosos celos, Doña Juana. Pero vivían con la esperanza el primero de que jamás esta se enteraría de sus amores: y la segunda, de vengarse de una mujer que tan grandes sinsabores la había hecho sufrir.
Desde Brujas se trasladaron a Bruselas y en este punto fijaron su residencia por entonces.
¿Quién puede ocultarse lo suficiente de las investigadoras pesquisas de una mujer perspicaz? Esta reflexión debió hacer Felipe el Hermoso. ¿Quién puede ocultarse tampoco de las escudriñadoras miradas de los dependientes de un palacio, donde es una especie de comercio los chismes y enredos, dando publicidad en su provecho a todos los defectos de sus soberanos?
Grande paz pareció reinar al principio desde la llegada de Doña Juana; el archiduque hacia por no dar a conocer a nadie lo que ocupaba su imaginación, disimulando en cuanto podía el amor de su rubia, pero se engañaba; ni aun sus pasos más recónditos se escapaban a la penetración de su esposa. Los mismos palaciegos daban parte diario a su señor de si lo celaba su esposa; y estos mismos palaciegos cercioraban a la archiduquesa detalladamente de cuanto podía contribuir a irritarla más. Por uno de estos llegó a saber que una de las cosas que más habían encantado a su esposo de la camarista, era su hermosísima poblada y rubia cabellera. Mas no contento aun con esta declaración, le indicó los sitios y horas donde comúnmente se daban las citas.
Con la relación anterior llegó a agotarse completamente la paciencia de la archiduquesa, porque acabó de conocer, que había empleado en vano todos los recursos que le proporcionara su acendrado amor, para ver si de esta suerte hacia desaparecer de su marido una pasión que ella jamás creyó arraigada, porque la creía un capricho. Sus celos, refrenados por algún tiempo, eran desde este día un violento frenesí que aumentaba sus padecimientos. Alguna que otra vez ya habían mediado varias palabras entre los esposos, pero el archiduque, muy enamorado de su rubia, hacia por disculparse, practicándolo con la mayor sangre fría. Estas cosas era imposible durasen así largo tiempo, porque ni el uno podía satisfacer su amor, ni el otro soportar tantas humillaciones y desvío, y tampoco porque las pasiones de ánimo no se pueden contener.
Una escena terrible, por un descuido de Felipe, tuvo lugar. Le sorprendió su esposa con la querida... Grande fue el escándalo que circuló por toda la Corte, y grande fue el trabajo que le costó contener la furia de su mancillada esposa, porque esta ya no pensaba más que en la venganza. ¡Y cosa admirable en esta mujer!... De esta venganza no quería fuese participe su esposo, pues aunque había llegado a notar el despego y descaro con que solía tratarla, no obstante lo idolatraba de todo corazón. Su furia era expresamente dedicada para su adversaria, para aquella indigna mujer que le había arrebatado lo que más adoraba en la tierra. Y gracias que la timidez de abandonar del todo el amor de su marido, la reprimía en parte.
Ya era testigo el palacio de Bruselas de los descompasados gritos, repetidas contiendas, y descompuestas palabras de los jóvenes príncipes, sin embargo de poner cuanto estaba de su parte por disimular el archiduque, para evitar los escándalos.
Los celos habituales de la infanta daban origen a que no cesase de acechar el momento de realizar su venganza, mas llegó por desgracia. Un día ¡día fatal! que pasando su errante mirada por todos los objetos que la circundaban, se encontró con la camarista, echó mano de unas bien afiladas tijeras, de que siempre iba armada, se lanzó sobre ella cual el águila sobre su presa, y antes de que su contraria lo hubiera podido evitar, ya la había despojado de su dorada cabellera. No satisfecha aun, la llenó de contusiones y arañazos, y podemos asegurar que si los gritos de la camarista, no hubiesen hecho acudir al lugar de la sangrienta escena a todos los dependientes del palacio, y hasta a su mismo marido, era probable hubiese acabado con la que había sido causa de sus sufrimientos.
Felipe, viendo despojada a su querida del objeto que más lo entusiasmara, se llenó de indignación: y fueron tantos los improperios, tantas las palabras ofensivas e insultantes que dirigió a su esposa, que no se le hubieran dicho iguales a la mujer más despreciable de la sociedad.
El haber visto que Felipe la trataba de aquella manera, contribuyó en gran modo a trastornar completamente su juicio. Jamás podía creer Doña Juana semejante trato en su esposo.
