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Los Desposeidos (The Dispossessed) Ursula K Le Guin, Los desposeídos (38)

Los desposeídos (38)

La CPD sólo editaba a la sazón los documentos y las directivas esenciales, pero Sabul había influido ante la Prensa y la división de Informaciones de la CPD, y los había convencido del valor propagandístico del libro en el exterior. Urras, dijo, veía con maligno regocijo la sequía y las perspectivas de una hambruna en Anarres; en los periódicos loti llegados en el último embarque abundaban las siniestras profecías sobre el inminente desastre odoniano. Qué mejor desmentido; arguyó Sabul, que la publicación de una obra de pensamiento puro, «un monumento científico», decía en su crítica revisada, «que se eleva por encima de la adversidad material para demostrar la vitalidad inextinguible de la sociedad odoniana y cómo supera al propietariado arquista en todos los ámbitos del pensamiento».

De modo que la obra fue editada; y quince de los trescientos ejemplares viajaron a través del espacio en el carguero ioti Alerta. Shevek nunca abrió un ejemplar del libro impreso. Sin embargo, en el paquete destinado a la exportación agregó una copia del original completo, escrita a mano. Una nota en la cubierta rogaba que se lo entregaran al doctor Airo del Colegio de la Ciencia Noble en la Universidad de Ieu Eun, con saludos del autor. No cabía duda que Sabul, que daría la aprobación final al paquete, notaría la adición. Si sacó el manuscrito o lo dejó, Shevek no lo supo. Quizá lo confiscó, por despecho; o lo dejó salir, convencido de que la versión que él había abreviado y mutilado no impresionaría a los físicos urrasti. No le dijo nada a Shevek sobre el manuscrito. Shevek no preguntó.

Shevek no habló mucho con nadie, aquella primavera. Trabajó como voluntario en la construcción en una nueva planta de reciclaje de agua al sur de Abbenay, y estaba casi todo el día fuera de casa, trabajando o enseñando. Reanudó sus estudios de física subatómica, y a menudo pasaba las noches en el acelerador o en los laboratorios del Instituto con los especialistas en partículas. Con Takver y los amigos se mostraba callado, sobrio, amable y frío.

A Takver le había crecido un vientre enorme y caminaba como si llevara un cesto de ropa grande y pesado. No abandonó el trabajo en los laboratorios de piscicultura hasta que encontró y adiestró a un reemplazante, y entonces volvió al domicilio y los trabajos del parto se presentaron de pronto, atrasados en más de una década. Shevek llegó a media tarde.

—Podrías buscar a la comadrona —dijo Takver—. Dile que las contracciones se repiten cada cuatro o cinco minutos, pero no se aceleran mucho, y no hay por qué darse demasiada prisa.

Shevek se dio prisa, pero no encontró a la comadrona, y tuvo miedo. Tanto la comadrona como el médico del distrito estaban ausentes, y ninguno de ellos había dejado una nota indicando dónde se los podía encontrar, como era costumbre. El corazón empezó á golpearle con violencia, y de repente lo vio todo con una claridad terrible. Vio que esa falta de ayuda era de mal augurio. Se había alejado de Takver desde el invierno, desde la decisión respecto del libro. Ella había estado cada vez más callada, más pasiva, más paciente. Y él ahora comprendía esa pasividad: se había estado preparando para morir. Era ella quien se había alejado de él, y él no había tratado de seguirla. El sólo había atendido a la amargura de su propio corazón, nunca a los temores, o al coraje de ella. La había dejado sola porque quería estar solo, y así se había distanciado más y más, más lejos, demasiado lejos, y seguiría estando solo, ahora para siempre.

Corrió a la clínica local, y llegó tan sin aliento y con las piernas tan temblorosas que ahí pensaron que sufría un ataque cardíaco. Explicó. Enviaron un mensaje a otra comadrona y le dijeron que volviera al domicilio, que la compañera lo necesitaría. Volvió, y a cada paso sentía que el miedo crecía en él, el terror, la certidumbre de la pérdida.