La escandalosa escena que acabamos de pintar, no tardó en llegar a oídos de la reina Isabel, y tuvo tan gran sentimiento, que fue la causa de que se agravase más su enfermedad. Sin embargo, procuró por todos los medios que estuvieron a su alcance, introducir la paz entre sus hijos, ni siéndola posible lograrlo por algún tiempo: la archiduquesa tenía una herida que no era fácil cicatrizar. Por fin, alcanzaron sus súplicas hacer la reconciliación. Se unieron los esposos, pero no por esto recobró Doña Juana su tranquilidad.
Entretanto la salud de Doña Isabel decaía por instantes. Sus padecimientos eran tan continuos, que ya no se dudaba de su pronta muerte. Uno de los principales personajes de la corte, única heredera del reino de Castilla a su hija Doña Juana, y en defecto de esta a Don Carlos, su nieto; pero advirtiendo que si la primera se hallaba imposibilitada, y Carlos no tenia veinte años, gobernase Don Fernando, hasta que aquel llegara a esta edad.
Efectivamente, el día 26 de noviembre de 1504 falleció en Medina del Campo la reina Isabel la Católica, y al siguiente día ordenó Don Fernando proclamar por reina de España a su hija la archiduquesa de Austria. Las Cortes verificadas en Toro el 11 de enero de 1508, fueron las primeras que juraron a Doña Juana por reina propietaria de los vastos dominios de España. No pudieron por entonces los archiduques abandonar a Flandes, tanto por los innumerables asuntos pendientes en él, como por el avanzado estado de preñez de la reina; habiendo nacido a poco tiempo la princesa Doña María.
Restablecida Doña Juana de su parto, pusiéronse en camino; mas un fuerte temporal, los hizo arribar a Inglaterra, en cuyo reino fueron perfectamente recibidos. Pocos días después partieron con dirección a España, llegando el 26 de abril de 1506 a la Coruña; donde esperaba la mayor parte de la grandeza a recibirlos y rendir un justo homenaje a sus nuevos monarcas. A su paso por Valladolid fueron jurados, y allí disfrutaron de las fiestas que habían prevenido en su obsequio.
Parecía estar en esta época sumamente aliviada Doña Juana, no tratando más que de complacer a su esposo en todo, y dejándole gobernar el reino a su gusto. Pero ¡cuán poco le duró esta felicidad! Así que se concluyeron las Cortes de Valladolid, determinaron recorrer las principales capitales de España para darse a conocer, porque así lo exigían de todas partes. Empezaron su carrera por Burgos; pero ¡o desgracia! En una de las tardes que salían a pasear, se acaloró tanto Don Felipe en una partida de pelota, que le sobrevino una pulmonía, de cuyas resultas fue víctima a los seis días, dejando embarazada a Doña Juana de seis meses. Falleció Felipe el Hermoso el día 29 de setiembre de 1506, cuando contaba apenas veinte y ocho años.
Tal fue el poderoso influjo que obró en la imaginación de la nueva reina la inesperada muerte de su esposo, que muchos días estaba fuera de sí, y encerrada en el aposento que a ella le parecía más lóbrego y triste. Durante este enajenamiento, se habían hecho los funerales, y por consiguiente el cadáver del monarca sepultado en la cartuja de Miraflores. En cuanto esto llegó a su noticia, mandó se lo trajesen en una caja bien dispuesta y embetunada, porque no quería vivir lejos de él. Así se practicó, y no permitía que nadie entrase, llevándose los días y las noches contemplando los restos del ídolo de su amor. Ninguna clase de ruegos la hacían desistir de alejarse del cadáver. En vano eran las amonestaciones del cardenal Cisneros; inútiles también las de las damas y principales personajes, advirtiéndole la necesidad de ocuparse de los negocios del reino. Cerróse por dentro de la habitación y mandó hacer una ventanita para que por allí pudiesen mandarla algunos alimentos.
Muchas veces iban los grandes a hacerla saber la alteración en que se hallaba España, y contestaba que si su hijo estaba en disposición, viniese a gobernarla, y que si no, su padre; que ella tenía otros deberes más sagrados que cumplir como viuda.
Varios de los personajes creían, al oírla hablar con cordura algunas veces, si la querida de su esposo habría usado de algunos maleficios para hacerla padecer tan terriblemente. ¡Qué credulidad la de aquella época! No trascurrió mucho tiempo sin que a la misma reina Doña Juana le pareciera insoportable aquella existencia; y poco después llamó al cardenal Cisneros, haciéndole saber que no podía vivir por más tiempo en la capital donde había muerto su marido; pero el cardenal quería suspender por entonces su determinación, a causa de hallarse en un estado avanzado de preñez; mas como la voluntad de Doña Juana fue siempre decidida, no se atrevió a oponerse a su mandato. Se trasladó la corte a Valladolid, por orden expresa de la reina.