Pero cuando llegó no pudo arrodillarse junto a Takver y pedirle perdón, como necesitaba hacerlo tan desesperadamente. Takver no tenía tiempo para escenas emotivas; estaba ocupada. Había sacado todo de la plataforma de la cama, excepto una sábana limpia, y estaba ocupada en las tareas del paño. No se quejaba ni gritaba, como si no sintiera ningún dolor, pero cada vez que tenía una contracción la dominaba con los músculos y la respiración, y luego soltaba un largo soplido, como alguien que hace un esfuerzo tremendo para levantar una carga pesada. Shevek no había visto nunca un trabajo que utilizara de ese modo toda la fuerza del cuerpo.

No podía observar semejante trabajo sin tratar de colaborar. Quizá convenía que le tomara la mano, para cuando ella necesitara un punto de apoyo. Descubrieron esta combinación en seguida, por el método de la prueba y el error, y se mantuvieron así aun después de la llegada de la comadrona. Takver parió de pie, agachada, la cara contra el muslo de Shevek, las manos aferradas a los brazos entrelazados de Shevek.

—Ya va —dijo la comadrona con tranquilidad, bajo el jadeo pesado de la respiración de Takver, y levantó la criatura viscosa pero reconociblemente humana que había aparecido. Siguió un borbotón de sangre, y una masa amorfa de algo no humano, no vivo. El terror olvidado volvió a asaltar a Shevek, redoblado. Era muerte lo que veía. Takver le había soltado los brazos y yacía a sus pies, acurrucada y exánime. Se inclinó sobre ella, tieso de horror y de congoja.

—Ya está —dijo la comadrona—, ayúdela a hacerse a un lado para que yo pueda limpiar esto.

—Quiero lavarme —dijo Takver débilmente.

—Aquí, ayúdela a lavarse. Estos son paños esterilizados... allí.

—Uau, uau, uau —dijo otra voz.

La habitación parecía estar llena de gente.

—A ver ahora —dijo la comadrona—. Llévele el bebé de nuevo, póngaselo en el pecho, para que ayude a parar la sangre. Quiero llevar esta placenta al congelador de la clínica. Tardaré diez minutos.

—Dónde está... Dónde está el...

—¡En la cuna! —dijo la comadrona, mientras salía.

Shevek descubrió la cama pequeñísima, que había esperado lista en el rincón durante cuatro décadas, y dentro a la criatura. De algún modo, en medio de esa precipitación extrema de acontecimientos, la comadrona había encontrado un momento para limpiar a la criatura, y hasta para ponerle una camisa, y ya no estaba tan viscosa ni se parecía tanto a un pez como cuando la había visto por vez primera. La noche había llegado con la misma celeridad peculiar, la misma ausencia de tiempo. La lámpara estaba encendida. Shevek levantó al bebé para llevárselo a Takver. El rostro era de una pequeñez increíble, con grandes párpados cerrados, de aspecto frágil.

—Tráemelo —le estaba diciendo Takver—. ¡Oh!, date prisa, tráemelo por favor.

Shevek llevó la criatura al otro lado del cuarto y con suma cautela la bajó hasta el estómago de Takver.

—¡Ah! —dijo ella en voz baja; una exclamación de triunfo.

—¿Qué es?—preguntó luego de un momento, con voz soñolienta.

Shevek se había sentado junto a ella en el borde de la plataforma de la cama. Investigó cuidadosamente, un poco desorientado por la longitud de la camisa y la extraordinaria cortedad de las piernas.

—Niña.

Volvió la comadrona, trajinó por el cuarto poniendo las cosas en orden.

—Han hecho un buen trabajo —comentó habiéndoles a los dos. Ellos asintieron con modestia—. Vendré un momento por la mañana —dijo al marcharse. El bebé y Takver dormían ya. Shevek apoyó la cabeza cerca de la de Takver. Estaba habituado al grato olor almizclado de la piel de ella. Ahora era distinto; se había transformado en un perfume, intenso y tenue, grávido de sueño. Dulcemente, pasó un brazo por encima de ella, que descansaba con el bebé al lado, sosteniéndolo contra el seno. En la alcoba pesada de sueño, Shevek se quedó dormido.

Un odoniano se decidía por la monogamia como si se tratara de una empresa colectiva de producción, un cuerpo de baile o una fábrica de jabón. Una sociedad era una federación tan voluntariamente constituida como cualquier otra. Mientras funcionaba bien, funcionaba, y si no funcionaba dejaba de existir. No era una institución sino una función. No requería otras sanciones que las de la conciencia individual.

Todo esto respondía plenamente a la teoría social odoniana. La validez de la promesa, aun una promesa de término indefinido, era parte de la trama misma del pensamiento odoniano, y aunque el énfasis con que Odo defendía la libertad de cambio pareciera invalidar la idea misma de promesa o de voto, era precisamente esa libertad lo que daba significado a la promesa. Una promesa es una dirección elegida, una auto-limitación de la opción. Como lo señalaba Odo, si el ser humano no toma una dirección, si no va a ninguna parte, no conocerá el cambio. La libertad de elección y de cambio inherente al ser humano quedará sin utilizar, lo mismo que si estuviera en una cárcel, una cárcel que él mismo se ha construido, un laberinto en el que ningún camino es mejor que otro. Así pues, para Odo la promesa, el compromiso, la idea de fidelidad era esencial dentro de la complejidad de la libertad.

Mucha gente opinaba que ese concepto de fidelidad no era aplicable a la vida sexual. La feminidad, decían, la había impulsado a rechazar la verdadera libertad sexual; y en este aspecto, si no en otros, Odo no había escrito para los hombres. Había tantas mujeres como hombres que objetaban lo mismo, de modo que no era la masculinidad lo que Odo parecía no haber comprendido, sino todo un tipo o sector del género humano, aquellas personas para quienes la experimentación es el alma misma del placer sexual.

No obstante, aunque pudiera no haberlos comprendido y los considerara probablemente aberraciones del propietariado —ya que la especie humana es, si no una especie esclava de la pareja, al menos una especie enclavada en el tiempo— Odo había tenido más en cuenta a los promiscuos que a aquellos que pretendían una larga vida en pareja. No había ninguna ley, ninguna limitación, ninguna penalidad ni castigo, ninguna censura que reprimiese las prácticas sexuales de cualquier índole, salvo la violación de una mujer o un niño, caso en el que los vecinos podían tomar represalias por cuenta propia, si el violador no iba a parar prontamente a las manos más benévolas de un centro de terapia. Pero las vejaciones eran extremadamente raras en una sociedad en la que la satisfacción sexual completa era la norma a partir de la pubertad, y la única limitación a la actividad sexual era una moderada presión en favor de la práctica en privado, una especie de recato impuesto por la vida comunitaria.

Por el contrario, aquellos que se comprometían a formar y mantener una pareja, ya fuese homosexual o heterosexual, tropezaban con problemas desconocidos para quienes se contentaban con el sexo dónde y cómo lo encontrasen. No sólo tenían que luchar contra los celos y los sentimientos posesivos y los otros males comunes de la pasión, la unión monogámica, sino también las presiones de la sociedad. Una pareja se constituía dando siempre por sentado que las exigencias de la distribución del trabajo podían separarlos en cualquier momento.

La Divtrab, la administración de la división del trabajo, procuraba que las parejas permanecieran juntas, o reunirías lo más pronto posible cuando los miembros lo pedían; pero esto no siempre podía hacerse; sobre todo en los casos de levas de emergencia, y nadie pretendía que la Divtrab rehiciera listas enteras o reprogramara las computadoras para resolver el conflicto. Todo anarresti sabía que para sobrevivir tenía que estar dispuesto a ir a donde lo necesitaran y hacer el trabajo que fuera necesario. Crecía con la conciencia de que la distribución del trabajo era un factor fundamental de la vida, una necesidad social inmediata y permanente; la vida conyugal era en cambio un asunto privado, una elección que sólo podía hacerse dentro de los límites de la elección más fundamental.

Pero cuando una dirección es libremente elegida y seguida de buena fe, todas las circunstancias pueden presentarse como favorables.