Haciendo jornadas muy cortas salió de Burgos el 20 de diciembre de 1506, acompañada de un crecido número de vasallos con hachas encendidas, muchos frailes franciscanos también con luces, el prior de la cartuja y algunos monjes que decían misas diarias por el alma del soberano, cuya caja iba en medio de esta fúnebre comitiva, seguida del coche de la desdichada Doña Juana y de las damas y caballeros de su palacio. De esta manera marcharon hasta llegar Torquemada, donde la reina no quiso pasar adelante, alojándose en casa de un clérigo, y exponiendo que el estado de su salud no la permitía seguir. El 14 de enero de 1507 parió en este pueblo a la infanta Doña Catalina.
Triste y desconsolador fue este año para España. A consecuencia de una miseria y escasez grandes, se desarrolló una peste que causó innumerables estragos. ¿Y se creerá que a pesar de ser el pueblo de Torquemada uno de los más invadidos por la epidemia, no bastasen los ruegos del cardenal a que continuara la reina su camino? Muchas y muy reiteradas fueron las instancias que a este le costó, hasta lograr que a fines de abril se volviese a emprender la marcha con el mismo aparato que al principio; pero pronto se cansó de viajar. Al llegar a Hornillos distante dos leguas de Torquemada, quiso fijar su residencia en él, exponiendo viviría con más comodidad que en una grande población. De manera que volvió a encerrarse en este pequeño pueblo con el inanimado cuerpo de su esposo, no cesando de hablarle, ya con cariño, ya con quejas, ya con reconvenciones, que aumentaban más su incurable locura.
Todo seguía de este modo, hasta que la dieron noticias de la venida de su padre a España. Esta noticia la recibió con gran placer, porque al momento manifestó deseos de salir a encontrarse con Don Fernando, en Castilla, advirtiendo que había de ser en cortas jornadas y con el mismo cortejo fúnebre. Inútilmente se cansaba el regente del reino, arzobispo de Toledo, para hacerla viajar de día, sin el cuerpo de su esposo; todo era en vano: de suerte que no había otro recurso que repetir todas las noches el entierro. Así caminaron hasta entrar en Tortoles, población donde tuvo su padre el gusto de abrazarla. Pero cuál fue la sorpresa de Don Fernando al encontrar a su hija más querida en aquella situación; aquellos ojos desencajados, aquel rostro cadavérico, y aquella errante mirada. Cuando se le venia a la memoria lo que había sido causa de que su hija estuviera en aquel estado, la pena lo ahogaba, y gruesas lágrimas surcaban sus mejillas. Doña Juana estaba inmóvil: —¿Lloráis, padre de mi corazón? —le dijo: —vuestra hija no puede ya imitaros. Cuando sorprendí a la querida de mi esposo, se me agotaron las lágrimas. ¡Considerad cuál seria mi tristeza!—
Doña Juana había llegado al último grado de locura, estaba enteramente loca; mas sin embargo era la reina propietaria de España y su nombre y consentimiento eran necesarios para dar algún carácter a los actos del gobierno. Esta consideración movió al rey Católico a entrar en algunas consultas con su hija para el mejor arreglo de los negocios y volver otra vez a gobernar los dominios de España. Doña Juana, por su parte, admitió sin réplica alguna cuanto le propuso su padre, poniendo solamente una condición, que la habían de dejar permanecer en la villa de Arcos, «—en completa libertad, sin tener que intervenir en otro negocio, que pasar los días que la restaban de esta vida, al lado del cuerpo de su esposo.—» Mucho trabajaron por hacerla variar de este pensamiento, pero siendo todo inútil se le concedió el permiso, mandando prepararle una casa en Arcos, digna de la persona que la iba a habitar.
Más de año y medio residió Doña Juana en la villa de Arcos sin que se hubiese mejorado en nada su locura. Era de ver, según afirman algunos, las animadas conversaciones que esta infeliz señora, tenía con el cadáver de su esposo; conversaciones que aumentaban más su delirio, y que en lugar de aliviarla, la agravaban. «—¿Por qué no me respondéis, Felipe?— le decía: —¡calláis!... ¡todavía me seréis infiel!...—» Estas palabras profería a su marido, y otras que causaría lástima escucharlas.
Desde Santa María del Campo le escribió Don Fernando a su hija advirtiéndole de la necesidad que tenía de marcharse a Tordesillas y haciéndola saber era población más salubre que la villa de Arcos, y que por consecuencia había determinado, se pusiese en camino para este punto. Doña Juana, se encontraba perfectamente, según la contestaba, en Arcos. De manera que viendo el rey Católico que su hija no accedía a sus súplicas tomó la determinación, de ir en busca de ella para ver si con su presencia lograba lo acompañase hasta Tordesillas. Así lo hizo Don Fernando habiendo podido con el influjo que ejercía sobre su hija hacer se marchase a dicho punto, pero viajando con el mismo aparato que en las otras expediciones. Sea el haber mudado de temperamento, sea que el viaje no fue de su agrado, lo cierto es que la reina Doña Juana estaba más furiosa cada vez, y tomó más incremento su ya incurable enfermedad.
El anciano Luis Ferrer era el que estaba encargado del cuidado de Doña Juana, y al cual esta no podía ver; por eso encontraba en ella una oposición enorme a todo lo que la encargaba hiciera, complaciéndose en ejecutarlo al contrario. Si la rogaba, por ejemplo, se acostase en su cama, lo hacia en el suelo; si disponía que se trasladase a otra habitación más decente y ventilada, cerraba con más fuerza los cerrojos de la en que estaba. Cuando hacia frio, desechaba las pieles y objetos de abrigo que le proporcionaban, y cuanto más la suplicaba Luis Ferrer se vistiese y asease, con más empeño andaba sucia y mal vestida. Poco tiempo después se le puso en la cabeza la manía de no comer ni beber; y hubo ocasión de que pasasen tres días sin tomar nada; hasta que acosada por el hambre, tomaba algo, empeñándose que los platos donde le mandaban las viandas no saliesen de su habitación; de suerte que estos objetos sucios con otros, daban un olor insoportable a aquella morada, e imposible por tanto de aguantarlo. Momentos había en que después de un gran delirio, gozaba de alguna razón, y se lamentaba de que habían arrancado la corona de sus sienes, y no contentos sus enemigos con un rapto de este género, la habían sepultado en un calabozo tan hediondo y custodiada por un carcelero tan despreciable.
Estas palabras llegaron con la velocidad del relámpago a oídos del Católico Don Fernando, así es que al siguiente año de 1510, cuando pasaba para las Cortes de Monzón, hizo por visitarla, y cerciorado de todo lo que ocurría reunió un consejo de los grandes para deliberar sobre el método que se debía observar en adelante con su hija, porque sabia que la presencia de Don Luis Ferrer la martirizaba; del consejo salió, que después de haberla provisto de todo lo necesario de aseo, ropas y alimentos, se eligiesen doce señoras para que cuidasen continuamente de ella, y cada una se quedara una noche en vela para obligarla a vestirse, desnudarse y mudarse de camisa, aun en contra de su voluntad. Veinte días estuvo el rey Católico acompañando a Doña Juana, en los cuales estuvo menos mal; pero después que se la obligaba a ejecutar lo pactado por su padre, se apoderaba de ella una furia tan grande, que nadie podía permanecer a su lado. Más previsor el cardenal Cisneros que los grandes de que se había compuesto el consejo, creyó oportuno jubilar a Don Luis Ferrer, porque opinaba que tal vez nombrando a otro lo pasaría mejor Doña Juana; así lo hizo sustituyéndolo con Don Fernando Ducos de Estrada. Este caballero fue tal la habilidad que mostró en el desempeño de su encargo, que a poco tiempo logró que comiese y bebiese, que durmiera en su lecho, que se aseara y vistiera, y hasta que mudara de habitación, porque ya la suya no era más que un fétido muladar. Se llegó a fortalecer su físico, porque con su habitual finura y modales, logró este caballero el que fuese a misa y que asistiese a varios actos religiosos.
Ya sus accesos de locura eran menos constantes, así es que determinaron apartar de su vista el féretro de su esposo, siendo conducido algunos días después a Granada, y aunque fue grande su exasperación cuando lo echó de ver, pudo al fin Don Fernando Ducos de Estrada tranquilizarla. Pero no se crea que por este llegó a ponerse buena del todo; jamás esta infeliz reina llegó a recobrar su perdida calma. Sin embargo, el Católico rey le escribió a Estrada, dándole las más afectuosas y repetidas gracias por el servicio que había hecho a su hija.
En esta época no había ya una sola persona que no estuviese enterada de la enfermedad de la reina Doña Juana; pero no obstante, conservaban alguna esperanza de alivio, hija más bien del deseo de sus súbditos, que de la posibilidad.
En las Cortes que se celebraron en Valladolid por enero de 1518, se decretó que si en algún tiempo la reina Doña Juana se hallaba en disposición de mandar los vastos dominios de España, cesase de su gobernación el Católico rey Don Fernando; y que Doña Juana fuese la soberana absoluta.