Los desposeídos (38)

La CPD sólo editaba a la sazón los documentos y las directivas esenciales, pero Sabul había influido ante la Prensa y la división de Informaciones de la CPD, y los había convencido del valor propagandístico del libro en el exterior. Urras, dijo, veía con maligno regocijo la sequía y las perspectivas de una hambruna en Anarres; en los periódicos loti llegados en el último embarque abundaban las siniestras profecías sobre el inminente desastre odoniano. Qué mejor desmentido; arguyó Sabul, que la publicación de una obra de pensamiento puro, «un monumento científico», decía en su crítica revisada, «que se eleva por encima de la adversidad material para demostrar la vitalidad inextinguible de la sociedad odoniana y cómo supera al propietariado arquista en todos los ámbitos del pensamiento».

De modo que la obra fue editada; y quince de los trescientos ejemplares viajaron a través del espacio en el carguero ioti Alerta. Shevek nunca abrió un ejemplar del libro impreso. Sin embargo, en el paquete destinado a la exportación agregó una copia del original completo, escrita a mano. Una nota en la cubierta rogaba que se lo entregaran al doctor Airo del Colegio de la Ciencia Noble en la Universidad de Ieu Eun, con saludos del autor. No cabía duda que Sabul, que daría la aprobación final al paquete, notaría la adición. Si sacó el manuscrito o lo dejó, Shevek no lo supo. Quizá lo confiscó, por despecho; o lo dejó salir, convencido de que la versión que él había abreviado y mutilado no impresionaría a los físicos urrasti. No le dijo nada a Shevek sobre el manuscrito. Shevek no preguntó.

Shevek no habló mucho con nadie, aquella primavera. Trabajó como voluntario en la construcción en una nueva planta de reciclaje de agua al sur de Abbenay, y estaba casi todo el día fuera de casa, trabajando o enseñando. Reanudó sus estudios de física subatómica, y a menudo pasaba las noches en el acelerador o en los laboratorios del Instituto con los especialistas en partículas. Con Takver y los amigos se mostraba callado, sobrio, amable y frío.

A Takver le había crecido un vientre enorme y caminaba como si llevara un cesto de ropa grande y pesado. No abandonó el trabajo en los laboratorios de piscicultura hasta que encontró y adiestró a un reemplazante, y entonces volvió al domicilio y los trabajos del parto se presentaron de pronto, atrasados en más de una década. Shevek llegó a media tarde.

—Podrías buscar a la comadrona —dijo Takver—. Dile que las contracciones se repiten cada cuatro o cinco minutos, pero no se aceleran mucho, y no hay por qué darse demasiada prisa.

Shevek se dio prisa, pero no encontró a la comadrona, y tuvo miedo. Tanto la comadrona como el médico del distrito estaban ausentes, y ninguno de ellos había dejado una nota indicando dónde se los podía encontrar, como era costumbre. El corazón empezó á golpearle con violencia, y de repente lo vio todo con una claridad terrible. Vio que esa falta de ayuda era de mal augurio. Se había alejado de Takver desde el invierno, desde la decisión respecto del libro. Ella había estado cada vez más callada, más pasiva, más paciente. Y él ahora comprendía esa pasividad: se había estado preparando para morir. Era ella quien se había alejado de él, y él no había tratado de seguirla. El sólo había atendido a la amargura de su propio corazón, nunca a los temores, o al coraje de ella. La había dejado sola porque quería estar solo, y así se había distanciado más y más, más lejos, demasiado lejos, y seguiría estando solo, ahora para siempre.

Corrió a la clínica local, y llegó tan sin aliento y con las piernas tan temblorosas que ahí pensaron que sufría un ataque cardíaco. Explicó. Enviaron un mensaje a otra comadrona y le dijeron que volviera al domicilio, que la compañera lo necesitaría. Volvió, y a cada paso sentía que el miedo crecía en él, el terror, la certidumbre de la pérdida.

Pero cuando llegó no pudo arrodillarse junto a Takver y pedirle perdón, como necesitaba hacerlo tan desesperadamente. Takver no tenía tiempo para escenas emotivas; estaba ocupada. Había sacado todo de la plataforma de la cama, excepto una sábana limpia, y estaba ocupada en las tareas del paño. No se quejaba ni gritaba, como si no sintiera ningún dolor, pero cada vez que tenía una contracción la dominaba con los músculos y la respiración, y luego soltaba un largo soplido, como alguien que hace un esfuerzo tremendo para levantar una carga pesada. Shevek no había visto nunca un trabajo que utilizara de ese modo toda la fuerza del cuerpo.

No podía observar semejante trabajo sin tratar de colaborar. Quizá convenía que le tomara la mano, para cuando ella necesitara un punto de apoyo. Descubrieron esta combinación en seguida, por el método de la prueba y el error, y se mantuvieron así aun después de la llegada de la comadrona. Takver parió de pie, agachada, la cara contra el muslo de Shevek, las manos aferradas a los brazos entrelazados de Shevek.

—Ya va —dijo la comadrona con tranquilidad, bajo el jadeo pesado de la respiración de Takver, y levantó la criatura viscosa pero reconociblemente humana que había aparecido. Siguió un borbotón de sangre, y una masa amorfa de algo no humano, no vivo. El terror olvidado volvió a asaltar a Shevek, redoblado. Era muerte lo que veía. Takver le había soltado los brazos y yacía a sus pies, acurrucada y exánime. Se inclinó sobre ella, tieso de horror y de congoja.

—Ya está —dijo la comadrona—, ayúdela a hacerse a un lado para que yo pueda limpiar esto.

—Quiero lavarme —dijo Takver débilmente.

—Aquí, ayúdela a lavarse. Estos son paños esterilizados... allí.

—Uau, uau, uau —dijo otra voz.

La habitación parecía estar llena de gente.

—A ver ahora —dijo la comadrona—. Llévele el bebé de nuevo, póngaselo en el pecho, para que ayude a parar la sangre. Quiero llevar esta placenta al congelador de la clínica. Tardaré diez minutos.

—Dónde está... Dónde está el...

—¡En la cuna! —dijo la comadrona, mientras salía.

Shevek descubrió la cama pequeñísima, que había esperado lista en el rincón durante cuatro décadas, y dentro a la criatura. De algún modo, en medio de esa precipitación extrema de acontecimientos, la comadrona había encontrado un momento para limpiar a la criatura, y hasta para ponerle una camisa, y ya no estaba tan viscosa ni se parecía tanto a un pez como cuando la había visto por vez primera. La noche había llegado con la misma celeridad peculiar, la misma ausencia de tiempo. La lámpara estaba encendida. Shevek levantó al bebé para llevárselo a Takver. El rostro era de una pequeñez increíble, con grandes párpados cerrados, de aspecto frágil.

—Tráemelo —le estaba diciendo Takver—. ¡Oh!, date prisa, tráemelo por favor.

Shevek llevó la criatura al otro lado del cuarto y con suma cautela la bajó hasta el estómago de Takver.

—¡Ah! —dijo ella en voz baja; una exclamación de triunfo.

—¿Qué es?—preguntó luego de un momento, con voz soñolienta.

Shevek se había sentado junto a ella en el borde de la plataforma de la cama. Investigó cuidadosamente, un poco desorientado por la longitud de la camisa y la extraordinaria cortedad de las piernas.

—Niña.

Volvió la comadrona, trajinó por el cuarto poniendo las cosas en orden.

—Han hecho un buen trabajo —comentó habiéndoles a los dos. Ellos asintieron con modestia—. Vendré un momento por la mañana —dijo al marcharse. El bebé y Takver dormían ya. Shevek apoyó la cabeza cerca de la de Takver. Estaba habituado al grato olor almizclado de la piel de ella. Ahora era distinto; se había transformado en un perfume, intenso y tenue, grávido de sueño. Dulcemente, pasó un brazo por encima de ella, que descansaba con el bebé al lado, sosteniéndolo contra el seno. En la alcoba pesada de sueño, Shevek se quedó dormido.

Un odoniano se decidía por la monogamia como si se tratara de una empresa colectiva de producción, un cuerpo de baile o una fábrica de jabón. Una sociedad era una federación tan voluntariamente constituida como cualquier otra. Mientras funcionaba bien, funcionaba, y si no funcionaba dejaba de existir. No era una institución sino una función. No requería otras sanciones que las de la conciencia individual.

Todo esto respondía plenamente a la teoría social odoniana. La validez de la promesa, aun una promesa de término indefinido, era parte de la trama misma del pensamiento odoniano, y aunque el énfasis con que Odo defendía la libertad de cambio pareciera invalidar la idea misma de promesa o de voto, era precisamente esa libertad lo que daba significado a la promesa. Una promesa es una dirección elegida, una auto-limitación de la opción. Como lo señalaba Odo, si el ser humano no toma una dirección, si no va a ninguna parte, no conocerá el cambio. La libertad de elección y de cambio inherente al ser humano quedará sin utilizar, lo mismo que si estuviera en una cárcel, una cárcel que él mismo se ha construido, un laberinto en el que ningún camino es mejor que otro. Así pues, para Odo la promesa, el compromiso, la idea de fidelidad era esencial dentro de la complejidad de la libertad.

Mucha gente opinaba que ese concepto de fidelidad no era aplicable a la vida sexual. La feminidad, decían, la había impulsado a rechazar la verdadera libertad sexual; y en este aspecto, si no en otros, Odo no había escrito para los hombres. Había tantas mujeres como hombres que objetaban lo mismo, de modo que no era la masculinidad lo que Odo parecía no haber comprendido, sino todo un tipo o sector del género humano, aquellas personas para quienes la experimentación es el alma misma del placer sexual.

No obstante, aunque pudiera no haberlos comprendido y los considerara probablemente aberraciones del propietariado —ya que la especie humana es, si no una especie esclava de la pareja, al menos una especie enclavada en el tiempo— Odo había tenido más en cuenta a los promiscuos que a aquellos que pretendían una larga vida en pareja. No había ninguna ley, ninguna limitación, ninguna penalidad ni castigo, ninguna censura que reprimiese las prácticas sexuales de cualquier índole, salvo la violación de una mujer o un niño, caso en el que los vecinos podían tomar represalias por cuenta propia, si el violador no iba a parar prontamente a las manos más benévolas de un centro de terapia. Pero las vejaciones eran extremadamente raras en una sociedad en la que la satisfacción sexual completa era la norma a partir de la pubertad, y la única limitación a la actividad sexual era una moderada presión en favor de la práctica en privado, una especie de recato impuesto por la vida comunitaria.

Por el contrario, aquellos que se comprometían a formar y mantener una pareja, ya fuese homosexual o heterosexual, tropezaban con problemas desconocidos para quienes se contentaban con el sexo dónde y cómo lo encontrasen. No sólo tenían que luchar contra los celos y los sentimientos posesivos y los otros males comunes de la pasión, la unión monogámica, sino también las presiones de la sociedad. Una pareja se constituía dando siempre por sentado que las exigencias de la distribución del trabajo podían separarlos en cualquier momento.

La Divtrab, la administración de la división del trabajo, procuraba que las parejas permanecieran juntas, o reunirías lo más pronto posible cuando los miembros lo pedían; pero esto no siempre podía hacerse; sobre todo en los casos de levas de emergencia, y nadie pretendía que la Divtrab rehiciera listas enteras o reprogramara las computadoras para resolver el conflicto. Todo anarresti sabía que para sobrevivir tenía que estar dispuesto a ir a donde lo necesitaran y hacer el trabajo que fuera necesario. Crecía con la conciencia de que la distribución del trabajo era un factor fundamental de la vida, una necesidad social inmediata y permanente; la vida conyugal era en cambio un asunto privado, una elección que sólo podía hacerse dentro de los límites de la elección más fundamental.

Pero cuando una dirección es libremente elegida y seguida de buena fe, todas las circunstancias pueden presentarse como favorables.